Las nueve musas
semáforo

Feminismo de semáforo

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Aunque existe solo un tipo de feminismo en un sentido originario y teórico, existen en la práctica tantos tipos de feminismo como feministas hay en el mundo.

Sin embargo, podríamos reducirlos a dos tipos generales. El primero se trata del feminismo reflexivo, coherente, combatiente con el machismo pero, como no puede ser de otra manera si de igualdad se habla, equidistante igualmente del hembrismo. Es un tipo de feminismo más pausado pero mucho más profundo. El segundo se trata del feminismo dinámico pero acéfalo, incoherente, llamativo pero superficial, unas veces hembrista y otras incluso machista inconscientemente. El primero trata de ser ortodoxo y preservar la idea original; el segundo ha tomado algunos medios como fin y ya no recuerda la idea original. El primero resuelve problemas lenta pero efectivamente; el segundo actúa con rapidez pero crea mil problemas con una supuesta solución a un tipo de problema que quizá nunca existió. Como ejemplo de esto último lo que sigue.

Hace poco tiempo se incorporó en los semáforos de Valencia la figura de la mujer junto a la antigua figura del hombre para las zonas peatonales. Se trataba de visualizar la igualdad de género. La idea era, como casi todas las de hoy en España, importada de otros países. La figura de mujer de rojo y verde parpadeo se incorporó a los semáforos, pero acto seguido algunos grupos feministas y otras personas criticaron que la mujer se representara con una falda. Es decir, que era mejor no representarla con vestimenta alguna (como la figura del hombre), como tampoco con peinado alguno que estereotipara a la mujer (como la figura del hombre), ni forma corporal que presuponiera un canón (sí, como la figura del hombre).

En fin, que todo estaba mal, según algunos grupos feministas que habían apoyado en primera instancia la iniciativa. No me extraña. La primera regla de una solución es que no provoque otros problemas a la vez que deja intacto el problema central que quiso resolver. Con un poco de reflexión, se hubieran dado cuenta en lo que podía degenerar.

A mí no pueden dejar de divertirme cosas como ésta, porque ejemplifica la manera de actuar del segundo tipo de feminista expuesto unas líneas más arriba. Pero si esto se interpreta como una crítica al feminismo, entonces me tendré que explicar mejor.

Estoy en contra de la pobreza, y no sólo como muchos lo están contra la pobreza . . . suya, sino contra la pobreza del prójimo, la general, la resultante de una mala distribución. Pero si un político viene a decirnos que su solución contra la pobreza consiste en que a partir de mañana todos andemos a la pata coja, y vayamos de un lado a otro aguantándonos un pie por detrás, entonces espero que no se me llame clasista si me río de la iniciativa. No porque está contra la pobreza, sino porque no lo está.

De la misma manera, la iniciativa del semáforo no me parece absurda porque sea feminista, sino porque no lo es en absoluto; de hecho divide al feminismo. Pero, ahora que nadie nos lee, y aunque ya se que es tarde y podría haber ahorrado polémicas y dinero, quiero contarles un secreto: en realidad la antigua figura no representaba a un hombre. Esto puede ser un secreto a voces, pero hay que contarlo con señas a quien se tapa los oídos. Hay una situación típica que se repite con cierta frecuencia entre los hombres: cuando se dirigen a un lavabo público de cualquier establecimiento y se encuentran con la susodicha figura, vuelven la vista hacia la otra puerta, hacia la otra figura, para asegurarse que efectivamente se trata del lavabo para hombres. La razón es muy sencilla: la figura que se supone que representa al hombre se parece tanto a un hombre como un ventilador a unas pinzas para tender la ropa. Como yo tengo alguna intuición sobre vínculos familiares, y creo que la figura de los lavabos es el/la hermano/a siamés/a separado/a al nacer de la figura de los semáforos, se me hace muy complicado entender esa obstinada y repentina seguridad en la asociación con un hombre. Por semejanza, E.T. tendría prioridad sobre los demás. Pero además de eso, no se me ocurre cómo esa figura podría cambiar realmente algo.

Me cuesta mucho imaginar a un maltratador que, después de pegar una paliza a su mujer, se encuentra con la figura «femenina» en el semáforo y sufre una conversión repentina; me cuesta imaginar que un niño se prevenga del machismo por crecer viendo esas figuras cuando atraviesa un paso de peatones. Pero es que la finalidad de todo eso no era cambiar las cosas, sino sólo la señal.

Iniciativas y procedimientos análogos sólo se le ocurren al segundo tipo de feministas; el primer tipo de feministas están demasiado ocupadas estudiando para ser maestras de un colegio o haciendo cosas parecidas que realmente supongan un cambio largoplacista pero efectivo.

Ahora, como decía, este segundo tipo nos deja con más problemas de los que teníamos antes. Se inventó uno irreal y ahora nos deja con varios reales: ¿Puede la mujer del cabello largo cruzar la calle? ¿Puedo caminar sobre el paso de peatones con la figura verde y no sentirme ilegal al mirarme las manos? Y si llegan a representarla con manos, ¿podrá no hacerlo el que carece de ellas? ¿Podemos ser detenidos todos por caminar con algún tipo de calzado? Éstas y parecidas preguntas tenemos ahora, y una final que las engloba a todas: ¿Qué figura pensaban que nos recordaría a lo femenino sin hacer alusión a nada externamente femenino? Insinuar unos pechos podría haber sido desconsiderado con las mujeres que por desgracia los perdieron, representar unas curvas lo hubiera sido con las que no las tienen, y así sucesivamente. ¿Solución? La que había antes de que se considerase un problema: la figura neutra de siempre.

No importa. La polémica desaparecerá; la figura quedará y el problema también. Pero este tipo de reivindicaciones es muy representativo del segundo tipo de feminismo al que me refería, y como es más popular (porque es más fácil) que el feminismo auténtico, las feministas que discrepan con él se ven obligadas a callar si no quieren que se las llame machistas o poco modernas.

Una amiga mía, feminista del primer tipo, me cuenta muchas anécdotas de sus encontronazos con feministas de semáforo. No hace mucho tiempo se encontraba debatiendo con un grupo de ellas. Habían estado aplaudiendo a una mujer que para reivindicar la igualdad de género se había desnudado por completo en no sé qué acto público. Mi amiga no compartía el entusiasmo. Su gesto entre indiferente y asombrado no pasó desapercibido entre las demás, y al poco tiempo ya le habían colgado el silogismo de que si aquella mujer lo hacía por feminismo, y a ella no le gustaba, entonces no era feminista. Cuando pudo encontrar la oportunidad de hacerse oír comenzó a explicarse. Si no voy muy desencaminada ―vino a decir ella― el feminismo reivindica la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Pero si no me equivoco, en el tema de la desnudez la ley es igual para ambos; luego la desnudez no guarda una relación directa y coherente con lo reivindicado. Si se quiere reivindicar la diferencia salarial entre sexos, sería más coherente salir disfrazada de moneda que desnuda. Descartada esta razón, sólo nos queda pensar que sea un modo más o menos efectivo de llamar la atención. Pero entonces surgen contradicciones. Porque supone la rendición de esa mujer ante la voluntad del machismo. Si la mujer es para el machismo un objeto, y ese objeto se presenta en su manera más práctica en la desnudez, el acto de esa supuesta feminista responde a una exigencia tácita del machismo, por lo que el acto acaba resultando igualmente machista.

En el fondo de ese tipo de mujeres hay un fondo igualmente machista. Se trata de acabar con un mundo donde el hombre le dice a la mujer cómo vestir, para instalar un mundo donde la mujer le dice a la mujer cómo desnudarse. No para darle a cada mujer su derecho a decidir, sino para crear un tipo de mujer-patrón a base de pequeñas coacciones. Decirle cosas como «no eres moderna», «tú no eres feminista» o «tienes que ser independiente» es marcarle un camino, no dejárselo elegir. Por ejemplo: el hombre, que es más libre según se desprende del propio feminismo, puede permanecer soltero toda su vida o enamorarse de una mujer y no poder vivir sin ella. Tiene esas dos opciones, y no hay una especie de hombre-patrón que le diga que una cosa es preferible a la otra. Eso es libertad. En cambio, cuando una feminista le dice a una mujer que no debe no poder vivir sin un hombre, no la está liberando, sino cambiando de jaula. En vez de liberarla de la obligación de vivir por un hombre, quiere liberarla de la obligación y del derecho. Ahí es cuando se equivoca. Y ahí es cuando el hombre sigue teniendo más libertad.

Esto vino a decirle mi amiga a aquellas feministas de semáforo que, como son de relumbrón y no están acostumbradas a profundizar en esos asuntos, dieron la callada como respuesta. Quedaron algo rígidas.

Mi amiga me dijo que al alejarse les encontró parecido con la figura del semáforo.

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español.

Aunque sus comienzos estuvieron enfocados hacia la poesía y la narrativa (ganador II Premio Palabra sobre Palabra de Relato Breve) su escritura ha ido dirigiéndose cada vez más hacia el artículo y el ensayo.

Su pensamiento está marcado por su retorno al cristianismo y se caracteriza por su crítica a la posmodernidad, el capitalismo, el comunismo, y la izquierda y derecha políticas.

Actualmente se encuentra ultimando un ensayo.

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