Si hay un hecho indudable de la Historia universal es que las generaciones se van sucediendo siguiendo el giro de una rueda que alterna periodos de libertad con otros de represión, y que las distintas religiones, a pesar de haber surgido en base a la necesidad trascendental que se manifiesta en el ser humano desde el principio de su propia existencia, han frenado siempre el progreso de la ciencia y el pensamiento.
Algo tan natural como el amor ha pasado a ser considerado según los intereses del momento como la mayor de las flaquezas humanas, un sentimiento que era necesario someter y controlar.
¿Por qué? Seguramente porque se trata de una necesidad tan humana o más que la trascendental, el talón de Aquiles de todos y cada uno de nosotros.
Las personas consideradas normales tienen instinto amatorio y sexual, incluso aquéllas que eligen vivir en castidad tienen que sobreponerse a ese instinto tan presente como necesario, porque sin él la humanidad se hubiera extinguido inevitablemente. Las religiones monoteístas han usado siempre el sexo para dirigir a sus fieles, unas desde la libertad y otras desde la represión.
El cielo islámico promete vírgenes a quien muera defendiendo su fe, y de ese modo la promesa de sexo sirve de estímulo al ardor guerrero; puede decirse que todo el Islam está dirigido a la expansión de esta fe, mediante la guerra en la antigüedad y la imposición de su cultura en los tiempos actuales. En cambio para los cristianos la práctica sel sexo mantuvo cerradas durante siglos las puertas del cielo, y aún hoy día los mayores conflictos de las iglesias cristianas parecen girar en torno a este tema.
Desde la implantación del cristianismo en occidente se recondujo la libertina moral romana hacia esquemas más propios de la heredada tradición judía, donde el sexo se concebía con fines reproductivos.
Para comprender por qué interesaba a los fieles la represión del sexo es necesario conocer el momento histórico y tratar de no juzgar los hechos con la mentalidad moderna, pues de otro modo los conceptos resultarían además de ridículos totalmente incomprensibles. Así, si tenemos en cuenta el interés de asegurar que los bienes propios fueran heredados por la propia sangre y no por la de cualquiera, se entiende mejor el concepto de fidelidad, y también que el adulterio estuviera peor visto en la mujer que en el hombre.
Los primeros dirigentes cristianos hicieron gran hincapié en instituir en los fieles el deseo de alcanzar la vida eterna prometida por Jesús, y sabedores de que el sexo vendría a tentar inevitablemente a todo hijo de vecino, se aseguraban de contar siempre con el arrepentimiento del pecador, así como de conocer ese y otros pecados a través del sacramento de la confesión, y por tanto el sexo se convertía en el medio de manipulación más hábil que haya podido darse a lo largo de la Historia.
Casi recién impuesta la moral cristiana, en el siglo II, surge dentro de ella el primero de los movimientos rebeldes que conocemos: los Adamitas. Originarios del norte de África comenzaron por el Génesis su particular interpretación de las Escrituras, y reclamaron la desnudez como manifestación de inocencia. Al mismo tiempo condenaban el matrimonio por considerarlo consecuencia directa del pecado original, sin el cual Adán y Eva habrían permanecido en estado de nudismo y en la práctica del amor libre. Dos siglos anduvieron los Adamitas como Dios los trajo al mundo para desaparecer en el siglo IV. Austria, Flandes y Bohemia albergarían entre los siglos XIII y XV otros movimientos sectarios inspirados en los Adamitas que seguían la máxima de Tommaso Campanella: “El hombre debe ser tan feliz aquí en la tierra como lo será un día en el cielo”.
Entre estas comunidades de frailes rebeldes destacan los seguidores de Picardo, un personaje autodenominado mesiánico: los Picardos de Bohemia, y los Hermanos del Libre Espíritu, que renegaban de la ley moral considerando que no había por qué someterse a ella. Según los Hermanos del Libre Espíritu Dios se encuentra en el interior de todos los hombres y en todas las cosas; por tanto el hombre como criatura se encuentra íntimamente ligado a su creador, y no juzgado por él. De esa forma se hacen innecesarios los sacramentos, entre ellos el del matrimonio: los Picardos de Bohemia acostumbraban a pedir permiso para emparejarse, y este permiso se les otorgaba con la deliciosa máxima de “Creced y multiplicaos”. Los frailes sectarios eran partidarios del amor libre, el nudismo y el libre albedrío del mismo modo que los Adamitas.
Resulta curioso imaginar qué derroteros habría seguido la Historia de haber triunfado el deseo de convertir la tierra en el Edén primitivo, pero como los ideales de estos grupos heréticos atentaban frontalmente contra los intereses de la Iglesia fueron condenados y exterminados por ésta, y con ellos desapareció toda esperanza de que el Amor se desprendiera de los hierros del pecado.
El medievo, que tanta tristeza aportó a la Historia, consideraba negativo el término “Amor”. Se partía de la base de que el hombre era único ser completo y capaz de sentir emoción tan excelsa, y la mujer era considerada fuente de instintos pecaminosos; luego toda devoción por la mujer y cuanto tuviera que ver con ella no podía conducir más que a la destrucción moral del hombre. Aunque hoy día resulte increíble, en aquellos tiempos se consideraba pecado amar a la mujer aunque su unión con ella estuviera bendecida por la Iglesia. Se pecaba menos amando a la querida o frecuentando prostitutas que enamorándose de la propia esposa. De la unión marital se esperaban dos tipos de amor: El cariño en la pareja, o Charitas coniugalis, y el amor procreativo, u Honesta Copulatio.
La primera mitad de la Edad Media consideraba el amor pasional como una enfermedad temible del ánimo. Al amor que quita el apetito, el sueño, altera el pulso o inspira pensamientos libidinosos se le conocía como Amor Heroicus, y esta definición constituía un diagnóstico de la misma gravedad que tendría hoy día cualquier enfermedad consuntiva. El Amor Heroicus se trataba con lavativas de incienso en las partes nobles femeninas y sangrías en el caso de los hombres: cualquier cosa que debilitara el ardor natural de los sentidos.
La única postura sexual permitida era la del misionero, o sea, la mujer acostada bajo el hombre; y cualquier infracción a esta regla, además de pecaminosa, podía traer consecuencias nefastas como el nacimiento de seres deformes o la mortalidad neonatal. De Secretis Mulierum (Los secretos de las mujeres) atribuido, parece ser que erróneamente, a San Alberto Magno, nos ilustra con respecto a esta creencia de la siguiente -y “científica”– manera: “Los actos sexuales reproductivos indebidos son causa de defectos de nacimiento, alguna mostruosidad es causada por una forma irregular de coito, porque si un hombre yace de manera inusual cuando está teniendo sexo con una mujer, él crea un monstruo en la naturaleza”.
En fin, una época donde un sabio como San Alberto Magno, experto en geografía, botánica, alquimia y astronomía, seguidor de Aristóteles y fuente de inspiración para Santo Tomás de Aquino, capaz de demostrar de forma razonable que la tierra es esférica, ¡afirmaba sin ambages que la concepción de gemelos se debía ¡a un excesivo disfrute de la mujer durante el coito!.
En el medievo no era menester que la mujer disfrutara de actividad alguna, y mucho menos durante el coito. La mujer medieval se sometía a los requerimientos sexuales de su esposo con resignación y vistas a consolar su triste existencia concibiendo hijos. Afortunadamente, en 1584 se publica en Salamanca La perfecta casada, un manual de comportamiento dentro del “feliz” estado del matrimonio, en el que Fray Luis de León -que poco o nada entendía del mismo- la dispensa de excesos en este sentido: “y no ponga su hecho en parir muchos hijos sino en criar pocos buenos, porque los tales con las obras la ensalzarán siempre y muchas veces”.
En el siglo XI se produce un cambio en la consideración de la mujer, que pasa a convertirse en la inspiración del amor cortés. Los caballeros se disputan el favor de la dama, le rinden honores y dedican versos. Se trata de un tipo de amor contemplativo, rara vez consumado, y por tanto idílico o espiritual. Algunas damas son ofrecidas en torneos por sus propios esposos, sabedores de que el premio no tendrá naturaleza carnal. La mujer inspira el ardor guerrero, pero la adoración que recibe la convierte en un trofeo, y por tanto en un objeto.
El sglo XVIII nos aporta la presencia del más conocido e importante teólogo moral: Alfonso de Liguori, que promueve un cambio interno en la ética católica tan revolucionario como lo fuera el protestantismo. Los redentoristas comienzan a entender la teología como un medio de orientar al cristiano en la consideración del pecado, del bien y el mal, y del modo de vida aceptable para la armonía con Dios, alejándose de los rígidos conceptos medievales. En su obra Theologia moralis, Liguori recoge más de 80.000 citas de diferentes autores, prestando especial atención a la escuela carmelitana de Salamanca. En ella incluye una serie de preceptos ad favendum amorem (para fomentar el amor) inspirados por el pensamiento “Ama y haz lo que quieras” de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino: “En esto consiste propiamente amar a alguien: querer para él el bien. Por eso, en aquello que alguien ama, quiere un bien para sí mismo”.
La obra de Liguori abre el camino para que el amor entre esposos pudiera considerarse tan deseable como santo. De hecho, estos nuevos preceptos de teología comienzan a abrir el camino para entender el Amor como obra del mismo Dios. En los tiempos actuales se retoma la máxima de Tomasso Campanella, y el hombre aspira a ser tan feliz en la tierra como espera serlo algún día en el cielo si es que tiene la fe de disfrutarlo algún día.
Acaso los siglos XX y XXI hayan sido aquéllos en que las generaciones se han sucedido a base de giros en la rueda de alternancia entre represión y libertad también en materia de amor y sexo. Se critica de la II república española un avance en materia sexual excesivo para los tiempos, pero si fue así en España no lo fue menos en el resto del mundo. Ningún país estaba en aquel momento preparado para la desinhibición que buscaba la república, y de hecho no la imitó ninguno. En cambio uno de los fallos del franquismo fue la excesiva represión, sobre todo de la mujer, en materia sexual, y el excesivo poder que sobre cuestiones sociales otorgó a la Iglesia. El franquismo cometió el error de querer reparar el exceso posicionándose en el extremo opuesto, y lo mismo ha vuelto a ocurrir en los tiempos actuales. De la absoluta ñoñería hemos pasado a la desvirtuación del amor. El matrimonio comienza a estar tan mal visto como lo estuvo entre los Adamitas o los Picardos de Bohemia, y hay quien aboga por el amor libre y hasta por la crianza de los hijos en tribu…
En algún punto de este artículo me preguntaba qué habría sido de la Historia de haber prevalecido el movimiento Adamita, y sin embargo pienso que el equilibrio se encuentra entre el pensamiento de Liguori y el de Santo Tomás de Aquino: Dios no puede condenar un sentimiento que Él mismo ha creado. Mientras sea Amor y no vicio, mientras no dañe a nadie la expresión de algo tan maravilloso como sentir el Amor Heroicus con todas las alteraciones de pulso, apetito y sueño que éste supone, no creo que considere el sexo pecado en ninguna de sus manifestaciones. El pecado está siempre en la mente que lo imagina.
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