Corría el año 1832 cuando el genial Honoré Daumier incrustó a fuerza de talento la caricatura escultórica en la Historia del Arte. Poco de ella nos había llegado hasta entonces.


Rememoré días atrás, por contraste, la calidad y fuerza escultórica de esas caricaturas al observar las imágenes de esa función de títeres que tantas ampollas ha levantado. Mientras escuchaba la noticia aparecían en pantalla aquellas toscas marionetas. Eché de menos en ellas la genialidad de aquellos bustos de Daumier a los que me habían recordado lejanamente pues, en su aspecto escultórico, los títeres me parecieron un típico ejemplo de desinterés formal disfrazado de expresionismo.
Ese contraste me sugirió algunas comparaciones que sirvieron como nexo entre ambas historias y que dieron lugar a este artículo en el que, una vez más, actualidad y escultura se entremezclan.
Unas marionetas, estéticamente no muy afortunadas, lanzando “goras” a ETA ante niños de seis años no son, a priori, nada que provoque a nadie una buena primera impresión, y ese fue el estado de opinión generado al minuto por el griterío en que, como aquellos parroquianos entusiastas de las películas de Joselito, prorrumpió el nutrido grupo de hinchas que rodean al poder bajo la bandera del periodismo.
La similitud con la Francia que reprimió a Daumier surge aquí del modo más chusco. Es fácil imaginar que muchos franceses debieron aplaudir el encarcelamiento del artista. Sus carencias de información a buen seguro jugaron en contra aquel felón que osaba insultar a su rey, mostrándole como un simple devorador de la hacienda pública.
Pues bien, en nuestra sobreinformada España, el griterío de ciertos medios ha logrado ese mismo efecto en todos aquellos que les siguen de un modo acrítico. La verdad ha sido rodeada sin disimulo alguno para convertir un tosco espectáculo de guiñol y cachiporra en una cuestión de estado haciendo cierto el viejo aforismo aquél de “que la verdad no te estropee un buen titular” .El paralelismo se da en el hecho de que la gente, alguna gente, siguiendo a esos medios, consigue el dudoso privilegio de disfrutar de un nivel de desinformación similar al de un ciudadano francés de principios del XIX. En realidad cierto periodismo, como el poder que lo sustenta, no busca otra cosa.

También podemos hallar otro notorio contraste en lo que al uso de la verdad se refiere. Podríamos afirmar, cargados de positivismo histórico, que al pobre Daumier le cayeron seis meses de cárcel mientras que en nuestra avanzada actualidad los titiriteros han pasado sólo cinco días. La monarquía francesa castigaba con gran rigor cualquier desmán mientras nuestra democracia, heredera además de una “dictablanda” que dirán algunos, parece ser más benévola. Sin embargo hay un sonrojante detalle que conviene no pasar por alto en esta cuestión: Daumier es castigado injustamente por algo que él ha hecho muy a conciencia. El castigo es injusto pero el “delito” es verdadero. Los titiriteros reciben un trato más blando y acorde a nuestros tiempos pero nuestro moderno estado les castiga basándose en la mentira. Se les encarcela por algo que no han hecho.
Por otra parte observamos en los medios cómo el griterío se confabula en la mentira y repite que los malvados titiriteros hicieron apología y enaltecimiento del terrorismo sin que nadie se pare en esta vorágine ni siquiera a revisar la función pues, de hacerlo, sería demasiado difícil mantener la falacia.
El contraste en este caso reside en el hecho de que, mientras la injusta represión que sufre Daumier persigue acallarle, la que sufren los titiriteros persigue ante todo el ruído. Paradójicamente, el poder amplifica un inexistente mensaje de apología en su contra valiéndose para ello de un discutido juez proveniente de la policía franquista y toda su habitual cohorte de pregoneros. El castigo indiscriminado es utilizado como arma política para extender el miedo al cambio y a la posibilidad de un poder alternativo en esta eterna campaña electoral en que vivimos inmersos. Daumier fue el objetivo central de su inmerecido maritirio pero los titiriteros no han sido más que la carne del cañón con que se dispara contra el cambio, que es el principal objetivo del ataque.
Así pues, y llevando un poco el ascua a nuestra sardina, podremos decir que en algunas ocasiones la escultura, incluso más allá de su calidad estética, puede concitar evidencias, puede pulsar la tecla que despierte al dragón y lo muestre en toda su vileza ante nuestros asombrados ojos. Unas poco afortunadas esculturas de papel maché han desencadenado toda una exhibición de arbitraria autoridad en pleno siglo XXI que nos tendría que llevar a una reflexión y unas, como mínimo, inquietantes conclusiones acerca del estado que rige nuestras vidas.
Al menos, en cuanto pase todo, los titiriteros habrán aumentado su caché y tendrán una bonita historia que contar a sus libertarios nietos. Para nosotros queda el desasosiego de la inocencia perdida, la evidencia del lado oscuro y de la falsedad del relato en que crecimos.
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