La mayoría de los hombres preferirá siempre, a la verdad degradada por el vulgo ―por ejemplo: dos y dos, igual a cuatro―, la mentira ingeniosa o la tontería sutil, puesta hábilmente más allá del alcance de los tontos
Todos conocemos la correspondencia entre demanda y oferta. Cada una es espejo y a la vez reflejo de la otra. Pero no son simples y fieles espejos, sino más bien son parecidos a esos espejos deformantes de las ferias. En ocasiones la oferta se mira en el espejo de la demanda y se ve doble, o alargada, o agigantada; en otras ocasiones es la demanda la que se mira en el espejo de la oferta, encontrándose enana, chata, o subdesarrollada.
En la Atenas del siglo V a.de C. había una gran demanda de Verdad, de conocimiento. Desde la propia Atenas, desde Elea, desde Abdera, Samos o cualquier ciudad circundante o más alejada llegaban hombres dispuestos a cubrir esta demanda. Atenas era un gran mercado donde los tenderos invadían el ágora, el Partenón o los templos no para ofrecer fruta o verdura, sino conocimiento, sabiduría, Verdad. Sin embargo esos conocimientos estaban enfocados al campo de la naturaleza, a las matemáticas, al cosmos, al ser y la nada. Pero más o menos contemporáneamente a la llegada de Sócrates ese conocimiento vuelve su mirada hacia el hombre mismo, hacia la sociedad, hacia la política, en definitiva hacia la ética.
También hemos de suponer que esa oferta llegaba a cubrir una demanda del ciudadano ateniense, que entiende paulatinamente que la reflexión del hombre no puede limitarse a pensamientos abstractos y debe responder a algunos asuntos prácticos de la sociedad. Sócrates reivindica el nosce te ipsum, aforismo inscrito al parecer en el pronaos del Templo de Apolo. Este autoconocimiento es imprescindible para, ampliando la escala a todos los hombres, comprender la naturaleza de la sociedad, sus virtudes y defectos, y establecer así unas relaciones de causa y efecto entre cualquier vicio inherente al ser humano y cualquier crisis política.
En ese escenario, proliferan los ofertantes de esa nueva sabiduría ética, pero parece ser que el efecto de la demanda acaba ejerciendo un efecto negativo o degenerado en la oferta. No hay tanta Verdad para tanta demanda de Verdad. Surge entonces el relativismo, el subjetivismo radical, porque al dividir la Verdad en muchas partes puede repartirse conforme la demanda lo exige. Y no importa que este sucedáneo de Verdad sea de peor calidad, porque el demandante que tiene una imperiosa sed de vino no se queja de que ese vino haya sido aguado para tocar a más.
Ahora cualquier media verdad, o cualquier falsedad, puede pasar por la Verdad, siempre que se sirva debidamente en los envoltorios de argumentos intrincados y difíciles de desenvolver. Nace así el sofisma. El sofisma es una falsedad que, disfrazada de la Verdad, se inscribe en un concurso de imitadores y gana a la Verdad misma. Todos hemos escuchado alguna vez aquello de “verdad verdadera”. Pues bien, sin el sofisma a la Verdad nunca le hubiera sido necesario un adjetivo complemetario tan tautológico. Protágoras, uno de los primeros sofistas, da uno de los primeros preceptos que servirán al sentido peyorativo con el que se conocerá a la sofística: «convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles». Valoramos la democracia griega, las guerras Púnicas y Médicas, la caída de Cartago o de Roma, y otros hechos históricos, como de relevancia fundamental para nuestra forma actual de pensamiento y de vida, pero quizá no seamos tan conscientes del hito histórico que supone esta deformación de la Verdad del conocimiento, que dividió al mundo interior en una infinitud de caminos apuntando a todas las direcciones. Quizá sea comprensible que los hechos históricos como las guerras sean más estudiadas por el hombre, puesto que por ellas pueden trazarse en el mapa las fronteras del mundo explícito; la aparición de la sofística dividió el mapa del hombre, de su interioridad, y es sabido que el hombre, desde entonces, sigue adquiriendo planos y mapas para alcanzar otros planos y mapas, para poder llegar a encontrar algún día un punto en común, un cruce de caminos de todos los caminos, mientras en el caminar de la historia siguen alejándose más y más unos de otros y de ese punto coincidente.
Hoy la sociedad es un cuerpo cuyo corazón sufre de taquicardia, y ese corazón es la economía. Tuvo antes un corazón sano y juvenil que resistía las más altas exigencias, pero todo corazón tiene un límite. Hoy ese corazón agotado y exhausto es el capitalismo. La sociedad vive en una perpetua operación a corazón abierto. Marcapasos, todo tipo de bypass, venas de otras partes del cuerpo reubicadas al corazón, intentando de una manera penosa conservar un pulso antiguo y anacrónico. La sociedad está exhausta de resucitar a diario a base de los cada día más violentos masajes cardíacos, y como consecuencia pide soluciones al especialista. Pero el especialista ha proliferado de forma proporcional al problema, dividiéndose en tantas opiniones que la solución, como la Verdad de los atenienses, se ha diluido como la adulteración del vino aguado.
El economista es al mundo moderno lo que el sofista al mundo de la antigua Grecia. Hay miles de Protágoras por cada pequeño y marginal Sócrates, señalando a direcciones opuestas con los antebrazos en cruz y los dedos índices en contradicción. La economía es la erística del siglo XXI.
«La dialéctica erística es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente ―por fas y por ne fas―. Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y sin embargo, a ojos de los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como refutación misma de mi afirmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contricantes y los oyentes son dos cosas distintas. (Hacia lo último se dirige la dialéctica)».
Schopenhauer, El arte de tener razón
La especialización ha provocado no una mayor efectividad y esclarecimiento, sino una mayor confusión. Cada campo científico vive recluido en su jerga, en sus tecnicismos. Cierto es que el estudio continuado de un campo exige ciertos tecnicismos como abreviaturas de conceptos, a fin de no repetir innecesaria y expansivamente lo que puede condensarse en una palabra, pero comienza a suceder con mucha frecuencia que el hombre moderno cree ya en esas palabras como conceptos autónomos, independientes del hombre.
Lo cierto es que cada defecto humano tiene una palabra extrapolada, en este caso, al mundo de la economía; cuando el hombre proyecta ese defecto o vicio hacia la economía de inmediato se divide adoptando otros nombres. Así la avaricia proyectada a la economía se llama acaparamiento, o especulación, o cualquier otro nombre con que la avaricia intenta pasar de incógnito; el egoísmo se llama privatización o éxito empresarial; la soberbia tiene nombres como competividad o abuso financiero; la desfachatez queda conmutada por eufemismos como malversación o desviación de fondos. Cada vicio humano sufre, al contacto con un área especial de la humanidad, en este caso de la economía, una ramificación de nuevos nombres que nacen según el hábitat favorable de los tiempos, y lo hacen de tal forma, con tal fuerza de crecimiento, que el hombre que los contempla cada vez más altos es cada vez más incapaz de entrever la raíz de todo ello.
Y es por eso que el hombre común, aquel que no tiene conocimientos de economía, con frecuencia ofrece un diagnóstico más certero de la realidad de la economía que el propio economista. Sin duda que, como es común en nuestro tiempo, muchos prefieren un diagnóstico incierto pero técnico, mentiroso pero genial, a uno con la simpleza y rusticidad de lo simplemente cierto. Pero la realidad es que si un economista nos dice que la causa de la crisis es la burbuja financiera, la estanflación, la crisis crediticia, etc., y un campesino apenas alfabetizado nos dice que la causa es la avaricia del hombre, es éste segundo quien se halla más cerca de la verdad. El primero nos está dando un argumento tautológico, pues decir que la causa de una crisis son una serie de crisis, es decir conceptos que son crisis en sí, no se le ocurre ni a quien asó la manteca. Es como decir que la causa de la deforestación es la tala de árboles, o como decir que la causa del peligro de extinción de un animal es la caza del hombre. Y precisamente estos dos ejemplos comparten causa con la crisis económica: la avaricia. Pero parece que en estos tiempos tan modernos (tan modernos como cualquier tiempo) no es de buen gusto reducir las causas de los problemas a reflexiones helénicas o primarias, a consideraciones sobre los fundamentos y la iniquidad del hombre. Algunos parecen buscar el eslabón perdido entre los vicios del hombre y sus consecuencias en la economía o la política, y aun hay intelectuales que encuentran soez, ordinario y escasamente inteligente el culpar a los hombres y sus defectos antes que a los procedimiento socio-económicos en sí, como si estos fueran independientes del hombre.
Es la razón por la que un hombre como José Luis Sampedro se hizo tan popular. Supo combinar como pocos la economía con el humanismo, sin explicar los mecanismos como fines sino como medios por donde se canalizaban los defectos humanos.
Necesitamos economistas que no quieran demostrarnos a cada instante sus conocimientos técnicos, que ya presuponemos en un economista sino que sepan alejarse de vez en cuando de la esfera que estudian para ver todo lo que orbita a su alrededor.
Los debates en que dos catedráticos de economía, con el mismo reputado nombre, defienden dos posturas opuestas, son infructuosos. Un economista que defiende la desigualdad sólo se sirve de la erística tal como un filósofo lo haría para justificar la maldad o la tortura. Un hombre sin estudios económicos no puede refutar a un economista, por más que éste justifique la desigualdad en el mundo. No puede porque entrarán en una dialéctica en que uno de ellos posee una variedad de palabras técnicas que anularán al otro, haciéndole inviable la refutación a efectos discursivos. Y es que el hombre estima más los quiebros argumentativos que la misma razón, y es por ello que un hombre que critica la desigualdad vulgarmente tiene menos credibilidad que alguien que justifica la desigualdad sofisticada o sofísticamente.
Y es que, como escribió Antonio Machado en su Juan de Mairena, ese gran libro que José Luis Sampedro tanto estimaba, «la mayoría de los hombres preferirá siempre, a la verdad degradada por el vulgo ―por ejemplo: dos y dos, igual a cuatro―, la mentira ingeniosa o la tontería sutil, puesta hábilmente más allá del alcance de los tontos».
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