Muchos fotógrafos llevan siempre consigo su cámara, porque nunca se sabe cuándo puede pasar delante nuestro esa imagen, esa visión que debe ser plasmada en una foto.
Y no hablo sólo de fotoperiodistas, cuyo trabajo se basa justamente en documentar aquellos retazos de realidad que merezcan ser compartidos con la sociedad.

Muchos fotógrafos que toman esta actividad como una forma de expresión artística, también portan siempre su cámara, para poder registrar ese momento fotográfico único, irrepetible, esa chispa de inspiración que puede aparecer inesperadamente en cualquier circunstancia.
Pero yo no, yo no llevo mi cámara conmigo si no es que voy específicamente a sacar fotos. Claro, después me pasa que encuentro una gran foto y lo único que puedo hacer es sentarme en un bar a expresar en palabras lo que no pude registrar como imagen (para más datos, vean «Encuadernando Historias«).
Pero una vez, mientras presenciaba un recital de Santiago Feliú, le vi un gesto, una pose que me llamó a hacerle una foto.
No sé exactamente por qué sentí ese impulso. Quizás me recordó mis inicios, cuando sacaba fotos en los festivales del club. O quizás porque fotografiar recitales es un tema que me gusta (aunque, a decir verdad, mucho no le he dedicado) y me interesa buscar mi punto de vista personal . Lo cierto es que, si bien como de costumbre yo no llevaba mi cámara, atiné a quitarle de la cartera la que allí tenía mi esposa, una compacta digital para uso familiar.
Hice el encuadre buscado y quedé a la espera de captar eso que había visto. No esperé demasiado para que aparezca ese impulso, sentir el momento y presionar el disparador una única vez. Suficiente. Devolví la cámara a su dueña.
La foto, bien o mal, había sido tomada.
Añadir comentario