De pequeños, !cómo no!, jugábamos a los soldados, pero a diferencia de los otros niños, estos eran de plomo. Papá siempre tenía restos sueltos que en su colección no ocupaban ningún registro.
Eran de hitos históricos, abigarrados, desde la batalla de Cannas, hasta del desastre de Annual, con los indígenas de Moktezuma y los prusianos del mariscal Blucher por en medio. Y también eran de tamaño distintos aunque entre nuestras piezas se alternaban planitos y gruesos. Faltaban los semiplanos. Esos se los reservaba para él. Junto a una cuadriga romana y algún jenízaro sin identificar proliferaban los de Primera Guerra Mundial, con sus mulos, sus cañones del 75, las baterías de cocina y sus muertos. Habia muchos, muchos muertos, demasiados muertos. Y no era en balde. La Gran Guera fue tan estúpida como letal. Con el tiempo te enteraron de sus trincheras, sus gases, sus vanaglorias; los nombres de sus generales —Von Hindenburg, Luddendhorf, Petain, Jofre— y de sus batalles —las Ardenas, el Marne, el Somme ya te eran familiares.
Recuerdas tu niñez cuando paseas por bosques, de hayas y robles que rehabilitan hoy aquel infierno que fue Verdún. Todo ello fue pasto del material bélico y del fuego cruzado entre los dos frentes que estuvieron dale que dale durante diez largos meses en el año 1916. Fue un tiempo en el que apenas hubo otra cosa que avances y retrocesos. Los alemanes, como mucho, adelantaron 35 kilómetros, replegándose posteriormente unos cuantos menos antes del armisticio. Sus bajas marcarían para siempre una de las peores hecatombes que los dislates de la historia, y en concreto, de la de «occidente», han conseguido provocar.
Quizás por esa mala conciencia y por la usurpación del triunfo por quienes, como mucho, lograron resistir a los boches, apenas ha inspirado el genio en la proliferación de obras literarias entre las cuales brilla con luz propia <Im Western nichts Neies> (Sin novedad en e. Frente) del alemán Erich Maria Remarque. Curiosamente, tampoco se ha visto sobradamente llevada a las pantallas; aun así, la fuerza del blanco y negro —el rostro de rabia contenida del coronel Dax (Kirk Douglas) por la perversión a la que puede escalar el «honor militar»— da de lleno en la diana en la soberbia Paths of Glory (Stanley Kubrick, 1957) -cinta que exhibirías a los internos de entre 16 y 18 años en tu última incursión en el presidio de Palma. De hecho, no te puedes quitar de la cabeza esa ejemplar película, especialmente al reflexionar in situ sobre tamaña catástrofe.
Lamentablemente, tu visita campo de batalla, —de nuevo guiada inmejorablemente por tu maestro de historia al que también responde tu hermano JM, (nunca podrás agradecerle sus ininterrumpidas lecciones, que ya llevan mas de sesenta años de vida)— no te produjo el mismo rechazo a esa monstruosidad que fue la Guerra del 14, y que te generó Senderos de Gloria. Seguramente, por ese alibí lucrativo inherente a «nuestro» sentido de vida, el haber logrado dar la vuelta a la tortilla y hacer de la masacre un negocio, tu garbeo por Verdún apenas rebasó el horizonte del parque temático.
Dos de sus cuatro objetos de visita «obligada» son de por si suficientes para explicar el fiasco: el inmaculado campo santo que antecede al osario (muy al estilo West Point), y los riachuelos serpenteantes que preservan una graciosa avenida de meandros, unas trincheras en los que habría de todo menos cualquier atisbo de bucolismo. Si a eso se le incorpora la manita de la «fraternité» entre Mitterand y Khol, el mito Verdún queda incólume.
Pero Verdún, naturalmente, no se queda sólo en eso. En la ciudad dormita un arzobispado más propio de los monarcas absolutos pre-revolucionarios que de los tiempos actuales del simpático y peronista Papa Bergoglio.
Es un caserón sin límite de espacios, perfectamente ubicado con ventanales que dan al Mosa. En algunas de sus interminables salas se vislumbra, encerrado en desvencijadas vitrinas un cúmulo de libros polvorientos y de distintos tamaños, encuadernados en piel rancia, probablemente ilegibles, inclasificables, aunque, puede, se haya colado algún incunable. Nadie parece tocarlos, revivirlos, resucitarlos. De hecho, pocos visitantes percibirán su aburrimiento ya que el reclamo está, claro en la guerra.
Unas pocas salas del palacio eclesiástico están dedicadas a lo que había detrás de las batallas; obviamente, sólo en lo que afecta a sus vencedores; es algo así como su trastienda, modesta pero sorprendentemente reveladora en lo que a una economía de guerra se refiere.
Si la vida en la trinchera se ubica en los alrededores su postmoderno Memorial y parte de sus restos yacen en el osario de Douaumont -al lado del promontorio- el discurrir cotidiano de la retaguardia se ofrece en los salones del enclave (o,mejor, fortaleza) episcopal. Sus paredes se ilustran con fotografías de la ciudad sitiada, cartillas de racionamiento, postales, prensa, bandos, «afiches», láminas y soldaditos de papel, y un rosario de etcéteras en el que se incluye un panel ineludible:. la mujer y la guerra.
Dos descubrimientos, sin embargo, concentran poderosamente tu mirada; ambos concuerdan con el papel, adicional y visiblemente velado de la intervención, insoslayable, de las fuerzas coloniales. Efectivamente, como no podía ser de otra manera -para algo estaban, no?- los resistentes galos contaron con el apoyo (irrenunciable) de tropas africanas: los spafis (?) magrebíes -marroquíes y argelinos-, los temibles senegaleses y, en menor medida, los del otro extremo del continente, los del cuerno africano al que respondían los somalíes..
De hecho, no fueron los poilus sino los africanos quien se vieron impelidos por los galones del Estado Mayor a penetrar en el bunker de Douaumont desde el cual, los «Boches» (Feldgrau) . acribillaban a tanto nativo. No se cifra su monte de bajas aunque sí el número de alemanes que quedaron ahogados por el humo de sus granadas: más de cinco mil. Pero, alerta, entre los centenares de miles de británicos que cruzaron el canal en apoyo de sus aliados, también abundaron los ejércitos de su decadente imperio. En el santuario de la paz, por lo que el turista invade el arzobispado, un cartel, medio escondido, te queda cruelmente grabado en la memoria: ojos encendidos bajo el turbante sikh, con sus barbas y su puñal (el kirpaan) entre sus dientes.
Al mes de vuestra visita a Verdun, inmersos ya en el centenario de tanta desdicha, los máximos «dignatarios» de ambas patrias, Angel Merkel y François Hollande, se citan entre ese millón de coníferas brillantes a sellar, de nuevo, la paz. Noblesse oblige.? Quizás no . Si la Gran Guerra hubiera servido de algo posiblemente hubiera podido evitar su fatal repetición, pero de hecho apenas benefició sino a algunos de sus ínclitos mandamases: unos y otros prosiguieron como si nada les hubiera afectado; y, claro está, a a la vieja estirpe de los Krupp (actualmente Thiessen) -Juan Manuel te explica el origen de la Gran Bertha, el artefacto de mayor alcance (30 kms¡) del ejército alemán, naturalmente vinculado al nombre de una de las hijas del magnate- le sucederá otra saga de industriales letales, ya no encumbrados de fastuosas estirpes o linajes aristocráticos sino de anónimos traficantes.
La guerra, relatabas a los internos, siempre va inextricablemente unida a los negocios, es pura carnaza. Aquellos hombres de barro que se vieron sin otra tesitura que pelear o morir, hoy son igualmente víctimas de los que se nutren de la producción obscena de armas. Bien lo sabe vuestro todavía ministro de Defensa que exhorta a los alevines a dejar su vida por la patria; y, como no, mejor todavía, los gerifaltes gabachos y boches. Su competividad con hacerse con el mercado chino es su mejor reflejo.
«Goodby to all that» . Así rezan las memorias de un «Lieutenant» del Royal Welch Fusiliers, que combatió en el Somme, llamado Robert Graves. Tal título no obedece en exclusiva a su experiencia, estéril, en las trincheras sino a lo mucho que le sucedió hasta el momento de redactarlas (1929: «where I had recently broken a good many conventions»). De ese libro, sin embargo, recordarás siempre su nada privilegiado papel como testigo de esa patochada de generales a la respondía esa absurda Gran Guerra.
- Graves, Robert (Autor)
Ahí, lo cuenta Graves, se introdujo el gas mostaza, cuyos efectos se sumaron a los que causaron las vetustas bayonetas en el cuerpo a cuerpo. Masacre segura, insalvable, oculta hoy bajo esas interminables alfombras amarillentas bajo las que prolifera el mejor lúpulo europeo, que estremece al pisarlo pues explica sin paliativos por qué entre tanto soldadito de plomo, poilu y feldgrau, se contaba tanto caído, tanto muertito como diría tu madre
Son Comparet, 24 de julio del 2016 (cien años después de la batalla de Verdún)
(Redactado en los vuelos de Baden Baden/Palma y Palma/Madrid)
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