Leer ‘Esperando a los bárbaros’ de Coetzee (1980) es caminar por las veredas más oscuras de la historia de nuestra civilización, y reconocer que sin importar las coordenadas de tiempo y lugar el corazón humano siempre es el mismo.
Ya desde las primeras páginas podemos determinar una sola certeza: la búsqueda de la verdad ocupará todo el universo del texto, y a partir de esta premisa una red de episodios nos conducirá a la triste confirmación de que el prejuicio y la mentira son la única verdad posible y aceptable a la que podemos aspirar.
Pero también advertimos que esta verdad asume un tono, y este es el exigido y arrancado de las fauces del suplicio por un inquisidor profesional que se empeña en identificar el desmoronamiento moral con una confesión verosímil. De tal modo que los distintos tonos y grados de verdad van a ser proporcionales al martirio a que sea sometido el interpelado de turno porque en última instancia, “El dolor es la verdad”, sin embargo, otro hecho atroz subyace y se desprende de esta sistematizada ferocidad. Se trata de la construcción del enemigo.
Sabemos que Coetzee tomó como título para su novela el poema homónimo de Konstantinos Kavafis, donde cuenta que en los márgenes de un imperio se espera, y en su somnolencia se maquina, la perspectiva de una invasión. De igual manera, el magistrado de Esperando a los bárbaros relata los pormenores de un miedo que no cesa, del pánico que desata en su desaforada estupidez el horror de la presencia de un otro desconocido e incomprensible. Nos adentra en un espacio mental donde la amenaza se sostiene y recrea en el tiempo real desde el oasis donde se aguarda, a merced de la ignorancia de la población y por las ambiciones soeces de un poder que resiste su propia desaparición, un combate que nunca tiene lugar.
La intertextualidad de la novela no es casual, otra de sus inspiraciones se detiene en la novela de Dino Buzzati, ‘El desierto de los tártaros’ (1940) donde un hombre es enviado a una frontera temida secularmente por invasiones tártaras, y espera en el suspendido desierto una guerra inexistente.
Borges en el prólogo a dicha obra anotó que el libro “Está regido por el método de la postergación indefinida y casi infinita, caro a los eleatas y a Kafka. […]El desierto es real y es simbólico. Está vacío y el héroe espera muchedumbres”.
Si aplicamos estas apreciaciones a la obra de Coetzee vemos que también se produce un perpetuo aplazamiento del ataque bárbaro en todo el ámbito de la novela, aunque su magistrado a diferencia de Giovanni Drogo, el militar de Buzzati, conoce la conciencia oscura y los engranajes sórdidos del imperio a quien sirve y critica. Más aún, las abstracciones de tiempo y lugar no enrarecen el relato, antes bien, lo transforman en un testimonio simbólico de la decadencia que sobreviene cuando el poder no quiere abandonar su dominación. Y es en el territorio donde lo esperado no sucede donde ocurre la barbarie perpetrada por una civilización que se jacta de sus más finos artefactos de tortura.
Cuando la verdad y la ley ya no importan, el prejuicio y el dolor son la única cifra que se puede pagar, así los individuos terminan por abrazarse a un disfraz, a una realidad ajustada solo a las voces que desean escuchar o a los intereses de voceros que en su manipulación obstruyen el vínculo directo con la verdad. A estos feroces estertores de una supremacía que intenta desesperadamente permanecer, sabiendo que va a terminar es a lo que la humanidad asiste de vez en cuando en las grietas de la historia desde el centro mismo de la civilización o en los arrabales del mundo.
En Esperando a los bárbaros el Imperio es un sustantivo que puede reponerse por otro, ser reemplazado sin tan rimbombantes resonancias por alguno menos grandilocuente y más local, comparable a cualquier ejercicio del poder cuando se torna autoritario en cualquier era de la historia. Pienso en todo esto mientras releo esta bella y profunda obra de Coetzee. Pienso en el caldero de iniquidades que el corazón del hombre debe de soportar en el transcurrir de sus horas terrenales cuando la tensión entre la verdad y la mentira juega sus múltiples proposiciones.
Pienso en la afición de ese magistrado al borde del desierto y la nada, en el fruto de sus excavaciones, en su obsesión casi antropológica por entender a partir de las ruinas del pasado las claves del presente, y en su postrera decisión de devolver a la arena la cifra de lo que él mismo no pudo a tiempo comprender para que otros hombres con idénticas virtudes y pecados desentrañen de las entrañas de la tierra la razón de tanto despropósito:
“Todas las criaturas vienen al mundo trayendo consigo la idea de justicia. Pero vivimos en un mundo de leyes —le dije a mi pobre prisionero—, un mundo que no es el mejor. No podemos hacer nada al respecto. Somos criaturas imperfectas. Todo lo que podemos hacer es apoyar las leyes, todos nosotros, sin permitir que decaiga la idea de justicia”.
Desde el sur del Sur escribe Adriana Greco
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