Se ha dado el caso de concursos literarios donde el “fallo” del jurado ha hecho justicia al sentido literal del término —una contradicción, en suma—.
Errores incomprensibles que premian manuscritos cuya calidad deja mucho que desear. Quienes hayan enviado su obra —y sean conscientes de que lo que han sometido a tribunal es bueno— no sufrirán el mayor desánimo al ser privados de reconocimiento, sino que la verdadera desazón se hará patente cuando conozcan el texto premiado y a su autor. Desconocemos si en la decisión final afectan modas pasajeras, gustos subjetivos de los miembros del tribunal, intereses de otra índole que desconocemos o las “influencias” de algunos premiados. Lo cierto es que el daño ya está hecho y, desgraciadamente, no hay vuelta atrás.
Por ello, cuando de entre tantos premios incomprensibles surge uno merecido —muy merecido—, no queda más remedio que volver a creer en la necesidad de los certámenes para alumbrar talentos ocultos —¡y tantos que quedarán aún en las sombras!— Es el caso del sorprendente libro de poemas del escritor vasco Luis María Pérez Martín titulado con el no menos impactante título de Entre perros y ángeles. Ganador del XXXVIII Premio Juan Bernier de Poesía y publicado el pasado año, su contenido o espíritu queda perfectamente demarcado en el prólogo acometido por el cantautor y arreglista portuense Javier Ruibal. En él, alude precisamente al “acertado fallo”, advirtiendo a su vez a quienes lo concedieron de las consecuencias de dicha decisión: “Hágase responsable el jurado que ha premiado este poemario de haber suscrito para siempre una denuncia, una inconclusa e interminable hoja de reclamaciones. Aténgase a las consecuencias si este legajo de bravísimos poemas consigue la audiencia que merece, la que le auguro y deseo ferozmente, porque hoy mismo ha desatado un huracán que pudiera hacer trizas el cinismo falsario con que vegetamos nuestra existencia; la cruel fortaleza donde desde hace tanto decidimos encerrarnos”. Contundentes palabras que anticipan un bestiario de razones, escrito con conocimiento de causa y desde un estilo que sorprende, por su mezcolanza de elementos clásicos y lenguaje contemporáneo. Tocando el cielo y el suelo en pocos instantes, como promete su título, a caballo entre los querubines etéreos y los canes terrenales. Cotidianizando lo sagrado y sacralizando lo cotidiano, resultando con ello un poemario que podría denominarse como “divinamente mortal”.
Entre perros y ángeles se inicia con el poema que da título al libro, aludiendo precisamente a esa idea ya trasnochada por ideal del poema como inspiración ultraterrena, favorecido por la musa inspiradora: “La poesía no acude cuando silbas; / eso es cosa de perros y ángeles, / con su frío mortal en el hocico / y su blancura inane entre las sienes”. El oficio poético tiene también otros poemas dedicados, como en El accidente, donde se alude de forma irónica al verso libre como un “accidente desgraciado”: “¿Quién iba a imaginar que, tras tantísimos / intentos malogrados verso a verso, / la poesía, desnuda de artificios, / refulgente, mayúscula, purísima, / anidara por fin en su poema?” En Ignorantia juris non excusat (del latín, “la ignorancia no exime del cumplimiento de la ley”), también el autor desde el humor sueña con castigar toda lírica cursi, falsa, hueca o ajena a la verdad del creador: “Cuando yo sea el rey de los poetas / aboliré por fin y para siempre / los versos con melaza y lepidópteros, / los tropos escarchados en almíbar, / los símiles melifluos o indigestos.”
Tal vez el problema de una poesía equivocada —la de los poemarios premiados erróneamente— se deba a esa falta de conocimiento del pasado, sabiendo lo que se hizo bien y lo que no —y, aunque no se sepa, tampoco sirve de justificación, como dirá el poeta (“los cadáveres de estos malhechores / se exhibirán después para escarmiento / de poetas coetáneos y futuros / y de nada valdrá el “yo no sabía”)—. Pero, de cualquier modo, la principal razón de ese ponerle “una soga a la belleza” esté en ese observar las cosas a través de unos ojos contaminados. Y, desde la ignorancia que transmiten por no saber analizar lo que ven con cristalinos turbios, presuman incluso de ello. Así, en La mirada enferma, se dice: “La enfermedad es seria: / el infectado / prefiere ver endriagos que poetas / ya que sus pobres iris macilentos / no soportan la luz de la belleza. / Sin embargo, felices y soberbios, estos míseros ciegos ponzoñosos / prefieren presumir de Rompetechos / que acudir con urgencia a un oculista”.
También esta mirada equivocada hacia las cosas puede achacarse a una enseñanza que, actualmente deja mucho que desear por norma general —en gran medida, debido al torpe o premeditado “malhacer” gubernamental, con sus leyes educativas—. En Sócrates lives se denuncia de la siguiente manera: “Proscribieron bolígrafos y plumas, / destruyeron los libros y los puentes, / llamaron a las puertas convenientes / y el futuro fue pasto de las brumas. / Un mundo de Pantojos y Malumas / floreció en los colegios. Los docentes / hincaron la rodilla e impotentes / inhumaron a Heráclito entre sumas”. A pesar de ello, deja el poeta un último aliento de esperanza ante tamaño despropósito: “Pero un día, en mitad de aquel letargo, / un chiquillo, frunciendo el entrecejo / murmuró: ‘sólo sé que no sé nada’”. ¿Pero qué se puede esperar de unos políticos que, como dice otro poema, ponen “urnas en los colegios”? Una peste diferente, aunque relacionada y terrible, que asolará a la civilización será la digitalización del mundo. Hasta lo divino queda absorbido por esta lacra, como fabula el poeta en El Dios digital descrea el mundo en seis días: “Dios clavó sobre el mundo su mirada / y tras un breve cómputo ofimático / registró en su memoria que era bueno”. Ésta, sumada a la plaga de la dictadura de lo políticamente correcto (nuevo orden mundial), terminará por asolar el planeta: “Con un último esfuerzo escupió un chiste / contra el rostro del Dios de lo Correcto / y cayó fulminado de inmediato”.
Existen, como compensación o equilibrio, otros textos que recuerdan a los progenitores del autor. Porque, por encima de ese mundo corrompido, sobrevive otra educación pura e íntegra, la transmitida por las almas buenas de los antecesores. Se parece levanta un homenaje al padre: “Hace tanto que a veces se me olvida / que recitaba, siempre de memoria, / poemas de Espronceda y Machado / y me llevaba al fútbol los domingos / y me compraba todos los tebeos. […] Leyendo tenazmente su periódico, / llorando cada vez que Burt Lancaster / moría de un balazo en la pantalla. Yo he heredado su sed, su cuerpo triste, / varios versos de Pedro Muñoz seca y un leve fulgor verde en la mirada”. En Yo tenía unas grandes alas blancas, que dedica a la madre y donde se vale de la metáfora de los apéndices que permiten el vuelo, refiere a la formación recibida de ella: “Aunque aún huele a caléndula mi espalda / ¿qué iba a reprocharle a estas alturas? / Mamá también fue joven e inconsciente / y tuvo, como todos, sueños locos. / El suyo fue parir un puto ángel”.
Como vemos, el poeta domina a la perfección lo mejor de la poética más lírica y a la vez moderna. Solo hace falta echar un vistazo a los nombres dados a las partes en que se estructura el libro, así como a su contenido: Endecasilabario y, sobre todo, el Sonetario, donde el poeta cumple estrictamente las normas métricas, si bien luego las completa con su propia personalidad desenfadada, crítica y visceral.
Deseamos, como así lo expresó el citado Ruibal, que estos ángeles y perros vuelen o ladren alto, para así llegar a iluminar el mayor número de conciencias.
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