Cualquier viaje que se precie a la pequeña isla de Malta debe incluir La Valeta dentro de sus planes de visita, es inevitable.
El archipiélago de Malta está formado, además de por la homónima isla principal, por otras dos de nombres Gozo y Comino, esta última prácticamente deshabitada. En total, en todo el conjunto habitan aproximadamente medio millón de almas.
Sin embargo, no he venido a hablarles de las bondades o desgracias de las islas, si no más bien de su capital, La Valeta o Il-Belt Valletta como dicen en maltés. La Valeta fue fundada en 1566 por el Gran Maestre de la Orden de Malta, Jean Parisot de la Valette, cuyo nombre, habéis deducido bien, adoptó. Es la ciudad más importante del país y, sin embargo, también la menos poblada y más al sur de toda la Unión Europea. Y a mi me daba la sensación de estar en una mezcla entre el norte de África y Sicilia. Bastante lógico, por otro lado.
En mis primeros paseos por la coqueta capital me di cuenta de algo, y es el porqué la ciudad tiene el honor de ser patrimonio de la humanidad en su totalidad.
A La Valeta le pasa, salvando las distancias, lo mismo que a otras ciudades del mundo como Venecia, Stone Town —capital de Zanzíbar— o el casco viejo de Dubrovnik, y es que han permanecido prácticamente inalteradas hasta el presente. Caminar por ellas es como un viaje en el tiempo, han sabido mantener esa homogeneidad que les proporciona una personalidad única tan particular y cada vez más escasa.
La Valeta es pétrea, es una ciudad construida siempre de la misma piedra caliza, de grandes y suntuosas rocas y seductores balcones volados que invitan a mirar hacia arriba mientras avanzas.
Es una ciudad muy pequeña, pero en sus cincuenta y cinco hectáreas da cobijo a 300 monumentos históricos, prácticamente no puedes dar un paso sin detenerte a contemplar algo llamativo y destartalado. Su arquitectura es fundamentalmente barroca, caprichosa y a la vez sencilla, cuidadosamente planificada por los Caballeros de San Juan, una orden militar que se empeñó en dejar claro en su ciudad sus dos principales características: la militar y la católica, y ambas se hacen notar en cada rincón de la urbe.
Recorriendo las calles de La Valeta uno se da cuenta de que casi cada esquina posee un altar callejero, una escultura de un santo o alguna imagen mariana en relieve, algunas con sugerentes velas clásicas, otras con las modernas (y horribles) velas led a pilas, que le dan un aire kitsch con más asiduidad de la que nos gustaría, aun así, tiene su encanto caminar a oscuras cerca de Concatedral de San Juan —cuyo interior es mucho más hermoso y relevante— y encontrarnos con las fantasmagóricas apariciones de estas figuras pavorosas.
La capital maltesa es una montaña rusa de subidas y bajadas —dudo que encontremos más de cincuenta metros llanos en toda la ciudad— rodeada de mar, entrando como una lengua dentro del mediterráneo, pero defendiéndose de los indeseados intrusos con sus impresionantes fuertes de alturas no aptas para los que sufren de vértigo. Y en la punta de esa lengua se yergue imponente SanTelmo, escenario de algunos de los más cruentos enfrentamientos contra los turcos en el famoso y brutal asedio de 1565. En la visita, los más cinéfilos —entre los que me incluyo— podrán descubrir la cárcel turca de “El expreso de medianoche”, en un estado bastante ruinoso, todo sea dicho, de paso.
Las bondades de La Valeta son muchas, es una ciudad que es un museo en sí misma y que merece muchísimo la pena visitar al menos una vez en la vida, sin embargo, mientras caminaba por sus empinadas calles me preguntaba de donde salía tantísima gente. Era finales de septiembre, la temporada alta había terminado y pese a que era consciente de que Malta es un destino bastante turístico no me cabía en la cabeza que día tras día, hora tras hora, fuera incluso complicado encontrar un restaurante decente para cenar o comer. ¿Vendrían de la vecina —y horrible— Sliema? Sliema es una suerte de Benidorm justo en frente de La Valeta, con mucha más oferta hotelera, bares, discotecas etc.
La respuesta, sin embargo, no era exactamente esa. Subido en lo alto, desde el mirador de los hermosos jardines de Barrakka —una especie de mirador desde donde se pueden contemplar las vecinas tres ciudades— contemplé aquellos mastodónticos monstruos de metal que flotaban milagrosamente en una de las terminales del puerto. Indagué y puede saber que la ciudad recibe casi un crucero por día repleto con miles de turistas que se desparraman por sus calles ávidos de sus maravillas.
No tengo nada en particular contra los cruceros, pero reconozco que no es el tipo de turismo que me gusta, además de destrozar el medio ambiente y ciertos ecosistemas, apenas deja tiempo para disfrutar de un lugar. Aún así, cada uno disfruta de lo que le gusta.
No me iré sin nombrar, aunque no pertenezca a La Valeta —si no a su vecina Paola— la trémula experiencia de visitar la joya que es el Hipogeo de Hal Saflieni, un templo prehistórico funerario subterráneo, único en su especie, que data del año 4.000 a.C y cuya visita es francamente imprescindible. La entrada es limitada, y en temporada alta hay meses de espera, así que ya sabe, si va a visitar Malta ya puede entrar en su web y reservar cuanto antes o lo lamentará eternamente.
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