Nuestro cerebro está preparado para procesar traumas, incluso traumas severos.
Sólo el 20% de las personas que sufren traumas desarrollan un trastorno por estrés postraumático, caracterizado por la presencia de hiperactivación, revisualización y por la evitación de determinados estímulos que pueden estar relacionados directa o simbólicamente con la experiencia traumática. Para un acercamiento profano al tema pueden volver a ver el film de Alfred Hitchcock Marnie, la ladrona (1964).
Las experiencias traumáticas más que recordar se suelen revivir. Nuestro procesamiento prefrontal, el mismo que nos hace animales sofisticados, se bloquea ante un trauma y éste se procesa a un nivel más primitivo, incluso a nivel somático o corporal. A veces codificamos más los aspectos sensoriales que los datos o el significado de una experiencia.
Los cognitivistas piensan que lo esencial es el pensamiento y afirman que las personas, continuamente, hacemos una distorsión cognitiva positiva. Necesitamos pensar que somos buenos hijos, buenos padres, etc.
Lo primero que cabría trabajar sobre esa experiencia traumática es el detalle. Conviene favorecer la descripción de imágenes y otras modalidades sensoriales de la experiencia. Más tarde, es crucial promover una auténtica conexión con las emociones y aún más tarde con el sentido y el significado de esa experiencia.
El campo de la ingeniería de materiales ya llamaba resiliencia a la capacidad de un cuerpo para volver al estado previo a sufrir un trauma cuando la psicología positiva empezó a utilizar este término para describir esa capacidad en el ser humano. Y el ser humano tiende, lamentablemente, a pensar que posee esa capacidad en menor grado que en el que la posee realmente.
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