Cuatro personas, dos mujeres y dos hombres, comparten una pequeña mesa en un entrañable local de mi ciudad.
Beben vino y cenan tapas variadas.
Una de las mujeres está más callada que de costumbre, no ha dormido bien los últimos días, en un par de ocasiones ha estado a punto de llorar pero ha conseguido reprimirlo gracias a su experiencia infantil en tal mecanismo.
La cercanía de sus amigos (uno de los hombres fue su pareja hace algún tiempo) y el vino derriban el muro de contención. Para rematar la velada, un puñado de canciones lacrimógenas aguardan en el disparadero.
Hay en la sala un sugerente juego de luces y éstas golpean a veces con las copas y los cubiertos y los ojos de la gente.
Nerea comienza a llorar con lentitud. Este es el punto exacto en el que a cada cual “se le ve el plumero”.
Enrique logra a duras penas huir entre las piernas de los demás hacia el baño. Es incapaz de soportar, desde la muerte de su padre cuando tenía veinte años, el dolor ajeno.
Carlos le pregunta a Nerea varias veces qué le ocurre sin obtener respuesta. Carlos y Nerea rompieron su relación hace tres años. Él la sigue queriendo.
Lola es una mujer que ha visto algunos árboles pasar. Durante la primera parte de la reunión notó a Nerea rara. Esto le hizo permanecer un poco más distante que de costumbre. Elucubró con los posibles motivos de disgusto de Nerea. Cuando ésta empezó a llorar, Lola sintió otra vez esa sensación de que sus profecías se cumplen. No hace tanto que ella rompió a llorar así en la cena familiar de Nochebuena, cuando les contó a todos que había perdido el hijo que esperaba.
En aquella mesa de aquel local de provincias Nerea sabía de alguna manera que contaba con cuatro amigos. Sin embargo, también intuía que la única que estaba preparada, dispuesta y que sabía cómo empatizar con ella, cómo entender su dolor, era Lola.
Lola no abrió la boca cuando Nerea comenzó a llorar, inclinó la cabeza como un perro busca contacto y apretó con tierna fuerza el brazo de su amiga. Segundos después, Nerea comenzó espontáneamente a contarles lo que ocurría. Lola hacía asentimientos o negativas con la cabeza, respondía frases cortas que reflejaban extrema atención e interés, genuino interés.
Una hora más tarde, para cuando Enrique había conseguido entender lo que le ocurría a Nerea, para cuando Carlos había aceptado que el corazón de la mujer a la que quería descendía veloz en caída libre, Nerea charlaba tranquilamente con sus amigos, más tranquila, más animada.
Su amiga Lola, curtida por el tiempo y algunas heridas aún por cicatrizar, curiosa, generosa, asertiva, capaz de escuchar, prudente, inteligente, creativa, había funcionado a la perfección como catalizador que aumentó la amplitud de miras de su amiga, su abanico de alternativas, aportándole paz y sosiego.
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