El califa al-Mahdi murió asesinado cuando los beréberes más amenazaban. Pero Córdoba les cerró sus puertas al advertir que dirigíanse resueltos a tomarla y a entronizar a su califa de paja Suleymán al-Mustaĩn; al mostrárseles esquiva la capital, arrasaron Medina Zahãra, degollaron a sus moradores, destrozaron las fuentes de mármoles y pórfidos, las linternas de alabastro, vertieron el mercurio de la gran venera de mármol del Palacio, cazaron los animales exóticos de sus jardines, arrancaron las gemas que tachonaban los capiteles y cometieron atroces desmanes. Luego, en la ciudad palaciega establecieron su cuartel general.
Los cordobeses se aprestaron a sufrir despiadado asedio, porque de ellos sólo daño podían esperar. Horas después cerraban el cerco por tierra y río rodeando la ciudad. Transcurría el mes de diciembre de 1010.
Debido a tanta guerra y al asedio tan porfiado, originose gran carestía en la capital; los víveres no podían adquirirse con dineros y las gentes se valían del trueque: igual obtenían dos alcachofas por una sortija con un incomparable rubí que entregaban sus ajorcas de oro a cambio de unos sorbos de leche aguada. Después, el trueque ya solo hacíase de alimentos por alimentos, y la mayoría nada poseía que poder cambiar. Los cordobeses empezaban a morir de hambre; primero, a centenares, luego, por miles. Quien poseía jardín sembraba hortalizas, pero luego habían de impedir el robo de la siembra, y no se andaban con bromas; las ballestas disparaban a matar porque había gente desesperada que saltaba las tapias.
Las provincias se hallaban empobrecidas y los campos desiertos y exhaustos. ¿Cómo habían llegado a tal situación cuando en los últimos años al-Ándalus alcanzó su máximo esplendor? Nunca hubo más comercio de sedas y metales preciosos que en los siete años que precedieron a aquel desastre[1].
Nadie creía que la calamidad pudiera alcanzar mayores cotas, pero andaban errados porque lo malo aún puede ir a peor. Discurría la primavera del año 1011 y el quinto mes de asedio, abril, que se presentaba demasiado lluvioso. Al principio los cordobeses acogieron las lluvias con enorme júbilo, pues venían a aliviar la escasez que provocaron los beréberes al cortar los encañados de plomo procedentes de la sierra y al envenenar el río.
Vieron complacidos cómo rebosaban los aljibes y cisternas de la ciudad. Pero continuó lloviendo con persistencia y desmesura, día tras día con todas sus noches, con vientos huracanados y tormentas. Los habitantes comenzaron a inquietarse, a mirar con zozobra al río al ver que ascendía el nivel del caudal hasta extremos alarmantes, amenazando con desbordarse.
Una madrugada en que pocos cordobeses dormían, levantose una terrible tempestad de impetuosos vientos; el río aparecía horrendo y espumoso a la fugitiva luz de los relámpagos, que intimidaban con pavorosos truenos. Las aguas corrieron bravías por las calles tras rebasar los inútiles estorbos que los vecinos habían alineado en las orillas. Muchos fueron los muertos y más aún los desaparecidos, de quienes, arrastrados por las aguas desmandadas, nada más se supo.
Echó a perder el lodo buena parte de las escasas vituallas que en la ciudad quedaban, anegando de légamos la alhóndiga y los zocos. Las turbulentas aguas arrasaron cuanto hallaron a su paso. Cuando tres días después se retiraron, la gran urbe era un lodazal en el que las inmundicias y las ratas de las desbordadas alcantarillas habíanse enseñoreado de las calles y los bajos de viviendas y negocios. Parte de la muralla se derrumbó, cegando el foso, y perdiéronse unas dos mil casas[2].
Decretó Allãh que Córdoba apurase la amarga copa de su desventura hasta las heces y, cuando llegaron los calores del estío, fue asolada por implacable pestilencia; sus moradores morían a millares. La peste se cebó, viéndose agravada por el decaimiento que tantas privaciones originaban en la salud de los desdichados, y no respetó edades ni condición.
Entretanto, los feroces beréberes no cejaban en su empeño, haciendo el cerco cada vez más insufrible. Procuraron cegar el foso para lograr alcanzar la muralla, pero entonces salían las tropas califales en algarada, trabándose sangrientas escaramuzas y dejando el campo sembrado de cadáveres de ambos bandos.
Pasaron los meses, las penurias crecían, las muertes por hambre y peste no cesaban, y los asediados viéronse forzados a comer animales muertos descompuestos, perros, ratas y otras inmundicias. En las cárceles la situación aún fue más extrema y diéronse casos de canibalismo, pues los penados llegaron a comerse los cuerpos de sus compañeros muertos por hambre o peste[3].
Muchos ciudadanos, sometidos a tanta situación límite, desmandaron sus costumbres. El continuo riesgo de las vidas sumió a muchos en vicios y aberraciones antes inimaginables, mientras, por otro lado, sucedían al mismo tiempo admirables casos de abnegación y heroísmo. Los alfaquíes criticaban en las mezquitas la impiedad y frivolidad de las gentes, sin olvidar los vicios de los gobernantes, en los que hallaban harta materia.
La desesperación proporcionó a los cordobeses fuerzas sobrehumanas. Después de tres años de asedio y penalidades sin cuento que hicieron vomitar a los poetas sus más lastimeros versos, el temido final llegó. La ciudad era tan fuerte que no había sido posible entrarla por violencia, pero podría lograrse por traición. Con lo que se llevaba sufrido, vino a resultar que el cerco había sido solo el huracán, y como es el nuncio de la tronada aún faltaba por acontecer lo peor. En una hermosa jornada primaveral, un oficial de la guardia urbana salió furtivamente de la castigada ciudad, acercose a las líneas beréberes y dijo a un xeque zirí: — La guerra es puro ardid: si no puedes vencer, engaña.
Por varios miles de dinares prestose a abrirles las puertas la primera noche que le correspondiera el mando de las guardias. Un día aciago de mayo de 1013 esperaron la tercera vela de la noche con gran secreto para que en la ciudad no adivinasen su intención, y aquel vendido dejó francas las puertas del puente. Solapadamente hollaron los berberiscos las nobles piedras de la capital con el execrable designio de no perdonar vida a ninguno de sus moradores. Córdoba hubo de pagar su testaruda esquivez con ríos de sangre.
Ciegos de rencor, los beréberes entraron en la ciudad como hambrientos lobos en redil de tímidas ovejas. Y como la defensa previa hubiese sido tan obstinada, vengáronse feroces y pasaron a cuchillo a cuantos hallaban al paso, cumpliendo así su previa amenaza: — «¡¡No habrá sangre bastante en Córdoba para nuestro desquite!!»
Y corrieron torrentes de sangre en las calles. La matanza fue espantosa en aquel día de horror; la ciudad fue dada a saco, y la soldadesca vencedora robó, violó y mató hasta colmar su codicia insaciable y su inhumana crueldad. El aborrecido ejército bereber, que desde dos siglos atrás venía siendo el brazo armado de Córdoba y de al-Ándalus, volviose contra sus defendidos.
Pelearon los cordobeses como leones acosados; muchos fueron empujados hasta el río a punta de lanza y, con horrible violencia, los obligaron a entrar en el agua, pereciendo allí a lanzadas o ahogados. La población sacó fuerzas para defenderse de donde no las había, desmedrados como se veían tras tres años de asedio y hambruna, y concertábanse entre unos arrabales y otros para hacer caer a los berberiscos en fatales añagazas, guiándolos hacia las celadas que para ellos tenían dispuestas. Pero estos ardides eran seguidos de tan crueles represalias que desistieron de emplearlos.
De nada les servía a los desventurados ciudadanos pedir cuartel; las madres, desesperadas, mostraban sus hijos pequeños al fiero adversario, creyendo con ello moverlos a piedad, y al punto los niños eran degollados ante los incrédulos y espantados ojos maternos. Luego, eran violadas ellas sobre la tierra enfangada de sangre y entre los despojos de sus hijos. Abrían los vientres de las mujeres encinta delante de sus esposos, antes de matarlos.
Del asalto a los harenes de la ciudad lograron tal número de niños, doncellas y viudas que los pusieron en venta como esclavos bajo sus banderas, como si fuese mercado de guerra; los vendían, además, por unas míseras monedas. Desposeídos los vecinos de todos sus enseres y repartido el botín entre la hueste asoladora, la soldadesca bereber hizo luego feria franca de todos aquellos bienes obtenidos y los vendían a sus propios dueños.
Días después de la irrupción de aquellos bárbaros, su califa Suleymán entraba triunfalmente en la ciudad, escoltado por su guardia berberisca, montando un engalanado dromedario y ostentando preciosos vestidos y lucientes armas. Hizo luego venir a su presencia al califa Hixem II y le reprochó con duras palabras:
— ¡¡Felón!! ¿No abdicaste en mi favor y juraste no pretender el trono? ¿Eso vale tu palabra?
— ¡Perdóname! De sobra sabes que no sé negarme cuando me hacen violencia —excusose el infeliz—. Pero abdicaré de nuevo y te nombraré sucesor.
— ¿Crees que será menester? —burlose Suleymán mientras todos los presentes rompían en estruendosas carcajadas.[4]
Desde entonces se perdió el rastro al desventurado califa y nada más se supo de él. Entretanto, Córdoba se desangraba presa de feroz tortura y pavorosos incendios. El padecimiento de los cordobeses fue inenarrable. Tras siete días de matanza, al octavo la ciudad amaneció bajo el silencio lúgubre de los cementerios. El hedor de la podredumbre invadió la ciudad.
No se pudo enterrar un solo muerto en aquellos siete días, pues exterminaban también a quien lo intentaba; las calles desiertas estaban pobladas de cadáveres mutilados, bien por las infames hordas africanas, bien por los perros, gatos y ratas que entre ellos se solazaban.
Los beréberes seguían cometiendo desmanes por doquiera pasaban. Los incendios impedían respirar. Hubo barrios en que no quedó en pie una sola casa y las calles se borraron. Todo era ruina y desolación. Córdoba ya no existía; nadie hubiera podido reconocerla en aquel caos de escombros y sanguinolentos despojos. Entre los muertos hubo eminentes intelectuales: arquitectos, poetas, astrónomos, cronistas… El cadaver del historiador ben al-Faradĩ estuvo siete días en el empedrado, frente a su casa, sin que nadie lo recogiera.
Mediado el verano, después de tres meses de saqueo, el calor sofocante propio de la capital rindió a los brutales berberiscos y dieron por acabados sus desafueros. Llegaba el momento de estimar daños; ardua tarea debió de ser, pues eran incalculables. Habían sido borrados del mapa buena parte de los arrabales. Entonces los invasores desterraron a innumerables cordobeses para confiscar sus bienes. Muchos supervivientes partieron al exilio, como el polígrafo ben Hazm que salió de noche con una carreta, disfrazado de vendedor del Mercado de Libros, logrando así salvar su nutrida biblioteca[5]. Los expoliados vecinos esparciéronse por lejanas tierras, marchando los sinventura sin otra cosa que sus enjutas personas; las familias beréberes al punto ocuparon sus casas. Si a ellos sumamos los exiliados voluntarios y los millares de muertos, Córdoba perdió en tan aciago año entre un tercio y la mitad de su población.
Entre los desterrados se contaban numerosísimos médicos, científicos, poetas, historiadores, filósofos, eruditos y hombres de leyes, aquellos que más molestias podían ocasionar a los bárbaros. Dispersáronse por las demás tierras de al-Ándalus, irradiando el esplendor y los saberes cordobeses por las capitales de los reinos taifas, hasta alcanzar las más remotas. La capital lloraba su perdida magnificencia, la paz y gloria malgastadas.
«Si Hixem II no había sido sino la sombra de un soberano, aun esa sombra le hizo mucha falta a Córdoba y a al-Ándalus. Por eso, durante mucho tiempo y para despecho de Suleymán al-Mustaĩn, los almuédanos siguieron invocando su nombre desde los alminares, que era una evocación de tiempos de paz y gloria» (Crónicas arábigas).
(Cabecera: Vivieda de Yafar – Medina Azahara)
[1] – «El Islam de al-Ándalus«, Miguel Cruz Hernández.
[2] – «‘Historia de los musulmanes de España«, de Reinhart Dozy.
[3] – «Historia de la Dominación de los árabes en España, sacada de varios documentos y memorias arábigas» (recop. y trad. de José Antonio Conde.
[4] – «El Collar de Aljófar«, de Carmen Panadero.
[5] – «Al-Muqtabis» de ben Hayyãn, Levi-Provençal, etc.
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