A propósito de Los poemas de amor más antiguos del mundo, de Eduardo Gris Romero Pre-textos, 2022.
La lectura de esta excelente antología resulta interesantísima porque nos ofrece una selección de poemas amorosos de tradiciones culturales muy alejadas a la nuestra: Mesopotamia, Egipto, China, India. Otros, en cambio conforman la base de nuestra tradición cultural, como Israel y Grecia (sobre todo Safo, la poetisa de Lesbos).
Todos estos poemas presentan varios elementos en común. En primer lugar, el tema, ya indicado en el título: la antología solo recoge poemas amorosos. En segundo lugar, la mayoría de los poemas son anónimos. Hasta que llegan los poemas de Grecia. “La gran novedad –indica Gris Romero- de la lírica griega arcaica con respecto a la anterior poesía oriental es la irrupción de la personalidad del poeta”.
Resulta curioso, incluso paradójico, que uno de los primeros poetas de los que tenemos constancia sea una mujer, sobre todo si consideramos cómo ha evolucionado la poesía (y la literatura y el Arte en general), donde la mujer ha sido una rara excepción. El Cantar de los cantares, parcialmente incluido en la colección, no está firmado: simplemente la tradición ha supuesto un autor, el rey Salomón, que los datos objetivos aportados por la crítica moderna han empezado a desmentir: está escrito en un hebreo que es muy posterior al que hablaba el sabio rey.
Lo que destaca en la mayoría de estos poemas es en una concepción del poema amoroso como materia estética muy distinto del que ha venido cultivando la tradición posterior. Desde Petrarca, con claros antecedentes en los elegíacos latinos (Catulo, Ovidio, Propercio) y la poesía trovadoresca, estamos acostumbrados a que la poesía amorosa sea un canto puesto en boca de un (no una) enamorado que, además de cantar sus sentimientos hacia la amada, con ciertos momentos de felicidad y desbordante pasión amorosas, utiliza el poema para expresar sus sentimientos atormentados porque su amor no se ve correspondido. El poema amoroso es, por tanto, desesperación y tormento amoroso porque, por diferentes causas (muerte, rechazo de la amada, etc.), no puede materializarse el amor que siente el yo poético.
Es cierto que muchos poemas de la antología expresan tristeza por la separación de los amantes, o por la soledad en la noche, pero destaca en la selección un sentimiento diametralmente opuesto. En algunos de estos poemas, la amada se entrega no solo con total pasión al enamorado, sino deseando encontrar el máximo placer sexual, tanto para él como para ella, cosa todavía más sorprendente en nuestra tradición occidental:
Tú me has cautivado, libremente iré hacia ti:
novio mío, quiero escapar contigo a la cama. (…)
Novio mío, te haré cosas deliciosas;
dulce tesoro mío, miel te llevaré.
En la alcoba, empapada de miel,
gocemos de tu dulce encanto. (…)
Darte placer… Yo sé cómo darte placer:
novio mío… Yo sé cómo darte placer:
novio mío, duerme en mi casa hasta el alba. (…)
Ya que me amas, amado mío
¡ojalá me hicieras cosas deliciosas!
En la poesía egipcia encontramos también el protagonismo del yo femenino. A diferencia de la tradición posterior, es una mujer que quiere gozar de su amor, se siente feliz en él y realizada, a la vez que desea disfrutar del placer amoroso, que se expresa mediante la metáfora del canal que abre la mano del amado:
Hay aquí flores de artemisa:
me siento ensalzada ante ellas.
Soy tu amada, tu elegida,
tuya como este trozo de tierra
en el que he plantado flores
y toda clase de hierbas aromáticas.
Placentero en ella es el canal
que tú abriste con tu mano
mientras nos refrescaba el viento del norte,
un lugar delicioso para pasear
con tu mano sobre la mía.
El encuentro con el amado produce una excitación sexual de la amada, que descubre su cuerpo recién desarrollado: .
Mirad, mis pechos se han puesto firmes,
ha brotado el vello en mi vulva.
Voy al encuentro del amado, ¡alegraos!
Evidentemente, la culminación de este yo femenino consciente y deseoso de su amor gozoso, y que lucha por disfrutar de él, lo encontramos en el Cantar de los cantares, bien conocido entre nosotros por la tradición bíblica, pero, aparte de San Juan de la Cruz y de las traducciones del Renacimiento de Arias Montano y de fray Luis) , ha tenido escasa continuidad en la poesía posterior, acaso por lo sorprendente de su tono amoroso y explícitamente erótico tratándose de un libro bíblico:
Bésame con los besos de tu boca,
porque tu amor es mejor que el vino.
Qué agradable el olor de tu perfume,
perfume que se extiende es tu nombre;
por eso te aman las doncellas.
¡Llévame contigo, corramos!
-el rey me llevó a su alcoba-.
Disfrutemos juntos, gocemos,
celebremos tu amor más que el vino…
La alusión al vino nos indica la relación que hay entre estos poemas de la Antigüedad (que, no hemos de olvidar, compartían un espacio cultural próximo), pues es una imagen que se repite de alguna manera: la perturbación amorosa se compara con los efectos de la cerveza y su alcohol:
Amada mía, tu cebada…
su cerveza es deliciosa,
boca de miel de su madre;
tu malta… su licor es delicioso…
En un poema egipcio:
Mi corazón no se cansa de hacer el amor contigo,
mi pequeño cachorro de chacal;
tu amor es mi cerveza…
No solo coinciden con la imagen de la cerveza (o del vino), que sería un rasgo puntual, aunque revelador. También coinciden en otros elementos. Son poemas dialogados: en los poemas sumerios cantan la diosa sumeria Inanna y el dios-pastor Damuzi, que celebran su unión. Su carácter escénico se pone de manifiesto en algún fragmento:
¡Bailad!, ¡bailad!
¡Alegraos por mi vulva!
¡Bailad!, ¡bailad!
Más tarde le dará placer
le dará placer.
Los poemas egipcios también están compuestos para ser cantados –o recitados- durante la celebración de los banquetes. Qué decir del Cantar de los cantares: compuesto como un diálogo entre los amantes, presenta un evidente carácter escénico que deriva directamente del poema sumerio. Esta condición dialógica llega hasta los líricos griegos, aunque, al no ser poetas amorosos, no se incluyen en la antología.
Este carácter escénico y musical nos indica que el origen de la poesía es el de ser la letra para ser cantada. Si en la actualidad le llamamos poesía lírica (diferenciada de la épica) se debe a que los griegos (y después los romanos) la recitaban acompañados del instrumento musical más común en la época: la lira.
Quizá se trate de un rasgo propio de las líricas antiguas: no nacen para ser leídas, sino para ser escuchadas, ya sea porque se recitan o, sobre todo, porque se cantan. Es este un rasgo común con la poesía medieval, cuando las lenguas románicas estaban en sus inicios: sus primeras manifestaciones líricas nacieron para ser cantadas, no leídas. Este es el caso de la poesía peninsular que ha llegado hasta nosotros, ya sea mozárabe, gallega o castellana. Es más, si se ha conservado esta poesía ha sido, en muchos casos, gracias al poder mnemotécnico de la música. Si fueron valoradas y recogidas en algún momento de su transmisión, especialmente entre los siglos XIV y XVI, fue por el valor de su música.
A menudo, la poesía tenía mucho menos interés para ellos. Lo mismo sucedió con la lírica culta. Ya desde sus primeras manifestaciones, la poesía de los trovadores, que hoy leemos (o, al menos, eso hacen algunos) se escribieron para ser cantadas, y eran los mismos trovadores quienes, junto con la letra, componían la música. El Marqués de Santillana, cuando alaba al poeta valenciano Jordi de Sant Jordi, destaca que “compuso asaz hermosas cosas, las cuales él mismo asonaba, ca fue músico excelente”. No debe extrañarnos que el poema en el siglo XV (hasta Garcilaso) se denomine canción, y el poemario sea un cancionero.
Existen dos grandes diferencias entre la poesía tradicional y la culta. La primera es el autor que, como poeta y músico culto suele dejar constancia de su nombre, por orgullo de autoría, mientras que la poesía tradicional es anónima. La segunda diferencia, enlazando con los poemas antiguos de la antología, radica en el yo poético: frente al yo masculino de la poesía culta, destaca la aparición del yo femenino. Esto sucede tanto en la poesía mozárabe:
como en la galaico portuguesa
También en los villancicos castellanos
Siempre m’habéis querido:
maldita sea si os olvido.
Mi señor, no arréis de nada:
vos a mí tener pagada,
y según vuestra embajada,
habréis mi cuerpo garrido.
Como en el caso de la poesía amorosa arcaica de la antología, encontramos un buen número de poemas de exaltación de la pasión amorosa considerada de forma positiva y no entendidas como un sentimiento arrebatador que es fuente de tormento que solo lleva al sufrimiento.
Este eros positivo y gozoso es extraño en nuestra atormentada lírica amorosa. Por su singularidad, destaca la experiencia amorosa que vive Melibea en La Celestina, mientras espera, de noche a Calisto en su huerto, es decir, su jardín. Siempre se ha destacado la madurez de esta joven amante, transformada por su pasión amorosa gozosamente bien colmada. En este sentido debe leerse el poema que su criada Lucrecia y ella misma cantan mientras esperan la llegada de Calisto:
Alegre es la fuente clara
a quien con gran sed la vea;
mas muy más dulce es la cara
de Calisto a Melibea.
Pues aunque más noche sea,
con su vista gozará.
¡Oh cuando saltar le vea,
qué de abrazos le dará!
Melibea, como Inanna en el poema sumerio, o Sulamita en el Cantar de los cantares, goza de su amante y de su pasión amorosa y sexual. Así lo deja claro en su monólogo del auto XVI:
“¿Quién es el que me ha de quitar mi gloria? ¿Quién el apartarme mis placeres? Calisto es mi ánima, mi vida, mi señor, en quien yo tengo toda mi esperanza (…). Déjenme mis padres gozar de él si ellos quieren gozar de mí. (…) Déjenme gozar mi mocedad alegre…”
Y en auto XIX se hace todavía más explícita la pulsión sexual de este amor. Mientras Lucrecia y Melibea cantan, Calisto las escucha desde lo alto del muro. Cuando lo ven, Lucrecia ayuda a bajar al joven amante, a lo que Melibea, celosa, le recrimina:
“Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Te vuelves loca de placer? Déjamele, no me le despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío, no me ocupes mi placer”
Aunque después Melibea le pide a Calisto que “sus manos se estén quietas” porque van más allá de lo razonable, sucumbe ante la impetuosa actitud de Calisto:
Calisto: Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros.
Melibea: Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visita incomparable regalo.
Lástima que poco después de pronunciar estas palabras, Calisto sufrirá el malhadado accidente al caer del muro que produce su trágica muerte, de modo que todo el gozo celebrativo del amor se reduce, de nuevo, a llanto y sufrimiento.
Modernamente, quizá quepa destacar, con permiso de Pedro Salinas, la obra de Jorge Guillén, que entiende el amor como una experiencia gozosa, como dejó constancia en sus poemarios Repertorio de Junio y Amor a Silvia, incluidos en Homenaje. La relación amorosa se convierte aquí en una intuición del paraíso:
La puerta da, bien cerrada,
A un jardín quizá inmortal.
Pero el amor la entreabre.
¿Inasequible futuro?
Lo entrevemos, lo queremos
Como practicable hondura.
¿Qué nos promete el amor?
Junto al jardín columbrado
No nos engaña diciendo:
Concebid la eternidad.
Podrían multiplicarse los ejemplos en los que el amor es una experiencia gozosa (ni atormentada ni dominada por la nostalgia que conlleva el paso del tiempo). Pero quiero apuntar aquí la obra del valenciano José Iniesta, para quien el amor (cierto: con otro yo masculino), es una experiencia gozosa, como apunta en Una noche contigo, de Llegar a casa:
Qué altura y qué rumor
de río mundo adentro.
Mirar y ser mirado,
nada más,
en esta noche limpia
de todas las estrellas,
y caminar ardiendo
por la vvasta llanura
de amor y gratitud
hasta el final,
contigo,
y no apagarme.
Se ha dicho que la literatura es un retrato de la vida. Es posible, pues en ella se inspira. Pero también se alimenta de la propia literatura a través de la tradición. Por ello vale la pena leer esta antología: para descubrir una tradición diferente de la poesía amorosa que, a pesar de todo, mantiene ciertos puntos de contacto con la poesía posterior. Ni que sea en momentos y obras concretas y aisladas.
Una nueva tradición poética que merece ser recuperada.
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