JUAN DE ARGUIJO: POESÍA Y PINTURA EN LA SEVILLA DEL SIGLO DE ORO
Recientemente, la Consejería de cultura de la Junta de Andalucía ha restaurado las pinturas de la casa de Juan Arguijo.
Se trata de una serie de lienzos que componen un conjunto de carácter mitológico con un plan iconográfico alegórico que diseñaron su propietario y Francisco de Medina, el humanista que tanto influyó en la vida cultural sevillana de finales del siglo XVI.
La Biblioteca de la Universidad de Sevilla se ha añadido a este hecho con una exposición virtual dedicada a la figura del poeta y el ambiente cultural sevillano en el que vivió.
Juan de Arguijo, mecenas generoso y destacado poeta, ha atraído más como personaje histórico que por su obra literaria. Y no es de extrañar: su biografía encierra en sí misma una historia sorprendente en la que se aúnan éxito y fracaso, así como un motivo muy característico del Siglo de Oro: los vaivenes de la Fortuna. Sin duda alguna, se trata de un personaje novelesco, no exento de cierto encanto decadente.
Arguijo nació en Sevilla en 1567. La suya era una de las familias más ricas de España. La fortuna no les había llegado por herencia, ni por acumulación de títulos nobiliarios, sino por algo que pronto cayó en desprestigio en España: a través del comercio con América. Gaspar de Arguijo, su padre, fue un hombre de fuerte carácter que comerció con todo lo que tuvo a su alcance, incluyendo esclavos, negocio que resultó extremadamente lucrativo, hasta lograr un fortísimo poder económico.
La educación de nuestro poeta debió ser esmerada, como le correspondía a alguien de su posición social. Es casi seguro que se educó en el colegio de los jesuitas que había junto a la casa familiar de los Arguijo. Ya hemos hablado en otro lugar de la educación de los jesuitas, sus características y su alcance social Ello explica la vinculación que tuvo con la Compañía en diferentes ocasiones.
A los 17 se casó con Sebastiana Pérez de Guzmán, la hija del socio de su padre, lo que nos da claras pistas de que se trataba más de un matrimonio de conveniencia que buscaba consolidar la empresa familiar que sellar una relación amorosa. Sin embargo, el mundo de los negocios no llegó a interesarle nunca al joven heredero. De las pocas referencias a sus circunstancias personales que se encuentran en su obra poética, se deduce su total desinterés por los negocios, vistos como algo negativo, una actividad “que la quietud y la verdad destierra” (soneto LXVI).
En 1590 Arguijo fue nombrado veinticuatro, es decir, regidor del ayuntamiento de Sevilla. El nombre deriva del número de regidores, que eran, como es lógico suponer, 24. La veinticuatría había sido comprada por su padre dos años antes, y muestra el interés de la familia por alcanzar la notoriedad y estatus social que le proporcionaba el poder económico. Se pone aquí de manifiesto el carácter paterno, ambicioso, que se sirve de su hijo para lograr sus propios fines.
Sin embargo, no iban por ahí los intereses de nuestro poeta, centrado exclusivamente en la creación literaria y el arte. Ese mismo año, o quizá en 1591, se estrena La tragedia de san Hermenegildo, una obra encargada por la Compañía de Jesús en la que se narra la vida y el martirio del santo. La obra fue escrita por tres autores, y fue Arguijo uno de ellos. Probablemente, los jesuitas devolvían así la protección económica que había propiciado la familia.
En 1594 muere Gaspar de Arguijo. Pero Juan no parece atender lo más mínimo los negocios que ha heredado tanto de su padre, como de su suegro, Esteban Pérez.
En estos años, Arguijo frecuenta los círculos culturales sevillanos, y se convierte en un activo participante, un poeta más entre los “cisnes de Betis”, como eran conocidos. Frecuentó la amistad de Fernando de Herrera —quien llegó a vivir durante cierto tiempo en casa de nuestro poeta— , así como la de Francisco de Medina, las dos figuras más importantes del mundo cultural sevillano. Su posición económica le permitió convertirse en el más importante mecenas de la ciudad. Lo vio pronto Lope de Vega, quien le dedicó varias de sus obras.
El conjunto que forman las pinturas de la casa familiar se realizó en este momento de máximo esplendor de su fortuna, hacia principios del siglo XVII. De temática mitológica, los lienzos muestran a diferentes personajes (Júpiter, Apolo, etc.) con sus atributos característicos, de los que debe desprenderse cierta enseñanza moral. No son imágenes al azar, sino que siguen un plan estructural.
Empezadas en 1600, el proyecto no llegó a concluirse: en 1606 Juan de Arguijo estaba completamente arruinado, y tuvo que vender su casa para hacer frente a las numerosas deudas que había contraído. En poco tiempo había dilapidado una de las máximas fortunas de España, probablemente como mecenas de poetas (Lope, Herrera, etc.), así como con gastos exagerados, como el fastuoso recibimiento que preparó y costeó para la Marquesa de Denia, en 1599, en la finca de Tablantes, propiedad del poeta. La marquesa era la mujer del Duque de Lerma, valido de Felipe III, y Arguijo quiso impresionarla con unos festejos cuyo valor superó los 20.000 ducados. Para hacernos una idea de lo que suponía esta cantidad, diremos que “un médico ganaba 300 ducados, mientras que un barbero 20.000 maravedís, que equivalen a 53 ducados. En el mercado un buey se podía comprar por unos 15 ducados, una ternera por 5 ducados y un puerco por 4 ducados”[1]. Arguijo, pues, se gastó una enorme fortuna con la simple intención de agasajar a la marquesa.
Entre estos gastos desmedidos, y los negocios muy mal atendidos, si es que no completamente olvidados, Arguijo se vio acorralado por las deudas y los acreedores. En 1606 tras venderse su casa, y se refugió en el convento de los jesuitas en Sevilla, a los que tanto había favorecido durante años
Acuciado por las deudas, y probablemente, sumido en una fuerte depresión, estuvo escondido por los jesuitas durante varios años. Por un lado, su mujer, Sebastiana consiguió conservar algunas de sus propiedades, y preservar parte de las propiedades que eran de su padre, Esteban Pérez. Por otro lado, empieza un encierro que durará varios años. En 1610, Arguijo presenta como anónima en las fiestas de canonización de Ignacio de Loyola una canción dedicada al santo.
No será hasta 1616 que vuelva a participar en la vida pública sevillana. Sin embargo, ya nada será como antes. Lo que publica es prosa: en 1617 ve la luz una Relación de las fiestas de toros y juegos de cañas con libreas; en 1619 compila unos sencillos Cuentos muy mal escritos que notó don Juan de Arguijo, y que han llegado de forma manuscrita. No se sabe que escribiese nada de poesía. Claro que, por esas fechas, la poesía había sido barrida por el vendaval gongorino, y la que se hacía era de signo muy diferente.
Arguijo volvió a participar en la vida cultural sevillana. Lope le dedicó una de sus comedias, La buena guarda, cuando la publicó en 1621. También mantuvo su actividad como veinticuatro en el Ayuntamiento. Murió el 7 de agosto de 1622.
La poesía de Arguijo
Su poesía es breve: tan solo 66 o 67 sonetos (según la edición moderna) y algunas otras composiciones más extensas (cuatro canciones, tres silva, alguna epístola…[2]) de temática muy diferente. Aparte, la Tragedia de san Hermenegildo.
La parte esencial de la obra, por calidad y por cantidad, son los sonetos, que nos han llegado básicamente a través de un solo manuscrito: los Versos, de 1612, que reunió el propio Arguijo en las fechas en las que estaba recluido en la casa profesa de los jesuitas. Se los mandó al maestro Francisco de Medina, para someterlos a su opinión. Para nuestra suerte, se conservan, además, las notas que sobre los poemas escribió el propio humanista.
Sorprenden varias cosas de este conjunto de poemas.
En primer lugar, el predominio casi exclusivo del soneto. Lo habitual en la época era seguir el principio de variedad estilística, que favorecía el uso de diferentes estrofas. Así, Fernando de Herrera, el poeta más importante de los círculos culturales sevillanos, publicó las obras de Garcilaso agrupándolas por estrofas y géneros poéticos: sonetos, canciones, tercetos encadenados, endecasílabos blancos, y las églogas, con diferentes combinaciones métricas. Esta clasificación, además, es la que suelen adoptar los editores modernos. El mismo Herrera en su obra escribió en estas estrofas, e incluso en otras, como la sextina.
Sin embargo, en Arguijo encontramos un uso casi exclusivo del soneto. Este hecho se puede atribuir a varias causas. En primer lugar, su raíz clásica: el soneto en el Siglo de Oro se consideraba la estrofa y el género equivalente al epigrama latino. Y la vinculación de Arguijo con el mundo clásico es un elemento esencial tanto en su poesía como probablemente en su persona. En segundo lugar, debió de tener muy en cuenta la opinión de Herrera, el crítico literario más importante del momento. Define el soneto como una estrofa “tan extendida y capaz de todo argumento que recoge en sí todo lo que pueden abrazar estas partes de poesía”.
- Arguijo, Juan de (Autor)
Se insiste en que una estrofa cerrada y tan bien definida como el soneto (ABBA:ABBA en los cuartetos, y algunas pequeñas variaciones en los tercetos, CDE:CDE, o bien CDC:CDC, etc.) resulta extremadamente difícil, por el virtuosismo que debe mostrar el poeta, ya que “en ningún otro género se requiere más pureza y cuidado de lengua, más templanza y decoro, donde es grande culpa cualquier error pequeño.” Es una muestra de cómo el clasicismo se muestra a gusto encerrado en las líneas de las formas. El mismo Herrera destaca que el soneto está “encerrado en un perpetuo y pequeño espacio”, una paradoja en la que los límites de la forma encierran una infinitud de posibilidades expresivas.
El segundo aspecto de su obra que ha llamado la atención de la crítica es la práctica ausencia del tono personal, propio de la poesía lírica de todos los tiempos. No es un a poesía de confesión íntima, como pueda ser la de Garcilaso, o la de Herrera, según se ha dicho siempre. En Arguijo, apenas aparece la primera persona, podría decirse. No hay, desde luego, petrarquismo al uso, ni los sonetos componen una historia amorosa, como era habitual en la época. La poesía de Arguijo se centra casi exclusivamente en motivos mitológicos. A partir de un motivo mitológico, que toma de Ovidio, de Virgilio o de otros poetas de la latinidad, desarrolla un tema, y lo interpreta en sí mismo, no como término de comparación de sus sentimientos.
Por ejemplo, el soneto dedicado a Faetón, el hijo de Apolo que quiso conducir el carro del sol e, inexperto, fue incapaz de gobernar a los briosos caballos, de manera que se despeñó sobre el río Erídano y murió.
Pudo quitarte el nuevo atrevimiento,
bello hijo del Sol, la dulce vida;
la memoria no pudo, qu’extendida
dejó la fama de tan alto intento.
Glorioso aunque infelice pensamiento
desculpó la carrera mal regida
y del paterno carro la caída
subió tu nombre a más ilustre asiento.
En tal demanda al mundo aseguraste
que de Apolo eras hijo, pues pudist
alcanzar dél la empresa a que aspiraste.
Término ponga a su lamento triste
Climente, si la gloria ganaste
excede al bien que por osar perdiste.
El poema no necesita narrar el suceso, muy conocido en la época. Lo importante es la interpretación que hace del mito: la osadía de realizar un acto sublime y, aunque posee un fin trágico, el protagonista ha gozado con esa experiencia única. Por ello, no procede el lamento de Climene, madre de Faetón, por su muerte, sino solo hay que alegrarse por lo que ha conseguido. Pero no es cierto que de este poema no se deduzca una expresión personal, un sentir subjetivo propio de la lírica: a nadie se le escapa la posible interpretación psicoanalítica que encierra el soneto, en lo que se refiere a la relación con un padre extremadamente poderoso (Apolo/Gaspar Aguijo), al que el protagonista quiere alcanzar, así como el dolor de la madre por la pérdida del hijo.
Un segundo soneto acaba por mostrar la manera de escribir de Arguijo, que no es tan impersonal. El poema se pone en boca de Zeus/Júpiter, que habla con Ganimedes, un bellísimo pastor del que se enamoró el dios. Cuando lo vio cuidando de un rebaño, junto a Troya, le envió un águila para que lo transportase hasta el Olimpo, y gozar así de su presencia y de su amor.
No temas, oh bellísimo troyano,
viendo que arrebatado en nuevo vuelo
con corvas uñas te levanta al cielo
la feroz ave por el aire vano.
¿Nunca has oído el nombre soberano
del alto Olimpo? ¿La piedad y el celo
de Júpiter, que da la pluvia al suelo
y arma con rayos la tonante mano,
a cuyas sacras aras humillado
gruesos toros ofrece el Teucro en Ida,
implorando remedio a sus querellas?
El mismo soy. No al’águila eres dado
en despojo; mi amor te trae. Olvida
tu amada Troya y sube a las estrellas.
El poema juega con varias alusiones mitológicas que lo hacen algo oscuro al lector contemporáneo: las referencias a los atributos de quien habla (la lluvia, los rayos, los sacrificios de toros o hecatombe), y que lo identifica como Júpiter. El objetivo de estas paráfrasis es mostrar quién está hablando y hacer explícito el ofrecimiento de elevar al joven a lo más sublime, las estrellas, que identifican al Olimpo, y así olvidar la realidad (Troya), inmediata.
Un poema con una fuerte carga esteticista, sin duda alguna, en la que se presenta la oposición entre realidad inmediata, de escaso valor, frente a la elevación estética, en este caso, a través del amor. Y no lo olvidemos: un amor homosexual, abiertamente declarado, en el que el lector puede suponerlo todo sobre el significado profundo del poema y sobre su autor.
- Alés Sancristóbal, Andrés (Autor)
Porque la referencia a Ganimedes no es gratuita. Y menos en Arguijo. Tampoco nuestra interpretación es arbitraria, como se demuestra en la insistencia de motivos en su autor, que se repiten en las pinturas con las que Arguijo decoró el salón de su casa: Faetón y Ganimedes.
Para la compresión cabal de estas pinturas, más allá del simple conjunto de figuras mitológicas, sino como un conjunto alegórico, el crítico de arte americano, Jonathan Brown[3] ha destacado la importancia que tuvo una obra concreta, publicada en los años de formación de Arguijo, y que debió impresionarle de forma profunda: la Philosophía secreta de Juan Pérez de Moya, de 1585.
Por un lado, es un excelente compendio de mitología: en él se explica el relato de unos doscientos mitos. Pero ya en el primer capítulo se indica claramente que se ha de trascender el significado literal, “para que debajo de una honesta recreación de apacibles cuentos, dichos con alguna semejanza de verdad, inducir a los lectores a muchas veces leer y saber su escondida moralidad y provechosa doctrina”.
Es así como debe comprenderse su poesía, hermanada con la pintura, y con su mismo objetivo: la presentación de motivos mitológicos compone una alegoría que permite diferentes niveles de lectura, desde los más genéricos hasta los más particulares, incluso más íntimos. Volver una y otra vez a los sonetos para deducir su verdadero significado, como puede volverse tantas veces a admirar las imágenes mitológicas decorativas. Los mitos hablan de los hombres; los poemas, aparentemente fríos e impersonales, lo hacen de sus autores.
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