Las nueve musas
Barroco

El Barroco y la duda: Calderón y Descartes

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El Barroco es uno de los momentos más complejos por los que ha atravesado Europa.

Acostumbrados a identificarlo con un estilo recargado, es en realidad mucho más: es una cultura en sí misma, como los describió José Antonio Maravall. Una de sus características fundamentales es que se construye sobre un momento de crisis porque se descubre que la realidad, ya sea desde el punto de vista individual, político, social o filosófico, es diferente a cómo se había imaginado: el mundo se presenta como una serie de apariencias en las que no todo es real.

La cultura del Barroco (Ariel Letras)
  • Maravall, José Antonio (Autor)

Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que después construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz para comenzar de nuevo…

Así empieza la primera de las Meditaciones metafísicas del filósofo francés  René Descartes, escritas en latín poco antes de 1630, aunque publicadas en 1641.

Es curioso como el Barroco, uno de los momentos más fascinantes de Europa, contiene a la vez altas dosis de intransigencia religiosa, con la Iglesia y la Inquisición como su brazo prácticamente armado en el que se sustenta su pensamiento dogmático que se opone al conocimiento científico de la realidad (como demostrará el juicio contra Galileo Galilei), mientras que, por otro lado va abriéndose camino el pensamiento racionalista, aunque ajeno al conocimiento empírico, que intenta despejar las dudas para alcanzar o conocer la auténtica realidad.

Evidentemente, como era lógico suponer, entre los dos polos nace el escepticismo, que arraiga de una forma tan profunda, y que lleva al individuo a dudar incluso de lo que ve. Quizá uno de los primeros en mostrar esta duda sea Cervantes a través de la imaginación enfebrecida de su don Quijote: mientras este ve gigantes, Sancho (y el narrador, no lo olvidemos), nos advierte de que se trata de simples molinos. Pero el engaño va mucho más allá en esta novela, pues participan en él todos los personajes: Sancho convence a su señor de que una simple aldeana es Dulcinea. Cuando el hidalgo se da cuenta de quién es y de que va subida a lomos de un simple burro, su criado/escudero intenta convencerlo de que no es cierto lo que ve, y el propio don Quijote comprende que lo que perecibe es obra de encantamiento del “maligno encantador [que] me persigue y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre”.  En el palacio de los Duques se suceden los engaños de todo tipo, desde Clavileño hasta la Ínsula Barataria del buen escudero, en los que todos colaboran.

Estos engaños, que en la novela se presentan como momentos de graciosa comicidad, nos llevan a comprender la importancia del juego de apariencias, que se pone al descubierto. Lo mismo le sucede al otro gran loco de este siglo XVII recién estrenado, Hamlet, que sabe que ha visto al fantasma de su padre; no así la reina, a la que le resulta imposible verlo:

Hamlet: ¿Es que allí no veis nada?

Reina: No, nada en absoluto, y sin embargo

                todo lo que hay lo veo.

Hamlet: ¿Ni habéis oído nada?

Reina:                                                   Solamente a nosotros.

Hamlet: Ah, mirad hacia allá: ved cómo se escabulle.

                Mi padre con sus ropas, tal como fue en su vida,

                mirad cómo ahora mismo sale por el cancel.

La acotación nos advierte: “Sale el Espectro”, lo cual nos indica que probablemente la aparición se ha producido. Gracias a la escena anterior, en la que se aparece a otros personajes, sabemos que no se trata de una visión producida por la subjetividad / locura del pobre príncipe de Dinamarca. En el Quijote, es el narrador quien pone las cosas en su sitio (a pesar de la relatividad en la que puede llegar a estar el historiador arábigo, Cide Hamete Benengeli, supuesto narrador de la historia).

Se llega pronto a comprender que la vida es un juego de apariencias en donde lo que se ve no siempre es real. Este es el caso del conocido soneto de Bartolomé Leonardo de Argensola. Es un poema que sigue un tono entre epigramático y satírico, en el sentido de la satura clásica, es decir, de crítica social más que de ironía y burla. El yo poético empieza advirtiendo a un tal don Juan, a quien se dirige el poema, sobre la falsedad de la belleza de su amada:

Yo os quiero confesar, don Juan, primero,

que aquel blanco y color de doña Elvira

no tiene de ella más, si bien se mira,

que el haberle costado su dinero.

                Pero tras eso confesaros quiero

que es tanta la beldad de su mentira,

que en vano a competir con ella aspira

belleza igual de rostro verdadero.

Tras la advertencia de la falsedad de la belleza, el poema reflexiona sobre la Naturaleza: en ella, el engaño es una constante:

Mas ¿qué mucho que yo perdido ande

por un engaño tal, pues que sabemos

que nos engaña así Naturaleza?

Este engaño radica en los sentidos: todo lo que vemos es falso.

Porque ese cielo azul que todos vemos,

ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande

que no sea verdad tanta belleza!

No se trata solo del engaño que produce la belleza artificial, probablemente resultado de una buena dosis de cosmética. Quevedo, el gran moralista, también meditó sobre los engaños de la apariencia. En el soneto titulado explícitamente “Desengaño de la exterior apariencia con el examen interior y verdadero” contrasta la visión externa con lo que hay de realidad en el interior:

¿Miras este Gigante corpulento

Que con soberbia y gravedad camina?

Pues por de dentro es trapos y fajina,

Y un ganapán le sirve de cimiento.

La reflexión final va dirigida a los tiranos, es decir, los gobernantes (o políticos, tomen nota) abusivos:

Tales son las grandezas aparentes

De la vana ilusión de los Tiranos,

Fantásticas escorias eminentes.

Este sentimiento de descubrir las apariencias nace del contraste entre el esplendor que se ve y la realidad a la que está el hombre abocado: la muerte:

¿Veslos arder en púrpura, y sus manos

En diamantes y piedras diferentes?

Pues asco dentro son, tierra y gusanos.

La oposición entre “diamantes y piedras” y “tierra y gusanos” muestra las dos caras del individuo arrastrado por el tiempo: desde el poder hasta la muerte. Es el tiempo el que plantea la mayor angustia al hombre del Barroco. No solo porque lleva hacia la decrepitud o hacia la muerte (“hoy pasa, y es, y fue con movimiento / que ha la muerte me lleva despeñado”, según Quevedo), sino porque más allá de que las apariencias engañen, el tiempo todo lo modifica el tiempo.  Así, el mundo que ha conocido el individuo cambia con el tiempo, hasta convertirse en otra cosa, de manera que nada hay constante y, por tanto, no existe nada seguro ni estable. Es el tópico del panta rei de Heráclito. Quizá de todos los poemas sobre la inestabilidad, sea el de Gabriel Bocángel el que mejor supo expresarlo. Empieza el soneto exponiendo la esencia de la vida, que es pura transitoriedad:

Huye del Sol, el Sol, y se deshace

la vida a manos de la propia vida,

del tiempo, que a sus partos homicida,

en mies de siglos las edades pace.

   Nace la vida, y con la vida nace

del cadáver la fábrica temida.

¿Qué teme, pues, el hombre en la partida,

si vivo estriba en lo que muerto yace?

En los tercetos aparece el recuerdo de Quevedo: lo característico del hombre (que es pasado, presente y futuro) radica en el  movimiento.

   Lo que pasó ya falta; lo futuro

aun no se vive; lo que está presente,

no está, porque es su esencia el movimiento.

Nace entonces una de las metáforas más hermosas en las que define la inestabilidad de la vida del ser humano: la república de viento en la que se desarrolla la vida en constante evolución del ser humano.

   Lo que se ignora es sólo lo seguro,

este mundo, república de viento,

que tiene por Monarca un accidente.

Quizá sea esta le esencia fundamental del drama: mientras el individuo necesita asirse a algo seguro, la vida fluye en la evolución. De ahí el sentimiento de crisis que nace cuando no se ha comprendido este hecho. Por otro lado, se crea la conciencia de que somos incapaces de comprender el mundo en el que vivimos, pues no se adecua a nuestro pensamiento. Es entonces cuando aparece la idea de la falsedad del mundo, y de que lo vivido es como un sueño (para el hombre contemporáneo se va más allá: es una pesadilla).

Calderón expresa como nadie el motivo del sueño. No solo en La vida es sueño. También en otros lugares. Por ejemplo, en la comedia En esta vida todo es verdad y todo mentira, en el que encontramos el siguiente diálogo:

Heraclio: ¿Si he visto lo que he soñado?

Leonido: ¿Si he soñado lo que he visto?

Por eso, ya señaló Maravall que para el hombre del Barroco el mundo se muestra en apariencias que a menudo son engañosas, de donde nacen los dos motivos fundamentales: el mundo como teatro (El gran teatro del mundo, auto del mismo Calderón), es decir, como engaño, y el mundo como sueño.



Aquí, todo el protagonismo se lo llevan Segismundo y su monólogo. Contextualicemos la escena de La vida es sueño. Segismundo ha sido recluido desde su infancia en una torre porque los astros predijeron que sería un feroz tirano, un terrible monarca para su reino. Para evitarlo, lo han encerrado en una torre sin contacto con ninguna otra persona, aparte del carcelero. Apiadado, el rey decide concederle una última oportunidad a su hijo Segismundo: lo libera para ponerlo a prueba. Pero en la corte su comportamiento brutal hace que se decida devolverlo a la prisión de la torre con un bebedizo que lo deja medio narcotizado. Al despertar, lo convencen de que el poco tiempo que ha vivido en la corte no ha sido más que un sueño.

Es aquí donde se produce la mejor de las formulaciones del motivo de la vida entendida como sueño: el hombre no es, sino que sueña lo que es:

Sueña el rey que es rey, y vive

con este engaño mandando […].

Sueña el rico en su riqueza,

que más cuidados le ofrece;

sueña el pobre que padece

su miseria y su pobreza;

sueña el que a medrar empieza,

sueña el que afana y pretende,

sueña el que agravia y ofende,

y en el mundo, en conclusión,

todos sueñan lo que son,

aunque ninguno lo entiende.

Lo más asombroso (quizá lo más curioso, pues no sé cuál es la explicación) es la proximidad (en algún caso casi textual) entre este monólogo de Segismundo y el posterior en la jornada III (v. 2307 y ss.) con la primera de las Meditaciones metafísicas de Descartes con que abría este artículo.

Segismundo despierta en la torre al pasarse los efectos del narcótico que ha bebido y, al creer que todo lo que ha vivido aquel día en la corte ha sido un sueño, comprende que no puede fiarse de sus sentidos:

Porque si ha sido soñado

lo que vi palpable y cierto,

lo que veo será incierto;

y no es mucho que rendido,

pues veo estando dormido

que sueñe estando despierto.

Descartes parte de la misma idea, que hace más explícita al desarrollarla en un ensayo en prosa:

Todo lo que hasta ahora he admitido como absolutamente cierto lo he percibido de los sentidos o por los sentidos; he descubierto, sin embargo, que éstos engañan de vez en cuando y es prudente no confiar nunca en aquellos que nos han engañado aunque sólo haya sido por una sola vez. Con todo, aunque a veces los sentidos nos engañan en lo pequeño y en lo lejano…

Después, desarrolla esta misma idea:

¡Cuán frecuentemente me hace creer el reposo nocturno lo más trivial, como, por ejemplo, que estoy aquí, que llevo puesto un traje, que estoy sentado junto al fuego, cuando en realidad estoy echado en mi cama después de desnudarme! Pero ahora veo ese papel con los ojos abiertos, y no está adormilada esta cabeza que muevo, y consciente y sensiblemente extiendo mi mano, puesto que un hombre dormido no lo experimentaría con tanta claridad; como si no me acordase de que he sido ya otras veces engañado en sueños por los mismos pensamientos. Cuando doy más vueltas a la cuestión veo sin duda alguna que estar despierto no se distingue con indicio seguro del estar dormido, y me asombro de manera que el mismo estupor me confirma en la idea de que duermo.

Sigamos con La vida es sueño.

En la jornada III de La vida es sueño, una sublevación popular –el pueblo desbocado que teme tanto la monarquía barroca- libera a Segismundo de su prisión para proclamarlo rey. Entonces, debe actuar, aunque su dilema sigue estando en la cuestión de si lo vivido es real o soñado. De nuevo, duda de lo que perciben sus sentidos:

¿Otra vez (¿qué es esto, cielos?)

queréis que sueñe grandezas

que ha de deshacer el tiempo?

[…] Y pues sé

que toda esta vida es sueño,

idos, sombras, que fingís

hoy a mis sentidos muertos

cuerpo y voz, siendo verdad

que ni tenéis voz ni cuerpo…

Descartes plantea de otro modo el engaño de los sentidos al percibir la realidad: cree que no está asegurada que existan los sentidos “y que no sean, por tanto, verdaderos esos actos particulares; como, por ejemplo, que abrimos los ojos, que movemos la cabeza, que extendemos las manos; pensemos que quizá ni tenemos tales manos ni tal cuerpo.” Por ello, todas las disciplinas científicas que tratan sobre realidades que son percibidas por los sentidos pueden ser dudosas, frente a la abstracción, como las matemáticas, hijas del pensamiento racional puro, que no nacen del engaño sensorial:

En consecuencia, deduciremos quizá sin errar de lo anterior que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás disciplinas que dependen de la consideración de las cosas compuestas, son ciertamente dudosas, mientras que la aritmética, la geometría y otras de este tipo, que tratan sobre las cosas más simples y absolutamente generales, sin preocuparse de si existen en realidad en la naturaleza o no, poseen algo cierto e indudable, puesto que, ya esté dormido, ya esté despierto, dos y tres serán siempre cinco y el cuadrado no tendrá más que cuatro lados; y no parece ser posible que unas verdades tan obvias incurran en sospecha de falsedad.

¿Qué actitud puede tener el filósofo ante esta duda? Por un lado, parece que volvemos de nuevo a Hamlet y su famoso monólogo, en concreto el final, donde toda capacidad de actuación queda anulada por el peso de la consciencia y de la meditación:

La conciencia, así, hace a todos cobardes

y, así, el natural color de la resolución

se desvanece en tenues sombras del pensamiento;

y así empresas de importancia, y de gran valía,

llegan a torcer su rumbo al considerarse

para nunca volver a merecer el nombre de la acción.

La conciencia, llena de dudas, lleva al individuo a la inacción. Por otro lado (“ser o no ser”) queda la posibilidad de actuar, aunque no vivamos en la verdad. “Pues bien: soñemos, y que no sean, por tanto, verdaderos estos actos particulares…” Es la conclusión a la que llega Descartes. Por su parte, Segismundo, también se encuentra en esta encrucijada y toma la misma determinación:

Pues que la vida es tan corta,

soñemos, alma soñemos

otra vez…

Ambos se lanzan a sus propios sueños: Segismundo, en su acción como nuevo monarca de Polonia; Descartes, en su meditación ante el mundo. Los dos saben que pueden estar viviendo un sueño (engañados por la percepción de los sentidos) y adoptan el principio de la prevención en sus actos, siempre regidos por la cautela:

En consecuencia, no actuaré mal, según confío, si cambiando todos mis propósitos me engaño a mí mismo y las considero algún tiempo absolutamente falsas e imaginarias, hasta que al fin, una vez equilibrados los prejuicios de uno y otro lado, mi juicio no se vuelva a apartar nunca de la recta percepción de las cosas por una costumbre equivocada; ya que estoy seguro de que no se seguirá de esto ningún peligro de error, y de que yo no puedo fundamentar más de lo preciso una desconfianza, dado que me ocupo, no de actuar, sino solamente de conocer.

Por su parte, Segismundo también decide actuar, aunque es consciente de que quizá lo que vive no es verdad, sino sueño.

soñemos, alma, soñemos

otra vez; pero ha de ser

con atención y consejo

de que hemos de despertar

deste gusto al mejor tiempo;

que llevándolo sabido,

será el desengaño menos…

La semejanza entre la línea de pensamiento de ambos textos parece innegable. Pero va más allá. Veamos cómo concluye esta primera meditación cartesiana, que parece tener muy cerca a Segismundo:

…como el prisionero que disfrutaba en sueños de una libertad imaginaria, cuando empieza a sospechar que estaba durmiendo, teme que se le despierte y sigue cerrando los ojos con estas dulces ilusiones, así me deslizo voluntariamente a mis antiguas creencias y me aterra el despertar, no sea que tras el plácido descanso haya de transcurrir la laboriosa velada no en alguna luz, sino entre las tinieblas inextricables de los problemas suscitados.

Ignoro si hubo alguna relación entre los dos autores, o si uno leyó al otro. Ambos son muy próximos. La comedia de Calderón, que se supone fue escrita hacia 1635, se publicó al año siguiente. ¿Llegó a Francia? ¿Se tradujo al francés? Por su parte, las Meditaciones metafísicas se publicaron en latín en 1641, aunque debieron escribirse con anterioridad. ¿Las conoció Calderón? De cualquier modo, sus coincidencias muestran que son resultado de un momento cultural concreto, el Barroco, la primera gran crisis del mundo moderno en la que lo que se intentaba, al menos entonces, es desbrozar lo verdadero de lo aparente. Quizá sea necesario recordarlo en estos tiempos en los que apenas nos cuestionamos los bulos y falsas noticias que circulan por nuestras redes construidas a partir de simples apariencias y tergiversaciones de la realidad.

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Jorge León Gustà

Jorge León Gustá

Jorge León Gustà, Catedrático de Instituto en Barcelona, es doctor en Filología por la Universidad de Barcelona.

Su trabajo se ha desarrollado en estas dos direcciones: por un lado, como autor de libros de texto dirigidos a secundaria, y por otro, en el campo de la investigación literaria.

En el área de la educación secundaria ha publicado diferentes manuales de Lengua castellana y literatura en colaboración con otros autores, así como una edición de La Celestina dirigida al alumnado de bachillerato, Barcelona, La Galera, 2012..

Sus líneas de investigación se han centrado en la poesía del siglo XVI, el teatro del Siglo de Oro y las relaciones entre la literatura española y la catalana en el siglo XX.

Entre sus artículos destacan los dedicados a la obra de Mosquera de Figueroa: “El licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa, de quien ha publicado las Poesías completas, Alfar, Sevilla, 2015.

Las investigaciones sobre el teatro del Siglo de Oro le han llevado a colaborar con el grupo Prolope, de la Universidad Autónoma de Barcelona, cuyo resultado fue la edición de la comedia de Lope de Vega, Los melindres de Belisa, publicada en la Parte IX de sus comedias, en editorial Milenio, Lérida, 2007.

Además, ha sido investigador del proyecto Manos teatrales, dirigido por Margaret Greer, de la Duke University, de Carolina del Norte, USA, con cuyas investigaciones se ha compilado la base de datos de manuscritos teatrales de www.manosteatrales.org. Su colaboración de investigación se centró en el análisis de manuscritos teatrales del Siglo de Oro de la antigua colección Sedó que están depositados en la Biblioteca del Instituto del Teatro de Barcelona.

En el campo de las relaciones entre las literaturas catalana y española, ha estudiado la influencia del poeta catalán Joan Maragall sobre Antonio Machado, así como la de Rusiñol en la génesis de sobre Tres sombreros de copa de Mihura.

Del estudio de la interinfluencia del catalán y castellano ha publicado un artículo de carácter lingüístico: “Catalanismos en la prensa escrita”, en la Revista del Español Actual (2012).

Ha publicado el libro de poemas Pobres fragmentos rotos contra el cielo

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