El barroco es un estilo del cual Hispanoamérica supo apropiarse hasta el punto de convertirlo en la esencia misma de sus letras.
En este artículo recordaremos algunas de las características de aquel periodo y también a algunos de sus representantes.
Un fenómeno complejo y contradictorio
No hay una época de complejidad y contradicción interna más variada que la del barroco, en especial la del barroco hispánico, pues un precipitado momento de la cultura española se asocia de modo significativo a esa voluntad de disolución, de vitalismo en extrema tirantez y, al mismo tiempo, de fuga de lo concreto. Toda esa arriesgadísima modernidad en la forma y de extrema vejez en el fondo, toda esa superposición y simultaneidad de síntomas, se denomina también de un modo misterioso: «Barroco».[1]
En el estilo barroco, una casa se puebla de gestos y escandaliza al espectador, alejándolo de la visión tranquila que ofrecía la construcción griega o renacentista. Se trata de un estilo dinámico, multiplicativo, opuesto al estilo estático y aditivo del arte clásico; en otras palabras, de un estilo «pictórico» y no «lineal», como se establece en las categorías enunciadas por Wölfflin,[2] aquello que en literatura entendemos como oscuridad y dificultad, frente a la transparencia y sencillez del estilo clásico.
Todo esto son expresiones de una complicación más hermética. El barroco que parece un poco juguetón, sensual y asoleado en las iglesias de Nápoles y en las fuentes de Bernini; que en Austria y en la Europa Central es, por excelencia, arte nobiliario y cortesano, arte de palacios y jardines o énfasis retórico de los jesuitas que celebran sus triunfos políticos y su influencia ante los príncipes levantando cúpulas doradas, se convierte en el suelo español en estilo nacional; es anti-Renacimiento y anti-Europa en cuanto España estaba negando, o planteando de otra manera, aquellos valores de la conciencia moderna. Incluso se diría que, pasando por sobre la lección renacentista, España vuelve a desarrollar bajo el impulso barroco ciertas formas propias de la Edad Media: ciertos emblemas caballerescos, cierto regodeo en la muerte, cierto «plebeyismo» excesivo como el que confería tres siglos antes el Arcipreste de Hita. Caballería un poco degenerada y grosería sin velo, o poco más o menos preciosísimo de la grosería —como ocurre a veces en el arte de Quevedo—; empaque y ceremonia altisonante y burla cruel, sumo respeto y sumo desenfado, coexisten en esa época que parecería desconocer el término medio.
En Hispanoamérica, el problema exhibe características diferentes, en parte, por la presencia de un medio más primitivo, la influencia híbrida que en la obra cultural produce el choque de las razas y la acción violenta del trasplante.
Quizá para entender todo este corpus fenoménico haya que redactar una historia completa de la cultura hispánica. No obstante, por ceguera o limitación, españoles e hispanoamericanos han preferido ceñirse a su propia provincia, a su propio terruño.
El gran Menéndez Pelayo dirigió alguna vez una mirada paternal, de gran consejero, a la cultura de Hispanoamérica y escribió, por ejemplo, con gran acierto en algunos capítulos, con menos en otros, la historia de nuestra poesía; sin embargo, a pesar del talento y la portentosa intuición que poseía el célebre filólogo, no pudo evitar cierta actitud de preceptista que aspiraba no solo a revelar, sino también a corregir las faltas de sus «discípulos» transatlánticos. En un caso tan interesante como el de sor Juana Inés de la Cruz, Menéndez Pelayo atiende más a la corrección retórica que al fenómeno histórico-literario (lo que demuestra que solo la leyó superficialmente).
En otros estudios españoles se acentúa cierto nacionalismo inveterado, el mismo que pretende idealizar el barroco con intencionado espíritu colonialista, y convengamos que los hispanoamericanos no hemos asimilado todavía suficientemente el problema de nuestro origen como para refutar con firmeza semejantes interpretaciones.[3]
La vitalidad y exuberancia del barroco
El barroco se nos presenta como una época de gran exuberancia, de sorprendente vitalidad, piénsese en la riqueza lingüística de Los sueños, de Quevedo; en el prodigio sintáctico y metafórico de las Soledades, de Góngora, o en las descripciones sensoriales, incluso las más íntimas y groseras, de la picaresca.
Así, tanto por gusto de la vitalidad como por afirmación de exuberancia, el barroco es tiempo de hipérbole y demasía. Ya no basta cantar con el límite normal de la voz humana, sino que se requiere de una voz torrencial que todo lo inunde. Esta actitud se traduce, naturalmente, en una excesiva individualización estilística, individualización que va más allá de la académica distinción entre «conceptismo» y «culteranismo», Quevedo y Góngora, pese a su característica rivalidad, coinciden en esto que afirmamos, aunque uno haya empleado una prosa de tonos pardos y sombríos, y el otro, una poesía más musical y pictórica. Con ellos, la literatura se atreve a transgredir sus propios límites con el propósito de conquistar los terrenos que, hasta entonces, estaban reservados al resto de las artes.
Vale decir que el Renacimiento fue también poderosamente vitalista, en parte, porque estuvo libre de esa impresión de desaliento y desmayo, el típico desengaño español, tan característico de la cultura hispánica del siglo XVII. Pero a diferencia del barroco, el vitalismo renacentista busca siempre un canon o un arquetipo que cumpla la función de inteligencia ordenadora. La proeza del espíritu renacentista consistía no en la soledad fantástica que exaltaría el barroco, sino en acercarse a un modelo ideal de belleza y de conducta como el que ofrecía, por ejemplo, la filosofía platónica. Podríamos decir que el Renacimiento fue una época de diálogo, de convivencia, mientras que el barroco hispánico lo fue de monólogo. ¿Qué otra cosa sino una serie de monólogos que se niegan y se contrastan unos a otros es la literatura española del siglo XVII? Segismundo, en su cárcel, con las superpuestas imágenes de la realidad y el sueño, es el símbolo crepuscular de la época. Segismundo parece la prefiguración de aquel trasnochado y asustado rey Carlos con el que habrá de terminar lo poco que quedaba de grandeza histórica española.
Hay otra circunstancia que marca la diferencia esencial entre lo barroco y lo renacentista: la represión espiritual que se produce singularmente en Italia y en España a causa de la Contrarreforma. En efecto, en el momento en que se restablece la Inquisición en Italia, el último humanismo del Renacimiento pierde todo su contenido y cae en la fórmula más amanerada. Como ya no puede expresar verdades nuevas, como el movimiento científico se estanca, la literatura en el barroco se vuelve críptica, sumamente trabajada y enrevesada. Así pues, liberándose de lo útil o racional, la literatura parece constituirse como un arte de la palabra autónoma, en el que todo contenido se sacrifica a la musicalidad y a la extrañeza.
En la literatura española, el barroco se vale de la alegoría y la metáfora, ya sea para estilizar las formas, ya sea para ocultar, ya sea para reprimir el contenido.[4] Baltasar Gracián explica muy bien estos recursos: «Son estos conceptos unos agudísimos sofismas para declarar con una extravagante exageración el sentimiento del alma»[5]. ¿Acaso Gracián no está definiendo el vitalismo barroco también con esta frase?
- Gracián, Baltasar (Autor)
El barroco literario de América
Las características del nuevo estilo comienzan a advertirse en las colonias americanas a inicios del siglo XVII. Bernardo de Balbuena, el mayor poeta hispano-indiano de este periodo, marca la frontera precisa entre una literatura, principalmente activa, rica de hechos y de acción, como había sido la del siglo de la Conquista, y otra en que la acción abre paso a la contemplación y el contenido a la forma. El inmenso autor de la Grandeza mexicana (1604) y de El Bernardo (1624) aparece en la historia del Nuevo Continente como un Ariosto tropical que quiere llevar a sus extremos límites aquel arte colorista y descriptivo donde la línea épica se rompe en la vaguedad lírica que había nacido con el autor del Orlando furioso.
En la literatura criolla observamos una decadencia interna de la epopeya, lo que probablemente ocurrió cuando se pasó de los cuadros dramáticos de La Araucana (1569, 1578 y 1589), de Alonso de Ercilla, al mundo idílico del Arauco domado (1596), de Pedro de Oña.[6] Mientras que La Araucana es el testimonio directo de un soldado conocedor de las artes retóricas, la obra de Oña es un trabajo de encargo donde el lirismo del poeta se evade, a menudo, de la narración guerrera. En Balbuena encontramos, por el contrario, ya no un arte de grandes conjuntos, con tema central y unidad narrativa, sino una preferencia por el detalle pintoresco. Sobresaliendo como ampulosa moldura del marco de la narración, el ornamento y la palabra quieren liberarse, para oler como una especia oriental o brillar como un tesoro mítico.
Otra de las personalidades más humanamente atrayentes de la vida literaria americana de esos días es Diego Mexía de Fernangil, con cuyas aventuras se podría escribir la más entretenida de las novelas. Bastará con recordar que Mexía tradujo las Heroidas de Ovidio durante el forzoso viaje a México que realizó por tierra en 1596 luego de que su embarcación naufragara en Sonsonate.[7]
Ahora bien, esta ansia de color, exotismo y agudeza decaerá, cuando, ya desprovista de toda expresión popular y social, la literatura pasa a convertirse en diversión cortesana y académica. Con sus laberintos y retruécanos, con su encrespado follaje de primores, el barroquismo invade el púlpito, las cátedras de derecho o de teología y cubre con su tupida vegetación de palabras las disertaciones escolásticas. Los estrafalarios títulos del erudito mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora (Manifiesto filosófico contra los cometas despojados del imperio que tenían sobre los tímidos (1681); Relación de lo sucedido a la armada de Barlovento en la isla de Santo Domingo con la quema del Guárico (1691); Mercurio volante con la noticia de la recuperación de las provincias de Nuevo México (1693), etc.) son un perfecto ejemplo de esto que decimos. Podríamos afirmar que la intelectualidad colonial del siglo XVII no distinguía bien las fronteras exactas entre las ciencias, y la cultura, por ende, se convirtió en un fenómeno de superposición de saberes y noticias.
La más acabada expresión de la voluntad estética de aquellos tiempos la encontramos de manera significativa en el Apologético en favor de Góngora (1662), del letrado mestizo de El Cuzco, Juan de Espinosa Medrano, El Lunarejo, quizá la obra de crítica literaria más curiosa que se produjo en esos días. El Lunarejo, que por momentos escribe con un estilo digno de Gracián, desarrolla en su opúsculo de alabanza a Góngora dos ideas fundamentales: cómo el arte debe ser peregrino, es decir, diverso de la verdad común de la naturaleza, y cómo las letras humanas (la belleza de lo profano) se diferencian de la teología (la belleza de lo sagrado). Explicando y vindicando el hipérbaton de Góngora anota, por ejemplo, que son inherentes a toda poesía, ya que hasta etimológicamente la palabra «verso» se derivó de «este revolver los términos, invertir el estilo y entreverar las voces»[8]. Observa que, por medio del hipérbaton, la poesía del gran cordobés logra efectos de intensidad, color y melodía que no pueden expresarse siguiendo un estricto orden lógico. El gran mérito de Góngora, por lo tanto, radica en que «reformó la sentencia, encrespó la elocución y sazonó las sales».
Sin embargo, es en la obra de sor Juana Inés de la Cruz donde parece producirse la definitiva confluencia de todos los valores y enigmas del barroco. La precoz escolar mexicana que a los dieciséis años dejó atónitos por su erudición a los sabios del Virreinato, y muy barrocamente fue examinada en cenáculo solemne sobre los más variados y rebuscados asuntos, pagó tributo a todos los laberintos y complicaciones formales de su tiempo: escribió versos de ocasión para fiestas cortesanas, autos sacramentales, villancicos, ensayos de metros nuevos, ensaladillas, jeroglíficos y sonetos. Renunciando a actuar en aras de una solitaria contemplación intelectual, su poesía es fundamentalmente un planteamiento de dilemas, un escenario donde sobreviene esa singular lucha entre las potencias del alma. Ningún otro artista, de hecho, sufrió y expresó mejor que la extraordinaria monja mexicana el drama de artificialidad y represión del barroco americano, no en vano todavía se la propone como el perfecto epítome del periodo que glosamos, la médula misma de una constante expresiva que ha cimentado durante siglos nuestras letras.
[1] Con respecto al origen de este nombre, el lector puede remitirse a mi artículo «La constante barroca. Anatomía de un “exceso”».
[2] Véase Heinrich Wölfflin. Renacimiento y Barroco, Buenos Aires, Paidós, 2009.
[3] En efecto, la época colonial (y sobre todo el periodo que glosamos) no ofrece al historiador demasiados datos de los días de la Conquista, se diría más bien que este periodo contiene aún hoy una verdad soterrada que requiere una fina pupila psicológica para descubrirla. Sin embargo, pese a los más de dos siglos de enciclopedismo y de crítica moderna, los hispanoamericanos no podemos escaparnos enteramente del laberinto barroco, puesto que pesa todavía en nuestra sensibilidad estética y en muchas manifestaciones de nuestra psicología colectiva.
[4] Suele decirse que la exuberancia y complejidad del arte barroco respondía a una necesidad de represión, de ocultamiento, propiciada por la «policial» omnipresencia de la ya mencionada Contrarreforma.
[5] Baltasar Gracián. Arte de ingenio, Tratado de la Agudeza, Madrid, Cátedra, 2005.
[6] Como un prejuicio de la retórica aristotélica que había exaltado el Renacimiento, la epopeya conservaba todavía su primacía entre los otros géneros poéticos, pero se había perdido ya el aliento que la animaba.
[7] De la Antigüedad clásica se prefiere en ese momento de la cultura ya no a Horacio y Virgilio —como unos años antes—, sino a Ovidio. ¿No fue Ovidio, a su manera, el más barroco de los poetas romanos cuando a la misión histórica y religiosa de un Virgilio opone su arte de alcoba, su preciosismo sin contenido? Con todo, la traducción de Mexía, publicada en 1608 con el título de Primera parte del Parnaso Antártico, es todo un portento.
[8] Juan de Espinosa Medrano. Apologético, Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho, 1982.
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