Las nueve musas
terror con moraleja
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«¿Cuál es el fin hacia el que nos dirigimos? El disfrute sosegado de la libertad y de la igualdad; el reino de esta justicia eterna, cuyas leyes han sido grabadas, no sobre mármol o sobre piedra, sino en los corazones de todos los hombres, incluso en el del esclavo que las olvida, y en el del tirano que las niega. Queremos que en nuestro país la moral sustituya al egoísmo, la integridad en el obrar al honor, los principios a los usos, los deberes a las conveniencias, el imperio de la razón a la tiranía de la moda, el desprecio del vicio al desprecio de la desgracia, el orgullo a la insolencia, la grandeza de ánimo a la vanidad, el amor a la gloria al amor al dinero, las buenas personas a la buena sociedad. Queremos, en una palabra, satisfacer los íntimos deseos de la naturaleza, realizar los destinos de la humanidad, cumplir las promesas de la filosofía, absolver a la providencia del largo reinado del crimen y de la tiranía. ¿Qué clase de gobierno puede realizar estos prodigios? Únicamente el gobierno democrático o republicano.»

Maximilien Robespierre

revolución francesa
Maximilien Robespierre

El 14 de julio de 2022 se cumplirán 233 años de la toma de la Bastilla, acontecimiento que detonó el inicio de la Revolución francesa. No es fecha baladí, puesto que los conceptos políticos barajados durante el proceso revolucionario francés siguen teniendo peso en nuestros días, del mismo modo que no han perdido actualidad sus contradicciones y yerros.

La defensa del Antiguo Régimen

Dos corrientes de pensamiento chocaron en la Francia de 1789 como sendos trenes lanzados a toda velocidad por la misma vía. Ambas compartían un profundo elitismo, aunque los respectivos postulados se mostraban irreconciliables entre sí: una era la doctrina aristocrática que constituía el armazón ideológico del Antiguo Régimen, defendida por las plumas de Henri de Boulainvilliers (1658-1822) y Louis Gabriel Du Buat-Nançay (1732-1787); su opuesta, la Ilustración, había surgido del desarrollo silente pero socialmente eficaz de las fuerzas productivas y las disciplinas científicas y sociales (avance protagonizado por la burguesía urbana), y contaba en sus filas con una pléyade numerosa de pensadores y literatos.

Para legitimar las diferencias estamentales y, con ellas, los privilegios nobiliarios, el bando aristocrático se valía de un relato de fuentes legendarias, poco acorde con el ejercicio historiográfico. En la estela de Boulainvillers, se sostenía que los privilegios del patriciado francés no eran sino herencia del derecho de conquista ejercido por sus antepasados sanguíneos, el pueblo germano de los francos, receptor del poder vacante en la Galia Transalpina después de la caída del Imperio romano. Según este argumento, la masa popular, descendiente de la población gala autóctona, accedía a su identidad francesa mediante cierta relación de mimetismo o simple asimilación de los elementos culturales francos, l’afranchissement (literalmente, el afrancesamiento, término acuñado por Du Buat-Nançay).

Como Dios el mundo ordenado por las leyes naturales, la nobleza de origen franco había creado el Estado, para después folgarse en un perpetuo séptimo día de prebendas y vida muelle, merecidamente (a su juicio) atendida por el pueblo, que debía satisfacer «impuestos, industria y trabajos corporales» según declaración del Parlamento de París de 1775. En una sociedad imbuida de principios teocráticos, el estamento nobiliario adoptaba el rol social de padre vigilante, celoso del buen orden de su heredad.

Las semillas de la Revolución

Mientras los paladines del aristocraticismo seguían solazándose en la recreación de los propios mitos, en ambos márgenes del Atlántico se consolidaba el poder económico de los círculos urbanos dedicados al comercio, la prístina industria manufacturera, la banca y las profesiones liberales: el llamado Tercer Estado.

El liderazgo social de los habitantes de los burgos ya se hacía evidente en la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo en Inglaterra, donde la «Revolución Glroiosa» de 1688 había confirmado la influencia de la Cámara de los Comunes frente a la Corona, y también en las Trece Colonias, independientes desde 1776 con el nombre de Estados Unidos de América, cuya sublevación contra la monarquía británica tuvo como prcedente  una revuelta contra los impuestos dictados por la metrópoli. En la Francia de 1789, ese poder factual aún no era de iure.

Hannah Arendt sostuvo que la burguesía logró su preeminencia económica sin buscar su equivalente político (Los orígenes del totalitarismo, 1951), tesis que no me atrevo a negar taxativamente pero que parece desmentida por la sola crónica de los acontecimientos históricos. La propia lógica del poder económico está indefectiblemente ligada a la hegemonía política; nadie acumula riqueza para deleitarse contemplándola, la capitalización va siempre acompañada de pretensiones a distinto plazo, que precisan de condiciones positivas para realizarse. En este sentido, la práctica mercantil e industrial exigen un marco jurídico propicio para su desarrollo, impracticable en un contexto político dominado por clases no solo pasivas, sino también parasitarias.

Rebajas

La primera y principal de las pretensiones burguesas se cifraba en el simple deseo de seguir incrementando el volumen de sus negocios. El orden severo del Antiguo Régimen pudiera parecer propicio a ello, pero… ¿qué pensaban, por ejemplo, los comerciantes que para transportar su mercancía de una región a otra debían someterse al peaje caprichoso de las aduanas interiores, interpuestas por los nobles en las lindes de sus dominios? De un primer sentimiento de pura rabia por el quebranto económico derivado de las dádivas, fácil sería transitar hacia una reflexión sobre la legitimidad de las mismas, ejercicio que acrisola el enojo en indignación, aportándole un carácter moral. Y la puesta en común de los pensamientos críticos entre distintas personas afectadas, no solo catalizaría un sentimiento de pertenencia social –al grupo de los perjudicados por la arbitrariedad de los aristócratas– sino que serviría para animar acciones de fuerza en pro de los intereses comunes. La protesta estaba servida.

En la teorización y reivindicación de los requisitos políticos y jurídicos imprescindibles para el incremento de sus negocios se configuró la conciencia de clase burguesa; su identidad colectiva. Cuando la tensión entre la norma arcaica y la pujante actividad socieconómica amenazó con provocar la parálisis de la segunda, estalló la Revolución. Así pues, desarrollo material y cultural, identificación social y reivindicación política son –o parecen– procesos tan sincrónicos e íntimamente relacionados, que extraña el aserto de Hannah Arendt sobre la despreocupación inicial de la burguesía con respecto al ejercicio del poder.

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Ignacio González Orozco

Ignacio González Orozco

Ignacio González Orozco (Madrid, 1963) reside desde hace cinco lustros en Barcelona.

Estudió Trabajo Social y Filosofía y ha fungido como editor de algunas de las más prestigiosas editoriales de libros de texto y obras enciclopédicas que son o han sido en el mundo de lengua castellana.

También se ha dedicado a la escritura de libros de divulgación y de viajes y se le deben el volumen de relatos Prefiero a Mae West (finalista en 2003 del premio de la Institución Cultural el Brocense, de Cáceres); la obra dramática La farsa de Gandesa, estrenada en octubre de 2014 y las novelas Los días de “Lenín” (Izana Editores, Madrid, 2013) Rapaces (Moixonia Edicions, Palma de Mallorca, 2014) y Orfeo se muda al infierno (Ediciones Hades, Castellón, 2018).

En la actualidad es miembro de la redacción de Revista Rambl@ (Barcelona) y articulista en Culturamas (Madrid), además de colaborador del diario Público (Madrid).

En 2015 recibió el Premio Internacional de Periodismo Pica d’Estats. Ganador del II Premio Las nueve musas de Relato Breve en 2018

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