(Relato de ficción histórica)
Era el día dos de Ša`ban del año 401 de la Hégira (11 de marzo de 1011 d.C.)
Nací hija póstuma del califa Muhammad ben ̀Abd al-Ŷabbar al-Mahdi, que unos meses antes había muerto a manos del influyente partido de los eslavos, pero, sobre todo, víctima de su gran ceguera y de sus muchos y graves errores, Alá se apiade de él. Cuatro meses antes de mi nacimiento, los temibles beréberes habían saqueado Medina al-Zahãra y puesto a la capital del Califato bajo férreo y despiadado cerco.[1]
Durante largas horas ocultó mi madre, Tamãm, mi inoportuna llegada al mundo, tratando de pasar inadvertida, pues, no solo la ciudad sufría cruel asedio por parte del adversario berberisco, también mi madre hallábase sola y cercada de enemigos en el inmenso Alcázar, ya que eran los asesinos de mi padre quienes disfrutaban del poder. ¿He dicho disfrutaban? Nada de goce había en el hecho de gobernar en aquellos duros tiempos en que Alá pareció olvidarnos; nada de goce y sí mucho de expiación.
Themina, pese a su extrema juventud nuestra más avezada y solícita esclava, la sacó de su ausencia, haciéndole encarar la dura y descarnada realidad:
— Mi señora, tiempo es ya de procurar alzarse sobre la adversidad. Si no por ti, al menos por esta criatura.
— La muerte sería más llevadera que la miseria y la soledad en que nos encontramos —se lamentó mi madre por toda respuesta, aludiendo al abandono en que tenían los nuevos gobernantes al harem de los anteriores califas.
La melancolía nublaba su semblante que, siempre y de su natural, irradiaba mansedumbre. La esclava había trenzado sus guedejas de seda leonada para que la estadía en el lecho no las enredara. El recuerdo que guardo de Tamãm, mi madre, desde mi primer uso de razón, era el de unos ojos grises, inmensos, fulgurantes como luciérnagas sobre una faz de blancura sin mácula ni imperfección alguna; una boca hermosa, pero un punto inexpresiva, un óvalo del rostro que bien lo hubieran podido dibujar los mismos ángeles del Séptimo Cielo, como así el arco de sus cejas y el párpado superior de dulce torneado, azuleando en el extremo de las sienes. Sus manos, de dedos largos y alabastrinos, mostraban tal delicadeza que yo temía que se fueran a quebrar tan solo de acariciarme. Sí; la belleza de Tamãm producía sensación de irrealidad, pero toda ella hallábase imbuida de un ademán de tristeza y lasitud que le procuraba un cierto aire desvalido.
Ante el débil quejido de la recién nacida, Themina volvió a insistir, al tiempo que con un gesto de su mentón señalaba los indicios de leche en la túnica de Tamãm:
— Alá, ensalzado sea, cuida de nosotros, ya que al menos tienes leche. Tendrás que alimentar a tu hija; no hay otro remedio.
Sayyid, el buen eunuco que silencioso y solícito no se apartaba de ellas un instante, miró escandalizado a Themina. ¿Cuándo se había visto a una sultana amamantando? ¡Para eso habían estado siempre las amas de cría!
— ¡No me mires así, alma de cántaro, que bien sé lo que me digo! —exclamó la esclava con resolución—. Los tiempos de las nodrizas quedaron atrás, junto a aquellos dulces días de placidez y opulencia. ¿Acaso no has reparado en que nos tienen asediados? Aún se logra encontrar mercaderías en los zocos, pero esto tiene visos de que se va a alargar mucho y, si así fuere, podemos vernos privados hasta de lo más necesario. Por ello hemos de alegrarnos de que la Gran Señora tenga leche, porque, de este modo, al menos de la niña no habremos de preocuparnos.
Era Themina una esclava de origen cristiano que mi padre había comprado a un judío, experto tratante en el mercado de esclavos de Lucena, el mejor provisto de todo al-Ándalus. Cuando la adquirió, ella contaba poco más de catorce años de su edad y, aunque ahora no alcanzara aún los veinte, habíase convertido en este tiempo en una mujer eficaz y resuelta, que igual solucionaba asistiendo en un parto que amortajando un cadáver. Usualmente mostrábase vivaracha, ocurrente y refranera. Sin ser bella, sus rasgos eran regulares y armoniosos; sus ojos, obscuros y muy redondos, dejaban traslucir tras su cálida y franca mirada una somera chispa de ironía, y la dulzura de su gesto venía a desmentir la autoridad y osadía que pretendía dar a su voz.
Recogía su negro, largo y espeso cabello en el interior de una red tan negra como él, rematada por cofia de volante, que despejaba su tersa frente. La nariz era breve y respingona, la boca pequeña y reidora; mordía con frecuencia su labio inferior, como queriendo hacer ver que a duras penas podía contenerse, que siempre tenía algo que reprimir, ella, que rara vez callaba o reprimía algo. Su figura menuda, pura fibra y nervio, a todo atendía y todo lo abarcaba sin reposo. Llegaría a presidir mi infancia sin tregua ni desmayo.
Como el eunuco la mirara sin salir de su pasmo, prosiguió Themina:
— Y ahora debes salir por calles y zocos. Lleva contigo un carrito de los que hay en las ruzafas reales para usos de jardinería y trae cuantos víveres y existencias logres acaparar. Para ventura nuestra aún sirve la moneda. Abastécete, además, de semillas y plantas de hortalizas, a fin de que podamos sembrar. ¡Ah!, y no olvides los avíos que son menester para una recién nacida.
El infeliz Sayyid la miraba como si le estuviera hablando en rara e ignota lengua.
— ¿Avíos de recién nacida? ¿Qué son? —indagó él con extrañeza.
La esclava lo miró con los brazos en jarras y, al punto, se encrespó haciendo intención de tomar su manto:
— ¿He de ser siempre yo quien procure remedio? Iré, pues. En verdad que nadie te rasca la espalda como tus propias uñas. Pero, entonces, tú habrás de ocuparte en aleccionar a Tamãm sobre cómo se pone a una niña al pecho y se la amamanta.
El eunuco, atónito, recapacitó y al instante determinó hacerse cargo de la primera encomienda y salir a agenciar lo que encontrar pudiera.
Ya se disponía a partir cuando le habló Themina al oído:
— Aprovecha el mandado para averiguar qué nuevas corren por ahí, porque aquí no conocemos más que lo que los nuevos mandamases quieran que conozcamos, Alá los maldiga. Despabila bien ojos y oídos. ¡Que no se te escape ni una hilacha!
Sayyid, el eunuco, descendiente de coptos egipcios, había ya cumplido entonces sus veintiocho años; era alto y fuerte, de piel morena con cierto lustre cetrino, cabello negro, corto y ensortijado, mirada firme y atrayente, boca de marcado dibujo en la que a veces se insinuaba un breve y casi imperceptible gesto de arrogancia. Como su castración se llevara a cabo pasada la pubertad, no mostraba voz, figura ni ademanes afeminados, antes bien, lucía porte muy viril, y quien ignorara su tacha podía tomarlo por hombre cabal. De hecho, mujeres había en el serrallo que ante él se tapaban, por si acaso. Pero no; Sayyid, a sus catorce años bien cumplidos, fue sometido en el puerto de Pechina a una operación de emasculación total. Pese a ello, no devino en persona resentida, como con frecuencia acaece en estos casos, sino que pareció asumir con realismo su situación, aunque tal vez no pudiera hablarse de conformidad. Por lo demás, solo Alá altísimo conoce los entresijos de las almas.
***
Sayyid volvió del zoco con su carrito bien repleto, pero arredrado y presa de atroz alarma. Cuando de nuevo entró en nuestros aposentos, le preguntó Themina:
— ¿Qué? ¿Has sabido bandearte por esos mundos?
— Aciago tiempo este que nos toca vivir —lamentose él con hondo desaliento—. Escaseaban los alimentos frescos, sobre todo los más básicos, y los precios están desatinados. El almotacén ni siquiera vigila ya los costes de los productos, ¿para qué? Es tan poco lo que sale a la venta que para muchas mercaderías la moneda ya no vale y las gentes comienzan a servirse del trueque. Pronto se habrán agotado las provisiones.
— ¡Alá nos ayude! —clamó la esclava.
— He visto arrojar a una pobre anciana contra el empedrado y arrebatarle la cesta con lo poco que había conseguido; también han atravesado ante mis ojos a un padre de muchos hijos, para apropiarse de las viandas que acarreaba —refirió el eunuco.
— Y, entonces, ¿cómo te las has podido arreglar tú solo? —inquirió la esclava.
— Por ventura, antes de salir del Alcázar uní mis fuerzas a las de dos eunucos de otras damas. Esto nos ha valido, ya que en varias ocasiones mi carro ha sido pretendido por merodeadores que desistieron ante las afiladas espadas de mis dos compañeros. Habremos de repartirnos lo obtenido, pero es mejor que nada —aclaró Sayyid.
Reparó entonces la joven esclava en las heridas y golpes que el eunuco traía en cara y manos, y gritó, sobresaltada:
— ¡Bendito sea Alá! ¿Qué te han hecho? ¿Y en qué se ocupaba tu escolta entre tanto?
— En defender la carreta y lo que contenía, y aún faltaban manos. Pero no te inquietes, mujer, que son arañazos de poco alcance. Fuerza es que el que castra la colmena se exponga a los aguijones de las abejas.
- Panadero, Carmen (Autor)
Al punto, acudió solícita Themina con un pequeño pomo y aplicó su contenido sobre los rasguños de Sayyid. Acababa la esclava de curar al eunuco cuando mi pequeña persona lloró. Mi madre continuaba sumida en su amargura y nadie parecía prestarme la atención que me era menester.
— ¡Ramita de mirto, ángel mío, que no nos ha vagado ni pensar en ti! —exclamó Themina, compungida, tomándome en sus brazos y mostrándome a los ojos de Sayyid.
Quienes me rodeaban, entre tantos afanes y cuidados que por esos días padecían, hasta de darme nombre se olvidaron.
— ¡Estrella rutilante! Privada de abuelos y de padre, se ha quedado nuestra desventurada niña sin su fiesta de “buenas fadas”. ¿Cómo piensas llamarla, mi señora? —preguntó el eunuco.
— Tú has sido el primero en nombrarla, Sayyid —afirmó mi madre—. “Estrella rutilante” la has llamado: Sãriq, ese ha de ser su nombre.
Por primera vez Tamãm extendió sus brazos hacia mí, y Themina con delicadeza me depositó en su regazo. Más tarde, Sayyid me refirió que mi madre me contempló con sonrisa tierna, y sus hermosos ojos sacudieron la melancolía que últimamente los anegaba, dilató las pupilas como si al punto me descubriera y sus brazos por primera vez fueron cuna y abrigo para mí.
***
Finalmente, los beréberes lograron entrar en Córdoba con ayuda de un traidor, que les abrió las puertas. Irrumpieron arrasando la ciudad y asesinando a buena parte de sus moradores. Mi madre y yo, junto con la esclava y el eunuco, logramos ponernos a salvo justo a tiempo, huyendo por los pasadizos subterráneos instantes antes de que entraran a saco en el Alcázar; en el harem la mayor parte de las mujeres fueron violadas y asesinadas. Nosotros cuatro nos acogimos a la mansión de unos parientes, con quienes vivimos dos años, hasta que la situación se calmó y pudimos tornar al palacio.
Con gran sorpresa vieron Tamãm, Sayyid y Themina que ahora eran bien acogidos, que aquel trato desabrido que les dedicaran tras la muerte de al-Mahdi ya se había desvanecido; los despiadados atropellos que en el gineceo habíanse vivido templaron los antiguos odios y, pese a que se dijera que mi padre había sido malo, con la llegada de los beréberes se probó una vez más que al malo siempre puede sucederle uno que lo haga bueno. En el harem, aunque ya se respiraba paz y aromaban sus tradicionales perfumes en los pebeteros, conmovía aún el silencio del abogue y la cítara.
En la primavera de 1018 en que yo cumplía siete años, reinando Alí ben Hammud por los beréberes, se originó en la vida del Alcázar gran alteración por la venida de las mujeres, hijos y gran número de parientes del nuevo califa. Mandó desalojar el ala oriental del gineceo para ocuparla con su harem, y quienes allí antes habitábamos con desahogo, trasladadas al ala occidental, nos vimos forzadas a compartir muy limitado espacio y en la mayor angostura. Pero un día en que el califa hammudí tomaba un baño en su hammam, fue ahogado por sus propios esclavos[2]. Había reinado un año y nueve meses. Digno de ver era el entusiasmo apenas contenido de las mujeres y eunucos del harem omeya, en el ala occidental, que contrastaba con el dolor y la ira reinantes en el harem hammudí del ala oriental. Veleidad de la inconstante fortuna. Nuestro eunuco lo celebró, exultante; tomó en sus brazos a Themina y entre grandes risas la hizo girar, lo que provocó en la esclava gran turbación.
Pocos días después de aquellos sucesos, salía yo al anochecer hacia el jardín cuando oí una voz que decía, alterada:
— ¡No me es menester permiso de nadie para ir al zoco, para ver a mis amigas o para platicar con los artesanos y mercaderes! ¿Te enteras? Esclava soy, aunque únicamente de Tamãm. Por lo demás, soy adulta y carezco de esposo. No tienes, pues, derecho a pedirme explicaciones.
Era Themina, que tan desencajada iba que cruzose conmigo sin percatarse. ¿A quién se dirigía con tan sentidas palabras y que pudiera tener sobre ella valimiento tal como para desasosegarla de ese modo? Crucé la puerta por donde la esclava acababa de entrar, y ni un alma había en las proximidades; solo al final de la galería porticada vislumbré, entre los floridos maceteros, las recias espaldas de nuestro eunuco Sayyid, que se encaminaba a su aposento.
¿Podía ser el eunuco causa del malestar de Themina? ¿Por qué, si siempre se habían dejado ver bien avenidos y hasta amigables? Verdad es que la esclava siempre había pecado de ser algo mandona, pero a quienes bien la conocíamos nos constaba que toda la fuerza íbasele por la boca y que era de tierno corazón. El temple de Sayyid, por otra parte, le había ayudado a bandearse en su trato con Themina y en toda ocasión se mostraba como su camarada y el que con mayor regocijo celebraba sus dichos y ocurrencias.
Absorta iba yo por el jardín cavilando sobre el enojo de Themina, cuando me di de bruces con un muchacho que no pertenecía a nuestro harem. De un brinco me protegí tras los rosales. Una hermosa luna llena daba de plano sobre su rostro adolescente.
— ¡¿Qué haces aquí?! —pregunté, algo asustada—. Tú no perteneces a este harem y, además, eres grande para estar en él. ¡Si te acercas, gritaré!
— ¡Chiissst! Baja la voz, que no voy a hacerte daño —rogó el niño hammudí.
— ¿Cómo osas aventurarte de noche en esta parte del serrallo? Lo tuyo es procurarte problemas, ¿verdad? —le reproché.
— Atiende… Todo tiene explicación —trató de aplacarme, conciliador, haciendo ademán con las manos de que bajara más la voz—. Hay un hombre en vuestro harem.
— ¡Claro que sí! ¡Tú! —le respondí, airada.
— ¿Quieres escucharme? —exclamó a punto de perder la paciencia—. Se hallaba allí, junto al jazmín, sentado en el banco con una esclava.
— Creo que has visto a nuestros esclavos Themina y Sayyid. Pero Sayyid es eunuco. Acabo de cruzarme con ellos al pasar por ahí, y nadie más había —le aclaré.
— ¿Eunuco…? No es el proceder de un eunuco el que yo he entrevisto desde el seto —insistió sin advertir que mi enojo crecía por momentos.
— ¿Qué insinúas de Sayyid? Themina ha pasado mal día; debía de estarla consolando. Son casi como parientes.
— ¿Si? Pues la consolaba como consuelan los hombres.
— ¡Tú qué sabrás! No vuelvas a porfiar en esto. En vez de curiosear en vidas ajenas, que «más inútil es que candil al sol»[3], más valdría que recordaras a tu padre que los cordobeses no le han de perdonar que deje morir de hambre a las princesas omeyas —me hacía eco de lo que había oído murmurar a los mayores—. ¿Ignora el califa, acaso, que en esta parte del harem real venimos padeciendo hasta necesidad? Si quiere ganarse al pueblo, que no olvide este harem.
Le di la espalda y corrí hacia la galería. Cuando me supe a resguardo de su mirada, rompí en acongojados sollozos. Había pretendido hacerme desconfiar de la lealtad de Sayyid hacia mi madre, hacia mí y hacia el harem en pleno. Había tratado de sembrar sospechas en mí hacia el eunuco que había sido para mi persona el padre que no conocí. Poco a poco me fui serenando y regresé a nuestros aposentos.
No quise hablar de este asunto ante Themina y aguardé a que se retirase. Luego, a solas con Tamãm indagué, simulando una más de las pláticas entre madre e hija.
— Madre, ¿verdad que Sayyid no parece un eunuco como los demás? —pregunté inocentemente.
— Puede acaecer que, como tú lo quieres, no lo ves como a los demás eunucos, aunque, créeme, lo es —aseguró Tamãm, mirándome sorprendida.
— Pero yo he advertido que a veces hay mujeres que se cubren ante él; aquí mismo, en nuestro harem —declaré.
— Hija, hay eunucos que pueden no parecerlo; sucede cuando han sido castrados después de la pubertad. En los primeros días de nuestra vida en este Alcázar, cuando tú aún no habías nacido, vinieron a nosotros algunas de las grandes señoras del gineceo, para hacernos saber los recelos que Sayyid despertaba entre buena parte de la población femenina con la que convivíamos. Tu padre, Alá lo tenga en el Paraíso, aseguró, incluso jurando por el Único, que lo adquirió como eunuco y pagó el alto precio que como tal le exigían. Mostró para convencerlas los documentos de su compra con los sellos requeridos y la firma del médico que lo garantizaba. Mas, como se percatara mi esposo de que no había logrado disipar sus dudas, sugirió que, para tranquilidad de las damas, Sayyid se sometiera a un nuevo examen, realizado por un médico elegido por ellas y que les mereciera total confianza. Así se hizo, y acabaron las suspicacias. Se demostró que Sayyid está castrado. Totalmente, hija. ¿Por qué me has preguntado? ¿Acaso tú también te sientes incómoda ante él?
— ¡No, madre, no! Nunca me sentiré así ante Sayyid; aunque no fuera eunuco. Él me cuida como a su niña.
Un día gélido de finales del invierno siguiente, me quedé dormida después de la cena en un diván cercano a la bienhechora lumbre de la chimenea. Cuando Tamãm y Themina lo advirtieron, recurrieron a Sayyid para que me llevara hasta el lecho, ya que a mis diez años era el único con fuerzas bastantes para cargar con mi peso. Él me depositó con gran cuidado sobre la cama y me abrigó con paternal solicitud. Salieron luego sin percatarse de que, al cambiarme, me había acabado por despertar.
— Aprovecharé que está aquí Sayyid y que la princesa duerme para hablaros —oí decir a mi madre al otro lado de la puerta.
Percibí el silencio expectante del eunuco y la esclava; luego, el ruido de las sillas arrastradas hasta el calor del hogar.
— ¡Sentaos! Sabéis que esta mañana he recibido la visita de algunas damas del harem —prosiguió Tamãm—. Insinúan que entre vosotros puede existir una relación nada conveniente. Aseguran que se os ha visto en actitudes inaceptables entre un eunuco y una esclava del serrallo. No es que yo me escandalice hasta el punto que lo hacen estas mojigatas, pero, creedme, hubiera preferido saberlo por vosotros y no por bocas extrañas, tal vez malintencionadas.
Hízose una densa pausa.
— Mi señora, cierto es que amo a Themina como varón desde hace muchos años —comenzó a explicarse Sayyid con voz serena—. A fe mía que nunca dejé de ser un hombre, solo me arrebataron la posibilidad de hacer uso externo de mi naturaleza. No puedo culminar mi amor en lo físico, pero nada hay que me impida sentirlo. Logré mantener mi pasión oculta durante largos años, sabedor de que solo sinsabores podrían acarrearle a ella mis sentimientos y de que lo mejor que podía hacer por mi amada era permanecer alejado de su corazón. Impuse férreo mandato sobre mi afición, sobre mis ojos, sobre mis manos, sobre mi verbo, sobre mi boca, y me obligué, en ejercicios que no debía descuidar ni un solo día, a aceptar mi condición y a negarme el derecho que otros hombres tienen a soñar. Alá, bendito sea, a quien nada se le oculta, sabe que no fue fácil, pero fue llevadero mientras no supe que ella también me amaba. El día que intuí esto, mi señora —arduo debe de ser de entender por personas que carecen de una tacha como la mía— sentí la mayor de las dichas, unida al más acerbo dolor. Yo no escogí el defecto y la merma para mi vida, me fue impuesto. Themina sí ha elegido aferrarse a la renuncia y a la resignación. Gloria al Todopoderoso, que cuando quiere una cosa solo ha de decir: — “¡Sea!” —, y es.
Permanecieron callados unos instantes; luego oí la voz de mi madre, aunque no me llegaban todas sus palabras porque debía de estar más alejada de mi puerta. Alcancé a oír algo sobre un “amor truncado”, o algo así. Y luego escuché la voz de Themina con total claridad:
— “Amor cojo”… eso he acertado yo a oír al cruzar la puerta del Alcázar camino del zoco en hablillas de los soldados de la guardia. Como no son eunucos hicieron insinuaciones indecentes. Fingí no haber oído. ¡Amor cojo! ¡Como si no hubiera harto número de amores algo cojos! Nuestros pechos rebosan sentimientos y, sin embargo, hemos de carecer de unión física; pero ¿y los que pueden copularse, pero no se aman, no cojean acaso? ¿Y no actúa de este modo la mayoría de los desposados? ¿No casan los padres a sus hijos con quien les conviene y sin que entre ellos medie el amor? ¿No son amores cojos esos o tal vez ni siquiera son amores?
— Debiste poner los ojos en un hombre cabal —opinó Sayyid con inmensa pesadumbre.
— ¡No digas eso, por Alá! ¡Eres el hombre más digno de ser amado que conozco! —exclamó Themina con pasión, y yo, desde mi lecho y en silencio, le di la razón; prosiguió luego la esclava—: Me siento orgullosa cuando salgo contigo por las calles. Eres un hombre hermoso, Sayyid, fuerte y atrayente. Cuando vamos juntos por el mercado o por cualquiera otro lugar donde nadie nos conoce, he captado la mirada de envidia de otras mujeres por tu causa.
— ¡Malhaya mi enemiga fortuna! ¿Y de qué puede servir ser espada mellada en vaina acicalada? —se lamentó él, abatido.
— ¡No hables así, me duele! —reprendió Themina, llorando.
Imaginé que mi madre no habría podido contener las lágrimas, porque yo en la intimidad de mi lecho lloraba calladamente.
— Y lo peor es que —continuó la esclava—, como él cree que no puedo estar satisfecha, desconfía de mí. Cada día que pasa está más receloso y llega a afearme por todo lo que no he cometido.
— No reprendas a un amigo por un simple fallo, que la luna que brilla en la noche también mengua —le rogó él con voz cariñosa.
— ¿Qué podemos hacer? —preguntó Themina a mi madre, esperanzada.
— Confiar en que Alá no desampare a los suyos. No todo ha de ser fatalidad en sus eternos decretos —manifestó Tamãm, tratando de insuflarles algo de aliento—. Ojalá, al igual que yo, os hubieran oído hablar esos malsines, porque solo las palabras que salen del corazón van derechas al corazón ajeno.
Una tarde sofocante y borrascosa de finales del mes de junio, Themina irrumpió en nuestros aposentos, jadeante y descompuesta, y cerró tras de sí dando un portazo. Mi madre y yo la miramos, atónitas; traía el rostro bañado en llanto y respiraba con enorme agitación. Saltó Tamãm de su asiento y salió a su encuentro con presteza y solicitud.
— ¡Themina! ¡No me asustes! ¿Qué te sucede? —indagó mi madre con gran alarma.
— ¡Los mal nacidos, que han resuelto arruinar su vida y, de paso, la mía! —gritó, llorando tanto que arduo era lograr entenderla.
Le acercó Tamãm un vaso de fresca agua de limón, la hizo sentar y le habló con mesuradas y afectuosas palabras. Cuando la vio algo más sosegada, insistió:
— ¿Qué acaece, Themina?
— Los soldados que hacen las guardias en las puertas del Alcázar, sobre todo un tal Ahmed, martirizan a Sayyid un día y otro. Siempre andan haciéndole agravio y dándole a entender que se ofrecen generosamente a llegar por él a donde él no alcance a llegar. Y, pese a ser eunuco, es demasiado hombre para tolerar tanta afrenta sin darle cabal respuesta. ¡Temo que hasta pueda matar a alguno de ellos!
— No dramatices, mujer. Sayyid siempre ha mostrado gran dominio de sí mismo —trató de aplacar mi madre.
— Pero ahora… es diferente —aseguró ella, al tiempo que enjugaba su llanto—. Este Ahmed, que bien probado tiene ser vil chusma, Alá lo maldiga, ha llegado al extremo de insinuar que yo busco en él lo que Sayyid no me puede ofrecer. Hoy, regresábamos del zoco con nuestras mercaderías cuando el malsín le ha mascullado al pasar: — “Para mi ventura eres eunuco, Alá es grande, porque en una vaina no caben dos espadas” —. Sayyid, fuera de sí, se abalanzó sobre el infame, dispuesto a matar o morir. Mis lágrimas y las palabras certeras de un arrayaz de la guardia lograron que guardara la almarada, cuya punta ya arañaba la garganta del maldito. A Ahmed le ha caído una semana de arresto. Pero, por desdicha, el mal está hecho. Mi amado, humillado y resentido, se perdió como un loco en lo más fragoso del parque y no logré alcanzarlo. No quiere verme ni oírme. Creo que ya me odia tanto como a ese canalla.
— ¡No digas desatinos! Sayyid está dolido, pero es persona sensata. Se siente ofendido porque te han injuriado a ti, sin embargo, segura estoy de que él sabe que todo eso son trápalas y comentos —la consolaba Tamãm acariciándole las manos.
Aproveché que ambas andaban enfrascadas para correr a los jardines, dispuesta a encontrar a mi eunuco costara lo que costara. El bochorno que habíamos soportado a lo largo de la jornada quería romper al fin en tormenta. Vientos huracanados alzaban el albero en remolinos de polvo; hojas y pajas danzaban en juguetones torbellinos mientras densas nubes negras encapotaban el cielo sobre las cimas de los cipreses, y en ráfagas traía el viento aromas de tierras mojadas. Me dirigí a lo más espeso del parque, por donde Themina lo vio transponer. Debía de haberse procurado el rincón más recatado para llorar su humillación.
Después de larga rebusca, al fin lo hallé dentro de un macizo de adelfas, hecho un ovillo y gimiendo con inmenso desconsuelo. Penetré entre los arbustos y me senté en tierra, a su lado. Guardé silencio y lo dejé llorar, limitándome a tomar su mano diestra entre las mías. No sé cuanto tiempo permanecimos allí, pero fue mucho. Enormes goterones comenzaron a caer sobre nosotros, aunque él no parecía percatarse. La lluvia se vertió al fin, torrencial, sobre Córdoba y sacó lustre a las empolvadas hojas de las adelfas que nos circundaban. Aquellas aguas parecieron serle propicias, pues, finalmente, alzó los ojos y me miró. Vi un poso de dolor muy hondo en ellos, y lo abracé.
— Te enfriarás —dijo, lacónico.
Sin premura alguna fuimos retornando hacia el serrallo, al tiempo que cabellos y vestidos se embebían. Un trueno fragoroso me estremeció cuando ya alcanzábamos la galería porticada.
Aquella noche, la pertinaz tormenta me despertó varias veces, arredrada por truenos y relámpagos. Mas, como suele suceder tras la tempestad, amaneció un día esplendoroso, de aire transparente y limpios aromas. Cuando Themina descorrió las cortinas de mi aposento y la luz inundó la estancia, advertí que las profundas ojeras de la esclava pregonaban lo poco que había logrado dormir aquella noche. Me desperecé y le referí mis terrores nocturnos a causa del temporal y los malos sueños.
— Sí; te creo —afirmó—. Al parecer, todos hemos pasado mala noche. En mi caso, a todo eso hay que agregar que tengo mucha pena que rumiar. Como también ha debido de sucederle a Sayyid; con toda certeza que no habrá conseguido conciliar el sueño hasta llegado el día. Ahora iré a llamar a su puerta.
Trencé mi cabello con esmero y ultimaba ya mi aseo y atavío cuando un grito pavoroso sobrecogió a los moradores del harem. Era Themina que, tras golpear la puerta del aposento de Sayyid, extrañada por su tardanza, abrió y se topó con el cuerpo yerto del eunuco, que pendía de una viga de la estancia.
Llegado aquel día en que decretó Alá el descanso de su angustia, en aquel punto alzose un doloroso lamento en el sector occidental del serrallo. Gran conmoción vino a alterar la rutinaria vida del gineceo. Después de su entierro en el Maçborat de Umm Salãma, oí que Tamãm, que ni un instante se apartaba de Themina, apostillaba sobre algo que dijo la esclava:
— Razón tienes, siempre fue muy hombre. Tanto que, como es común en todos ellos, erró al identificar amor y posesión.
En cuanto a mí, me sentí huérfana y aún le lloro. Era digno de mejor fortuna que la que tenía escrita en la indeleble tabla de los hados.
[1] – Ver «El Collar de Aljófar«, novela histórica de Carmen Panadero.
[2] – «El Collar de Aljófar«, novela histórica de Carmen Panadero.
[3] – Refrán andalusí.
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