En el artículo anterior analicé algunos aspectos temáticos que diferenciaban la lírica arcaica de la poesía posterior, especialmente la medieval, a partir de la antología de Eduardo Gris Romero, Los poemas de amor más antiguos del mundo.
Parecía que la distancia que media entre las sociedades en las que se escribió esa poesía y la nuestra justificaba una diferencia radical, sobre todo en la concepción del poema amoroso. Sin embargo, esta distancia no impide que una lectura atenta permita encontrar otros rasgos que son comunes a la poesía lírica, ya sea porque por su antigüedad representan los primeros testimonios de una misma tradición poética (la sumeria, la egipcia o la hebrea, la griega, pero también la hispánica) o, simplemente, porque la experiencia vital que origina los poemas, la experiencia amorosa, presenta unos rasgos constantes que se mantienen a lo largo de los siglos. Por tanto, estas características comunes a poemas de todas las épocas y culturas parecen constituirse en rasgos esenciales del género.
La oralidad de la poesía
Destacan en estos poemas uno serie de aspectos formales que derivan de su oralidad. Actualmente, la poesía se identifica con el texto escrito: el poema se lee. Sin embargo, en la antigüedad el poema se transmitía de forma oral: o se recitaba (rasgo que alcanzaba también a la poesía narrativa) o se cantaba. Ya comenté que si la poesía se llama lírica es porque se recitaba con acompañamiento de la lira. Este rasgo resulta evidente en algunos poemas y condiciona algunos de sus aspectos formales. Por un lado, las repeticiones, que se presentan como un rasgo estructural que organiza el poema.
¡Que traiga, que traiga,
que traiga nata y mantequilla!
Amada mía,
yo las traeré a tu casa.
¡Que traiga, que traiga
corderos y ovejas!
Amada mía,
yo los traeré a tu casa.
Que traiga, que traiga
cabras y chivos!
Amada mía,
yo los traeré a tu casa.
¡Que los corderos sean
tan hermosos como las ovejas!
Amada mía,
yo los traeré a tu casa
¡Que los chivos sean
tan hermosos como las cabras!
Amada mía, yo los traeré a tu casa. (p. 41-42)
La cita pertenece a un fragmento del ciclo sumerio de Inanna y Dumuzi. También lo encontramos en el Cantar de los cantares, tan próximo a él en muchos aspectos:
Me has robado el corazón,
amada mía, esposa;
me has robado el corazón
con una sola mirada
con una sola cuenta del collar. (p. 180)
En los poemas chinos, los paralelismos constituyen un rasgo estructurador del poema, a pesar de la lejanía cultural, espacial y temporal con los poemas anteriores
Van cayendo las ciruelas
solamente quedan siete.
Tengo muchos pretendientes,
ojalá que salga bien.
Van cayendo las ciruelas,
solamente quedan tres.
Tengo muchos pretendientes,
ojalá que sea ahora.
Van cayendo las ciruelas,
las recojo en una cesta.
Tengo muchos pretendientes,
ojalá se me declaren. (p. 91)
En otras ocasiones, los paralelismos no se construyen sobre repeticiones, sino sobre variaciones de elementos:
Los racimos del pimentero,
lozanos y crecientes,
llenarán una medida. (…)
Los racimos del pimentero,
lozanos y crecientes,
llenarán mis manos… (p. 99)
Estos paralelismos, con repeticiones y con variaciones, son característicos de la poesía lírica medieval, cuya transmisión también se basa en la oralidad:
Levanteme, oh madre,
mañanica frida,
fui a cortar la rosa
la rosa florida.
Malo es de guardar.
Levanteme, oh madre,
mañanica clara,
fui a cortar la rosa,
la rosa granada.
Malo es de guardar.
Las repeticiones destacan especialmente en los estribillos, característicos de la canción:
Si lo dicen, digan
alma mía,
si lo dicen, digan.
Dicen que vos quiero
y por vos me muero;
dicho es verdadero,
alma mía
si lo dicen, digan.
Dentro de este fenómeno, debe considerarse el conocido recurso del leixaprén, originario de la poesía galaicoportuguesa medieval, con sus repeticiones paralelísticas y sus variaciones de rima:
– Ai flores, ai flores do verde pino,
se sabedes novas do meu amigo?
Ai Deus, e u é?
Ai flores, ai flores do verde ramo,
se sabedes novas do meu amado?
Ai Deus, e u é?
El poema basado en repeticiones y paralelismos con variaciones llega hasta nuestros días, con Miguel Hernández, en un conocidísimo poema que lo recoge de la lírica tradicional:
Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes. Tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes. Tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes. Tristes.
La experiencia amorosa
La experiencia amorosa es la protagonista de estos poemas. Sorprende encontrar una serie de motivos comunes a las diferentes tradiciones poéticas. Sin duda alguna, el amanecer es el momento del día que adopta mayor protagonismo, ya sea porque supone el encuentro de los amantes o por el contrario su separación. En el siguiente poema egipcio, una golondrina avisa a los amantes de la llegada del día, que traerá consigo la obligada separación:
La voz de la golondrina dice:
“La tierra se ilumina, ¿dónde estás?”
¡Calla, pájaro, me estás molestando!
Encontré a mi amado en su alcoba
y mi corazón se llenó de alegría.
El uno al otro nos dijimos:
“Nunca me separaré de ti,
mi mano junto a la tuya,
para ir de paseo contigo
por todos los lugares hermosos”.
Para él soy la mejor de entre las bellas
y no es capaz de herir mi corazón.
Esta golondrina, ¿no nos recuerda el canto de la que despierta a Romeo y Julieta? Pero, mientras en el poema egipcio la golondrina despierta a la muchacha con la llegada del día para ir al encuentro del amado, en la tragedia de Shakespeare el canto de la alondra avisa de la llegada del alba y, con ella, la separación de los amantes después de haber pasado juntos la noche. Así lo tradujo Albert Manent en endecasílabos blancos:
Julieta: ¿Te quieres ir? Aún no ha llegado el alba;
la voz del ruiseñor, no de la alondra,
hizo vibrar tu oído temeroso… (…)
Romeo: Fue la alondra, el heraldo de la aurora,
no el ruiseñor. Mira, mi amor, las franjas
luminosas que ciñen a las nubes,
rasgadas allá lejos, hacia Oriente.
Las luces de la noche se apagaron
y el día jubiloso, de puntillas,
se asoma entre la niebla de los montes.
Shakespeare no inventa la escena: la recoge de la tradición anterior. Quizá la encontrara en algún autor culto italiano, pero también se desarrolla en la Península. Una letrilla anónima medieval condensa el mismo motivo:
Ya cantan los gallos,
amor mío, y vete:
cata que amanece.
Vete, alma mía,
más tarde no esperes.
Sin un pájaro que avise de la llegada del día, la separación es también dolorosa para los amantes indios:
Todos dicen que mi amado
corazón duro, se irá con el alba.
¡Alégrate, señora Noche,
para que nunca llegue la mañana!
Resulta asombroso que el poeta del Renacimiento, Gutierre de Cetina, se aproximara mucho a este poema en su deseo por alargar la noche e impedir el canto del gallo que anuncia la llegada del día, para poder seguir junto a su amada y detener el paso del tiempo en la figura del reloj:
Horas alegres que pasáis volando
porque a vueltas del bien mayor mal sienta;
sabrosa noche que en tan dulce afrenta
el triste despedir me vas mostrando;
importuno reloj, que apresurando
tu curso, mi dolor me representa;
estrellas con quien nunca tuve cuenta,
que mi partida vais acelerando;
gallo que mi pesar has denunciado;
lucero que mi luz va obscureciendo;
y tú, mal sosegada y moza aurora;
si en vos cabe dolor de mi cuidado,
id poco a poco el paso deteniendo,
si no puede ser más, siquiera un hora.
En otros casos, el alba no es la separación, sino que supone el encuentro de los amantes, a plena luz del día, en un encuentro gozoso como el que evoca el poema “Al alba venid, buen amigo”, que resulta, además, un claro ejemplo de paralelismo formal.
Sea como sea, se parte del principio de que los amores son secretos y no se comunican. Por eso, la amada, cuando está sola, no sabe qué hacer ni con quien hablar. Su única confidente es su madre, o sus hermanas. En la poesía griega:
Dulce madre, no puedo tejer mi tela:
me domina la pasión por un muchacho
por causa de la esbelta Afrodita.
En un poema indio, la amante confiesa a la madre su dolor ante la ausencia del amado:
El fuego de la separación es soportable
gracias al lazo de la esperanza.
Pero, ¡hay madre!, que mi amado está lejos…
En la poesía mozárabe, la amada se confiesa a la madre, pero también a las hermanas:
El dolor por la ausencia del amado ocupa un espacio recurrente en la geografía amorosa a lo largo de los siglos, sobre todo por la noche, que deja a los amantes sumidos en la más triste de las melancolías, o en un estado insomne, incapaz de conciliar el sueño. En la poesía china
Voy recolectando plantas,
pero no llenan mi cesta.
Suspiro por el amado
y la dejo en el camino…
Oscuro, oscuro y nublado,
brum, brum retumban los truenos.
Me despierto y ya no duermo,
te anhelo, te echo de menos.
En la india, la amada experimenta de forma diversa la ausencia del amado: por un lazo, descansa, pues no ha de buscarlo; por otro, siente la tristeza de la soledad:
Cuando el amado se aleja,
mis ojos alcanzan descanso,
pero mi corazón desbocado
le acompaña a todas partes.
En su ausencia, la mujer siente que el mundo ha dejado de tener sentido y se ha vaciado:
Como una casa sin muebles,
como una cascad sin agua,
como un establo sin vacas:
así está su rostro sin ti.
En la poesía griega, la ausencia produce el insomnio de la amada, la imposibilidad de dormir sola, en un conocido fragmento de Safo:
Se oculta la luna y las Pléyades,
media la noche,
pasa el momento
y yo duermo sola.
En la poesía india, el insomnio de la amada lleva a la imposibilidad de consolarse soñando con el amado:
Felices aquellas
que ven al amado en sueños.
Yo no puedo dormir sin él;
¿cómo voy a soñar?
El insomnio por tu ausencia
le roba el placer de verte en sueños
y sus lágrimas ni siquiera dejan
que se entretenga buscándote.
Encontramos este mismo motivo en el insomnio por la ausencia del amado en la lírica medieval:
Todos duermen, corazón,
todos duermen, y vos no.
El dolor que habéis cobrado
siempre os terná desvelado:
qu’el corazón lastimado
recuérdale [“le despierta”] la pasión.
Quiero dormir y no puedo,
que el amor me quita el sueño.
En algún caso, la amada pasa lo noche en vela esperando al amado, pero este no llega… porque está con otra.
Anoche, amor, os estuve aguardando,
la puerta abierta, candelas quemando;
y vos, buen amor, con otra holgando.
Que mal enojada me tenedes.
Es cierto que se veía el amor como una fuerza gozosa; pero en los poemas en los que el enamoramiento no es recíproco la fuerza destructiva del amor es enorme. Es quizá en la poesía griega donde toma protagonismo esta fuerza destructiva del amor, que pasará posteriormente a los poetas elegíacos latinos (Ovidio y, sobre todo, Prudencio), y de ahí a los trovadores y Petrarca, germen de la lírica del Renacimiento:
Tal ansia de amor me revolvió el corazón
y derramó sobre mis ojos sombra espesa
arrancándome del pecho mis tiernas entrañas.
Estoy, pobre de mí, muerto de amor,
atravesado de dolor terrible hasta los huesos,
por voluntad de los dioses.
La pasión amorosa se convierte en una fuerza irrefrenable:
Otra vez Eros, que afloja los miembros, me sacude
bestia invencible, dulce y amarga.
Pero no es privativa de Grecia. Se encuentra también en la India, que se adelanta a la conocida enfermedad de amor que acuñó Ovidio y que tanta fortuna tuvo en la tradición europea:
¡Oh hermosa mujer!,
el hijo del granjero
está tan demacrado por tu culpa…
En la mujer también deja sus efectos la enfermedad de amor:
Como no halla sitio en tu corazón,
abarrotado de otras mil mujeres,
no hace otra cosa en todo el día
que adelgazar su cuerpo consumido.
Esta enfermedad de amor es la que parece afectar a Calixto en el principio de La Celestina, nada más ser rechazado por Melibea. Al llegar a su casa le dice a su criado Sempronio que quiere encerrarse en su habitación a oscuras:
Calixto: Cierra la ventana y deja la tiniebla acompañar al triste, y al desdichado la ceguera. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡Oh bienaventurada muerte aquella que deseada a los afligidos viene! ¡Oh si vinieses ahora, Crato y Galieno médicos, notaríais mi mal!
El paso más extremo de la enfermedad del amor, dejándose arrastrar por su fatalidad, será el suicidio, como el que, según la tradición, realizó Safo:
Saltando otra vez de la roca de Léucade,
me hundo en las olas grises,
borracho de amor.
La descripción de la amada
La belleza de la amada es uno de los tópicos más recurrentes de la poesía amorosa., La característica que más se destaca de la amada es su cabello, símbolo erótico por excelencia. Así le dice Damuzi a Inanna:
Deja que suelte tus cabellos
sobre el sagrado y suntuoso lecho.
En la lírica tradicional medieval, las alusiones al cabello son constantes, como símbolo erótico de virginidad o al menos de juventud de la amada.
Niña de rubios cabellos,
¿quién os trajo a aquestos yermos?
Los cabellos de mi amiga
d’oro son:
para mí, lanzadas son.
A la sombra de mis cabellos
se durmió:
¿si lo recordaré [despertaré] yo?
El encanto del cabello, siempre rubio, entra de lleno en la poesía del renacimiento en el soneto XXIII de Garcilaso, cuando describe la hermosura de la dama:
…en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto…
Destaquemos el principio de este soneto canónico, en el que se destacan los dos colores característicos de la amada: el blanco de su piel (de las azucenas) y sus mejillas sonrosadas.
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto…
Esta combinación de colores pasa a Góngora en un soneto, con la variación del rojo de los claveles, el blanco de los lirios:
Mientras con menosprecio en medio el llano
Mira tu blanca frente al lilio bello;
Mientras a cada labio, por cogello,
Siguen más ojos que al clavel temprano…
De la misma combinación de colores se servirá el mismo Góngora para describir a la ninfa Galatea en el Polifemo:
Purpúreas rosas sobre Galatea
la Alba entre lilios cándidos deshoja: duda el Amor cuál más su color sea, o púrpura nevada, o nieve roja.
Esta combinación de colores (que podemos rastrearla en la literatura medieval) se encuentra ya en el Cantar de los cantares:
Soy una rosa del Sharón,
un lirio de los valles.
No solo encontramos las cualidades cromáticas de la amada en la lírica arcaica: también nos traen ejemplos de su descripción completa, en lo que la tradición retórica ha dado en llamar descriptio puellae, es decir, descripción de la muchacha. Esta sigue un orden bien establecido que suele ir de arriba a abajo, empezando por los cabellos, sigue la frente, cejas, ojos y nariz, boca (con atención especial a los dientes), rostro, cuello, hombros, brazos y manos, para acabar con una visión general de la amada. En el Renacimiento y en el Barroco el tópico hizo fortuna y son innumerables los sonetos que desarrollan el motivo, por lo que no citaré ninguno, porque reservo el espacio para tres poemas de diferente origen que ya lo desarrollan en mayor o menor extensión, empezando por la poesía egipcia, que presenta una de las mejores descripciones de la amada:
Miradla, como estrella que se eleva
anunciando un año próspero.
radiante, preciosa, piel clara,
ojos seductores cuando mira,
dulces labios cuando habla,
sin una palabra de más.
Cuello esbelto, blanco pecho,
pelo puro lapislázuli,
brazos más bellos que el oro,
dedos cual brotes de loto,
nalgas llenas, cintura estrecha,
muslos que pasean tales bellezas.
Con paso delicado pisa el suelo…
Más breve es la descripción de la amada china, que parece seguir el mismo desarrollo, aunque con un orden muy distinto y con imágenes sorprendentes para la mirada occidental, pero acertadas por su expresividad:
Sus manos como hierba suave,
su piel como la manteca,
su cuello como una oruga,
sus dientes como pipas de melón,
su frente como de cigarra,
sus cejas de mariposa,
su sonrisa encarnada y seductora,
marcado el blanco y negro de sus ojos.
En el Cantar de los cantares se vuelve otra vez al orden canónico: tras la visión general, se la describe de arriba a abajo:
¡Qué hermosa eres, mi amada,
qué hermosa!
Tus ojos son dos palomas
escondidas tras el velo;
tu cabello, manada de cabras
que bajan del monte Galaad;
tus dientes, rebaño de ovejas
que suben del baño esquiladas,
todas con crías gemelas,
ninguna de ellas estéril;
tus labios, cinta escarlata,
y tus palabras, seductoras;
tus mejillas, mitades de granada
escondidas tras el velo;
tu cuello, la Torre de David,
firmemente edificada (…).
tus pechos, dos cervatillos
gemelos de gacela
que pastan entre lirios.
Vale la pena reparar en la presencia del cromatismo ya visto: las mejillas granadas, los pechos, cervatillos que pastan entre lirios. Para los tiempos actuales, dejemos aquí constancia del motivo contrario, la descriptio pueri, la del amante que se encuentra en el mismo poema hebreo pero que no llegó a la difusión del mismo motivo femenino. En él sigue presente el cromatismo del blanco (alabastro, marfil) frente al rojo de las amapolas.
Mi amado es radiante y sonrosado,
único entre diez mil.
Su cabeza es oro puro;
sus cabellos, racimos de dátiles,
negros como el cuervo;
sus ojos, como palomas
junto al cauce de las aguas (…)
sus mejillas, campo de bálsamo,
colinas de perfume;
sus labios, amapolas,
gotean mirra fluida;
sus brazos, cilindros de oro,
adornados de topacio;
su vientre, marfil pulido (…);
sus piernas, columnas de alabastro
sobre basas de oro puro…
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