En un montaje actual sería impensable dejar el trabajo de dirección de escena sin nadie al cargo o pedirle a un ex cantante que se supiera el libreto de la ópera que hiciera sus funciones, sin embargo el director de escena es un oficio bastante reciente y en la ópera, que se consideró territorio de la música hasta mediados del siglo XX, aún tiene menos recorrido.
¿Realmente al público de nuestros días le gustaría que ese trabajo volviera a ser un mundo improvisado o que siguiera las normas del compositor o de las estrellas sin preocuparse de ser una propuesta estética propia?
Reflexionando un poco al respecto podemos dudarlo, sobre todo si tomamos en cuenta algunos hechos históricos.
- Muni, Bharata (Autor)
Primero hay que decir que el director de escena siempre fue una necesidad, tan es así que en el Natyasastra (el libro hindú sobre técnica teatral más antiguo del mundo) ya se hablaba de directores de escena y orquesta para espectáculos multidisciplinarios. La ópera europea del siglo XIX no fue la excepción.
La preferencia por las agilidades vocales y el papel preponderante de los cantantes que tenían en la ópera decimonónica no fueron obstáculos para que, desde entonces, se buscaran formas de representación más realistas y más estéticas cada vez. Las investigaciones, cuestionamientos teóricos, propuestas espaciales y conceptos de Richard Wagner, del verismo italiano, de Friedrich Nietzsche y de Adolphe Appia, influirán a la ópera con extrema lentitud pero inexorablemente.
Esencialmente, la producción y dirección escénica de la ópera funcionaban con las prácticas heredadas desde el florecimiento de los teatros públicos en el siglo XVIII. A lo largo del siglo XIX y relacionadas directamente con los cambios estructurales de la ópera, las formas de producción irán modificándose muy lentamente.
En el siglo XIX la figura del empresario era el centro de la actividad operística de todos los teatros. Sus funciones abarcaban desde descubrir los talentos novedosos de su tiempo, impulsarlos, protegerlos y creer en ellos cuando el público todavía no los valoraba en su justa medida, (incluso en casos de músicos fundamentales para la tradición operística como Verdi), hasta reunir elencos atractivos, pasando por tener equipos de pintores y escenógrafos eficaces para darle con ellos una forma visual a la representación. Esta última actividad la va a cumplir posteriormente la figura del director de escena, regisseur para los franceses, y regista, para los italianos.
Así, a finales del siglo XIX, el director escénico convivirá con el empresario, siempre a la sombra del director musical, que nace más o menos al mismo tiempo. ¿Quiénes eran estos directores de escena?, ¿Cómo se formaban?

En general se trataba de ex cantantes de ópera que, al retirarse, encontraban una manera de seguir estando cerca del escenario. Otros eran grandes aficionados a la ópera que, en su infinito amor por ella, resultaban expertos conocedores, incluso que muchos profesionales. En ambos casos era común que el director de escena tuviera dos capacidades imprescindibles para realizar su tarea: conocimientos musicales y de técnica teatral.
La función de estos primeros regisseurs estaba centrada sobre todo en seguir las indicaciones que el compositor había plasmado en las partituras o, incluso, en los libros de director, editados casi al mismo tiempo que el estreno de la obra. Así mismo estaba muy relacionada con el trabajo de la realización de la escenografía y del vestuario. Era considerada una actividad más cercana al área técnica que a la creativa.
En cuanto al movimiento escénico de los cantantes, el regisseur se hacía cargo de la colocación del coro pero, aunque resulte extraño, no trabaja con los solistas. De hecho, en muchos casos seguía las instrucciones de la estrella para su mayor lucimiento. Esto puede verse reflejado en algunos de los cuadernos de dirección pertenecientes a la última década del siglo XIX y que han sobrevivido hasta nuestros días[1].
El cantante principal siempre tenía la libertad de actuar como quisiera, de usar el vestuario de su propiedad o de su elección personal, sin considerar la unidad con el resto (a menudo se daban casos en los que los cantantes se vestían con su bandera natal para salir a escena). Además de ensayar a su gusto y de estar presente en el teatro sólo un día antes de la representación, muchas veces sin notificar de lo que haría en escena.
Por fortuna estos caprichos son muy difíciles de ver en nuestros días, pero desgraciadamente algunas de estas actitudes, sobre todo la de llegar un día antes de la representación y presentarse sólo al ensayo general, las seguimos padeciendo. Hoy en día, esta actitud queda justificada por la enorme carga de trabajo que tienen las estrellas de la ópera, entonces, por las enormes distancias y la lentitud de los transportes. En ambos casos el resultado es deplorable para la producción.
Por otra parte, es en este momento de la historia cuando la ópera dejó de ser música de fondo que acompaña otras actividades que los espectadores realizaban en el teatro, como las citas amorosas, las cenas y los juegos de azar. Porque aunque parezca increíble, durante mucho tiempo la actividad central de estos teatros no era ni oír ni ver ópera, y se consideraba más un pretexto para la vida social que la razón principal para asistir a un edificio teatral. Durante el siglo XIX, aunque no cesara la actividad social del teatro, la representación se volvió, cada vez más, el foco de atención del espectador. Y quizá este sea el inicio de la consideración de la ópera como un arte.
Aunque el “cantar bien” era lo más valorado de la representación, (y lo siguió siendo durante mucho tiempo, incluso debemos decir que todavía es uno de los intereses fundamentales en nuestros días) su estética y su forma se verán transformadas durante el siglo XIX de tal manera que aún hoy seguimos sintiendo sus efectos. Nos referimos a cambios propuestos por los propios compositores (Como Richard Wagner), a propuestas novedosas por visionarios del diseño escénico (Como Adolphe Appia), pero sobre todo hablamos de una nueva manera de presentar y ver la ópera, cambios en su estética de representación, en las historias que cuenta y en lo que trata de despertar en el público. Su estructura también evoluciona y se solidifica como una unidad completa al quitarse los recitativos al uso del siglo XVIII.

Sin embargo recordemos que nada de estas innovaciones fueron aceptadas por el público fácilmente. No sólo los parientes de compositores con criterios obtusos (como Cósima Wagner que se negó a las propuestas de Appia), también el público ha impuesto su voluntad en un teatro de ópera, y ser dueños de palcos, que consideraban como extensiones de sus propiedades, les otorgaba muchos más derechos de los que tienen ahora. El simple hecho de apagar la luz de la sala durante la representación como propuso Wagner y aplicó Appia, tuvo muchas críticas en contra, como podemos ver en el siguiente artículo de la revista del Teatro Real de Madrid de 1900:
“Hace pocos días algunos abonados protestaban contra la oscuridad que se imponía en la sala durante la representación. Aquella costumbre de dejar el teatro a oscuras fue implantada en el Teatro Real cuando se representaron en Madrid las óperas que componen la tetralogía del Anillo de los nibelungos(…) Pero ha pasado ahora el aliciente de la novedad que traían consigo las obras de Wagner, y además se representan obras que no requieren tinieblas, y puesto que las señoras se visten como en pocas otras capitales, para acudir a las funciones del Real, es natural que les guste lucir sus galas, siendo un atractivo más, la nota de elegancia que emana de ellas. Pocos teatros extranjeros ofrecen un conjunto tan homogéneo como nuestro teatro de arte lírico; así que parece muy natural que los elementos de elegancia femenina, que contribuyen al lucimiento del teatro, tengan derecho a que los atiendan. En Alemania, las funciones empiezan a las cinco de la tarde, cuando no es a las cuatro (…) y naturalmente a esas horas el público acude con traje de calle mientras que aquí la gente llega muy tarde al teatro.”[2]
Estos comentarios, que ahora despiertan nuestras sonrisas, nos demuestran como la ópera era hija de una burguesía que se preocupaba enormemente por su presencia. Lo que ahora nos parece una banalidad hace que ahora nos planteemos hasta qué punto la ópera era un evento para consolidar una posición social y no de deleite estético. Sin embargo, no quiere decir que las clases populares no tuvieran acceso a los teatros de ópera. Recordemos la importancia de los espectadores sentados en el último piso del teatro y como, algunos de ellos, eran más exigentes que los sentados en platea.
Mucho le costó a Toscanini cambiar la costumbre del público de imponer su voluntad en la Scala de Milán, mucho a Visconti despertar el interés por la parte visual de la ópera en un público entrenado para ver con los oídos y mucho más le ha costado a los directores de escena de nuestros días acercarla a la visión actual. Ha sido un proceso de casi un siglo y todavía no es una batalla del todo ganada. Por una razón básica, al final, la opinión del público también importa.
El siglo XIX también nos legó una clase de público: Los puristas. Quienes se acercan a la ópera desde la perspectiva musical rara vez entran en una real comunión con los especialistas teatrales que se dedican a ella (esto sucede incluso dentro del seno de una misma familia).
Los puristas defienden las ideas del compositor, o más bien lo que creen que son las ideas del compositor, ya que por diferentes circunstancias (por ejemplo el hecho de que hasta hace muy poco años no se guarden los registros de las formas de representación, o de interpretación de las partituras), no todo lo que conocemos en las representaciones de la ópera son en realidad aportaciones sólo del compositor, si no de las maneras en que han sido representadas a lo largo de los años así como de las distintas tendencias de interpretación tanto por directores de orquesta como de libretistas o directores de escena.
Dichas ideas son cuestionadas por la gente de teatro y espectadores modernos por varias cosas: están generadas y por lo tanto pensadas para una sociedad distinta, un espectador diferente y una escena con recursos distintos. ¿Realmente a los puristas de nuestros días les gustaría una puesta en escena del siglo XIX con luz de gas, telones pintados y vestuarios sin unidad? No lo creo, pero el problema es que ellos sí.

Para tener una idea de las costumbres de la ópera del siglo XIX y de la lucha que iniciaron algunos de los primeros directores de escena de ese entonces, podemos revisar este artículo escrito en homenaje a uno de los primeros que hubo en España, Luis París:
“Hace algunos años estaba abandonada la mise en scène del Teatro Real, hasta tal punto, que se vestía El barbero de Sevilla de la manera que todo el mundo recordará: Don Bartolo, con una blusa sujeta a la cintura por una cinta, Almaviva a capricho del tenor, y así los demás. Luís París ha corregido todos estos disparates en la indumentaria y en el decorado y gracias a él vemos las obras puestas en escena, no como en un teatro de provincia de tercer orden, sino como deben verse en el primero de la nación.”[3]
Pero este debate, planteado hace más de un siglo, no sólo sigue abierto entre nosotros, sino que a partir de la segunda mitad del siglo XX se ha recrudecido enormemente. Esto ha llegado a ser la discusión central del presente y el futuro de la ópera de nuestros días. Ha sido un proceso de siglos y todavía no es una batalla ganada en todo el mundo.
En resumidas cuentas, el siglo XIX nos legó mucho más que una enorme cantidad de partituras maravillosas. Nos legó tres formas distintas de abordar el problema humano en la ópera: el bel canto, el verismo y la ópera wagneriana. También prácticas profesionales, vicios, rituales bellísimos, convenciones y, sobre todo, una tradición.
Su influencia musical, conceptual y de formas de producción, determinará la evolución del siglo XX y estas ideas todavía tienen eco incluso en nuestros días, con la misma apasionada veneración de la que solo la ópera es capaz.
[1] El archivo de Luis París del Teatro Real de Madrid contiene 16 libros de director de finales del siglo XIX. Dicho archivo está localizado en el MAE- Centre de Documentació de les Arts Escèniques del Institut del Teatre de Barcelona.
[2] MADRIZZY. (1913). Pág. s/n
[3] JJC. (1901)
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