Las nueve musas

Hiroshima y Nagasaki: ¿aprendimos algo?

Promocionamos tu libro

A las 8:15 del 6 de Agosto de 1945 el bombardero B-29 “Enola Gay” lanzó sobre Hiroshima la primera bomba atómica de toda la historia de la humanidad.

Arrojada desde unos 9600 metros de altura, el artefacto con núcleo de Uranio-235, explosionó a unos 600 metros de altura sobre el hospital Shima, en el centro de la ciudad, calcinando un área de 13,2 Km² y causando un 63% de bajas entre la población, contando muertos y heridos. Apenas 3 días después, el 9 de agosto a las 11:02, un segundo proyectil, elaborado con Plutonio-239, fue lanzado por el bombardero B-29 “Bockscar” sobre la ciudad de Nagasaki. En este segundo ataque, la detonación se produjo a 500 metros de altura al norte de la ciudad, arrasando 6,7 Km² y con un balance de bajas del 62% de la población. El recuento de víctimas entre ambas acciones asciende a más de 200.000 muertos y 150.000 heridos. Escalofriantes datos, que derivaron en la inmediata rendición de Japón en la Segunda Guerra mundial. Pero, ¿cómo se llegó a este punto?

Hiroshima
Hiroshima

La bomba atómica se basa en el principio de que al hacer colisionar un neutrón, con un átomo, su núcleo se divide en 2 (fisión nuclear) provocando una liberación de energía. Aunque la fisión nuclear de un solo átomo apenas tiene potencia, al mismo tiempo, varios neutrones salen despedidos provocando una reacción en cadena, que multiplica exponencialmente la energía liberada, la cual es empleada como arma. La bomba de Hiroshima, tenía en su interior un tubo largo y delgado, que en sus extremos tenía uranio 235 en cantidad un poco menor que la necesaria para generar la masa crítica. La detonación se produjo disparando una carga por medio de pólvora, para fusionarlas y superar dicha masa crítica. Es decir, empleando el método denominado pistola. En Nagasaki, el artefacto utilizado, tenía el material empleado para la fisión, en este caso el plutonio 239, rodeado herméticamente con pólvora. Para detonarla, se empleó la explosión de la pólvora que comprimió el plutonio haciendo que se superase la masa crítica. El método empleado es el conocido como de implosión. La primera bomba, de 4 toneladas y denominada “Little boy”, equivalía a una de pólvora de 16.000 toneladas, y la segunda, de 4,5 toneladas y llamada “Fat man” a una de 21.000 toneladas.

Todo comienza el 7 de julio de 1937, cuando Japón invade el noroeste de China. Este acto dio comienzo a una guerra en la que pronto se vieron involucrados otros países, y en el que quedó de manifiesta la superioridad nipona respecto a sus vecinos. Los objetivos se volvieron más ambiciosos y se buscó la expansión del imperio por Asia, firmándose posteriormente un tratado con Alemania e Italia en pos de este objetivo.

En julio de 1941, con el propósito de crear una coalición de naciones libres de la influencia europea, y lideradas por Japón, los nipones se dirigieron a indochina, territorio controlado por Francia. Como respuesta, algunos países del viejo continente y EEUU (con intereses económicos en la zona), establecieron una serie de embargos comerciales y una disminución del 90% en el suministro del petróleo. Entre otras razones, la situación alcanzada por el país del sol naciente tras los embargos, sería uno de los detonantes del ataque a Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941. Buscaban evitar la intervención de la flota de EEUU en los planes que tenían para las posesiones europeas y estadounidenses en el sureste asiático.

Durante los 4 años siguientes, los americanos librarían una dura contienda con los japoneses tanto en China como en el pacífico, donde la conquista de cada isla, cada batalla, costaba sangre, sudor y lágrimas. Si bien durante un largo periodo, la guerra entre ambas potencias estuvo muy equilibrada, la caída de Alemania puso las cosas más difíciles a los asiáticos, siendo finalmente la bomba atómica desarrollada por medio del proyecto “Manhatan”, la que forzaría la rendición incondicional de un país que si bien estaba siendo duramente castigado, estaba dispuesto a pelear hasta el último hombre.

Lo que llama la atención desde un principio, vista la devastación y el horror ocasionados en Hiroshima y Nagasaki, es que la utilización de la bomba atómica apenas planteó problemas morales a los políticos. Fue concebida para utilizarse en competencia con Alemania, e indudablemente se hubiese utilizado contra este país, de haber estado preparada antes. Pero el desarrollo de la guerra obligó a trasladar el objetivo a Japón.

Durante la Segunda Guerra mundial, se habían normalizado los bombardeos sobre la población civil. Numerosas urbes fueron atacadas por unos y otros, si bien hacia el final de la contienda, fueron tanto Alemania como Japón los que más lo sufrieron, popularizándose las bombas incendiarias. Dichos ataques se contradecían con las demandas realizadas antes de la guerra por el presidente Roosevelt. Así que en 1945, los dirigentes norteamericanos no dudaron en emplear la nueva bomba en Japón. Posteriores evidencias, muestran que la guerra no hubiese ido más allá de noviembre en el caso de haber evitado su utilización.

El proyecto de la bomba atómica se inicia en 1941 a instancias de científicos emigrados y norteamericanos. El denominado “Proyecto Manhatan”, fue considerado una carrera contra la Alemania Nazi en pos del arma definitiva. Desde el inicio, se asumió que se trataba de un arma legítima que se emplearía en primer lugar contra Alemania y que se mantendría oculta a la Unión Soviética, incluso después de convertirse en aliado, para disponer de una ventaja futura sobre Moscú. Pero para 1944, con la guerra encarrilada en Europa, ya se sabía que el objetivo más probable sería Japón.

Hasta ese momento y después, apenas se plantearon dudas sobre la utilización del arma contra el enemigo. Sólo algún comentario del sub-secretario de Guerra, Robert Patterson sobre si la victoria en Europa cambiaría los planes de lanzar la bomba en Japón, o la posibilidad planteada por el gabinete de Roosevelt de hacer una demostración del poder de la bomba y utilizarlo como amenaza. La importancia de dichas dudas, es precisamente que fuesen ocasionales, tanto para el presidente Roosevelt como para sus colaboradores, que en todos sus escritos asumían su utilización. Todos los memorandos utilizaban frecuentemente las expresiones ‘después de utilizarla’ o ‘cuando se use’ y nunca ‘si se usa’.

El Proyecto Manhattan, costó cerca de 2.000 millones de dólares y se mantuvo oculto a la mayoría de los miembros del gabinete y a casi todo el Congreso. Se lograron desviar los fondos necesarios sin el conocimiento, ni la aprobación, de gran parte de los congresistas, incluidos muchos de los miembros del comité́ de asignaciones. Unos pocos habían modificado el proceso habitual de asignaciones en un asunto de interés nacional. En marzo de 1944, el entonces senador Harry S. Truman, quiso examinar el costoso proyecto, siendo tachado por ello de ser “un hombre fastidioso y poco digno de confianza”, y persuadido de que no lo hiciese, con lo que sólo supo que se trataba de una nueva arma hasta que asumió́ la presidencia el 12 de abril de 1945. Conscientes de que no actuaban con honestidad, el ayudante de Roosevelt, James F.Byrnes, puso sobre la mesa las posibles consecuencias del fracaso del proyecto a lo cual se le respondió que “Si el proyecto tiene éxito, no habrá ninguna investigación, y si no lo tiene, no se investigará ninguna otra cosa”. El enorme coste del desarrollo, y las artes empleadas para su consecución, desviando fondos y materias primas, obligaban a su utilización contra el enemigo. El proyecto podría parecer un derroche gigantesco si su valor no se demostraba con el uso de la bomba. Truman, que al acceder al cargo de presidente heredó también las presiones del tiempo, el dinero y el esfuerzo invertidos, nunca puso en cuestión ese supuesto.

A principios de la primavera de 1945 se obtuvo el permiso para seleccionar los objetivos de la nueva arma. Eran conscientes de que la bomba era cientos de veces más poderosa que los artefactos convencionales y que debía ser detonada muy por encima del suelo para que la onda de choque causase la mayor destrucción posible. Con estas premisas, y para no correr el riesgo de desperdiciar el invento, se decidió inicialmente arrojarla manualmente y no por radar, a pesar de las malas condiciones climáticas existentes en Japón durante el verano.

En el nuevo contexto moral, derivado de la propia contienda, en el que la matanza en masa de los civiles de un país enemigo parecía incluso deseable, estaba claro que debía ser lanzada contra una de las grandes ciudades niponas, acordándose escoger “grandes áreas urbanas de no menos de tres millas de diámetro existentes en las zonas de mayor población”. Si bien, concretar el objetivo adecuado resultaba más complicado, ya que los intensos bombardeos habían arrasado las principales urbes. Inicialmente se plantearon 4 ciudades, Hiroshima, como el mayor blanco no atacado aún; Yawata, conocida por su industria siderúrgica, y Yokohama y Tokio como principales ciudades, que rápidamente se descartaron por estar prácticamente derruidas, planteándose otras opciones.

La elección de blancos, dependería en parte de como haría la bomba su mortífero trabajo: las proporciones de la onda expansiva, el calor y la radiación. Si bien, se dio mayor importancia a la onda expansiva y al calor, debido a que se desconocía como actuaría la radiación, dependiente de si llovía o no y del viento entre otros factores. Dieron por hecho que los otros factores se llevarían por delante a la mayoría de las víctimas antes de que la radiación pudiera hacer su mortífera obra. Lo importante era que la nueva arma causase el terror, para producir “el mayor efecto psicológico contra Japón” y convencer al mundo, y a la URSS, del poder de EEUU. No sólo se trataba de intimidar al pueblo del sol naciente para lograr su rendición, sino también de acobardar a las demás naciones para comenzar a formar el mundo de posguerra.

Nagasaki
explosión de la bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki

Si bien el físico Arthur H. Compton, premio nobel, y el general Marshall, plantearon cuestiones morales y políticas de cómo hacer uso de la bomba, que introducía la cuestión de matanza en masa por envenenamiento radiactivo del área bombardeada, y abogaron por utilizarla primero contra instalaciones militares y luego posiblemente contra grandes centros industriales, antes de contra civiles, el comité decidió que se lanzaría contra personas, desoyendo mantener los viejos principios. Se decidió bombardear el centro de cada ciudad objetivo, concluyendo que apuntar a las áreas industriales sería una equivocación, por ser esas zonas pequeñas y extendidas en las afueras de las ciudades, además de muy dispersas.

Cuando se aprobó la lista final de blancos, tras ver la capacidad de la bomba en las pruebas realizadas en Nuevo México, el presidente Truman, respaldando a su Secretario de Guerra Henry L. Stimson, abogó por utilizar el arma contra objetivos militares y no civiles, si bien, resultó un autoengaño para hacer aceptable la muerte en masa de civiles, ya que ni Hiroshima ni Nagasaki eran blancos “puramente militares”. Las noticias oficiales para la prensa, preparadas bastante antes del bombardeo atómico, eludían esta cuestión. Por ejemplo, Hiroshima, se describía como una “importante base del ejército japonés”. No obstante, los que habían escrito las notas de prensa, eran conscientes de que aquellas ciudades se habían elegido en parte para dramatizar la matanza de no combatientes.

Tras el lanzamiento Truman fue consciente de la magnitud de la matanza, y rechazó la petición de arrojar más bombas atómicas. No obstante, continuó aprobando el denso bombardeo convencional de las ciudades, con el alto número de bajas que producían las bombas de napalm, las incendiarias y otras, hasta que Japón anunció su rendición, solicitando mantener al emperador, el 15 de agosto. Rendición que fue aceptada y oficializada el 2 de Septiembre de ese mismo año.

No obstante, Truman y sus asesores no habían procurado evitar el uso de la bomba atómica. Habían desechado fácilmente la posibilidad de una demostración no bélica y no habían explorado otras alternativas como modificar la exigencia de rendición incondicional asegurando mantener al emperador, esperar la entrada de los soviéticos en la guerra, o simplemente proseguir el bombardeo tradicional de las ciudades en medio de un bloqueo naval estrangulador. Los norteamericanos no creían, o no quisieron creer que dichas medidas provocasen la rendición del enemigo, y buscaron acabar por la vía rápida para evitar, si era posible, la invasión prevista para el 1 de noviembre, en la que intervendrían unos 750.000 soldados con un coste aproximado de 30.000 víctimas el primer mes, y una segunda fase del plan con el asalto a Tokio fijada para el 1 de marzo de 1946, con unas bajas estimadas de unos 20.000 hombres. No hubo vacilaciones sobre el uso de bombas atómicas para matar a muchos japoneses con objeto de salvar las vidas de 30.000 a 50.000 norteamericanos que de otra manera habrían muerto en las invasiones. La vida de los japoneses valía muy poco, e incluso algunos dirigentes norteamericanos, al igual que muchos ciudadanos, deseaban castigar al enemigo.

A los dirigentes, no se les escapaba que si no utilizaban la bomba y la invasión tenía lugar, deberían enfrentarse al furor público excitado por parientes y amigos de los muchachos muertos en combate. Incluso si hubieran querido evitar su uso (y no lo quisieron), podían haberse visto forzados a hacerlo después. Nadie esperaba que una o dos bombas atómicas provocaran el final de la guerra tan rápidamente, esperaban por lo menos utilizar una tercera y probablemente más. Hasta después de Nagasaki, no se contemplaba una alternativa entre bombas convencionales y atómicas, sino la utilización de ambas, que se consideraban complementarias, ya que nunca fueron conscientes de la capacidad destructiva de las nuevas. No obstante, el bombardeo convencional, muy probablemente, hubiera producido la deseada rendición antes del 1 de noviembre debido al inmenso número de bajas civiles que ocasionaba.

Tomadas en conjunto las alternativas citadas a la de la bomba nuclear, e incluso algunas otras, seguramente hubieran puesto fin a la guerra antes de la temida invasión. Por lo que lamentamos que no se propusieran alternativas y que no se realizasen esfuerzos para evitar el empleo de la primera bomba, y más aún de la segunda, habiendo visto los efectos de la primera. Piense uno lo que piense del primer lanzamiento, el segundo fue con seguridad innecesario. Se hizo porque había orden de lanzar bombas y porque ni siquiera después de Hiroshima esperaban la rendición tan rápida de Japón. Sin embargo, las pruebas ahora disponibles, muestran la decisión entonces secreta del emperador, poco antes de Nagasaki, de pedir la paz.

EE UU no procuró evitar el empleo de la bomba, al contrario, creyó que su uso sería beneficioso tanto para acabar con la guerra como para intimidar al resto de naciones, principalmente la URSS. Además, los bombardeos atómicos representaban el cumplimiento de la herencia recibida de Roosevelt, con lo que no resultó una decisión difícil para Truman.

Tuvieron que pasar años, y abrirse los archivos, para que los estadunidenses se preguntasen si los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki fueron necesarios y morales. Desaparecido el odio, y la propaganda de que habían evitado la muerte de medio millón de estadounidenses para invadir el país asiático, los norteamericanos comenzaron a reconocer la barbarie, las matanzas en bombardeos indiscriminados y los horrores de una guerra que cambió la vieja moral de guerra y nos metió de lleno en la era atómica.

Aquella redefinición de la moral fue un producto de la Segunda Guerra mundial, que incluyó barbaridades como el genocidio de seis millones de judíos, la masacre de Nankín por parte japonesa y los bombardeos sobre la población civil en Alemania y Japón. Todas las grandes potencias fueron cruzando sus líneas rojas, guiados por sus dirigentes y apoyados por la población, de modo que hacia el final de la guerra todo parecía valer. Incluso la preocupación de Roosevelt al inicio de la guerra por los civiles enemigos, había sido desechada. En aquel clima general, no me cabe duda de que cualquier nación que hubiese contado con la bomba la habría utilizado. Los aliados apoyaron la acción, y los enemigos no la usaron porque no la tenían. En aquella época y circunstancia, nadie se cuestionó el uso de tal explosivo, y seguramente, se hubiesen depurado responsabilidades de no haberlo hecho.

Con la perspectiva que da el tiempo, y la calma de haber dejado atrás el sentimiento de odio y venganza que genera la guerra, debemos ser capaces de aprender de nuestros errores para evitar que hechos semejantes vuelvan a repetirse. Conocer y estudiar la historia, así como el sufrimiento creado y sufrido, nos puede ayudar en este camino. No obstante, los innumerables conflictos a nivel mundial, nos demuestran que poco o nada hemos aprendido, aunque sea, por el momento, los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki nos han enseñado a que la bomba atómica es un límite que no debemos cruzar. Esperemos que dicho aprendizaje sea para siempre, ya que dos aspectos dificultan que así sea:

  • El ser humano olvida pronto volviendo a cometer los mismos errores una y otra vez.
  • Nadie escarmienta en piel ajena.

Confiemos en que la magnitud y el impacto de la lección recibida el 6 y el 9 de agosto de 1945 sea tan importante, que nunca la olvidemos.

Lander Beristain

Lander Beristain

Lander Beristain, San Sebastián (Gipuzkoa) 1971. Siendo el menor de tres hermanos, se crió en el seno de una familia de clase media que además de aportarle su cariño, le inculcó el gusto por la educación y la cultura, así como unos valores personales marcados a fuego que aplica en todos los aspectos de su vida y proyectos en los que se implica.

Pasó su infancia en Deba (Gipuzkoa) y posteriormente se trasladó a vivir a San Sebastián.

Apasionado de la literatura y de la historia del imperio romano, así como de las novelas históricas que leía en diversos idiomas, tuvo que relegarlos a un segundo plano para acometer sus estudios de Ingeniería industrial en la Universidad de Navarra y desarrollar una carrera profesional estable.

Con infinidad de ideas en su cabeza comenzó a escribir “El Consejero de Roma” en 2017, tardando 2 años en confeccionar el primer borrador. Posteriormente fue puliendo diversos detalles y aspectos, antes de presentarlo a “Las nueve musas ediciones” para su edición, de forma que quedase listo para ver la luz. Un momento tan esperado como ilusionante.

Reseñas literarias

Añadir comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.