31 escritores argentinos responden una misma pregunta del ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti
“DÓNDE MUEREN LAS PALABRAS” ES EL TÍTULO DE UN FILM DE 1946, DIRIGIDO POR HUGO FREGONESE Y PROTAGONIZADO POR ENRIQUE MUIÑO. ¿DÓNDE MUEREN LAS PALABRAS?
En la muerte. Sólo así. En esa segunda certeza.
Las palabras no mueren, las palabras pueden desaparecer si se las abandona. Muere quien las dice, quien las escribe, quien las olvida.
Algunas mueren de muerte natural, caen en desuso, como “aldaba” o “fanega” …; ya no se llama a la puerta con una mano metálica, los granos cosechados ya no se miden en fanegas. Otras van cambiando de sentido en relación con el contexto social y la evolución tecnológica. “Lenguajes fruto de una construcción histórica y a su vez argamasa esencial de la historia. Sin lenguajes no hubieran sido posibles leyes, ni códigos, ni hombres viviendo en sociedad. En su comienzo, lenguajes de manos y gestos acompañando voces que devienen palabras cuando los grupos humanos le acuerdan un sentido común a las mismas. Luego, casi ayer, la escritura, sobre tablas de arcilla, piedras o pergaminos, los hombres trasmitiendo huellas y saberes. Hoy, Google, Twitter, Facebook… revolucionando los soportes tecnológicos de la comunicación, alterando nuestra percepción del tiempo y del espacio. No tenemos la distancia necesaria para percibir en toda su magnitud las líneas de fractura que estamos atravesando, que nos atraviesan. Historia podrá describir mañana estos tiempos densos, filosos, quebrados, los tiempos de cambios radicales que estamos viviendo mas que no podemos aprehender pues en ellos estamos nadando. Como ratones en temblores de tierra los poetas sentimos vibraciones del lenguaje anunciando sismos de mayor magnitud. Interrogarse sobre la esencia del lenguaje, sobre el sentido común que les dan los hombres a las palabras para comunicarse entre ellos, sobre el valor de la poesía para renovar sentidos y sonidos de las palabras, tal vez sea tan importante como los equilibrios presupuestarios o las curvas de crecimiento para una humanidad que se busca a sí misma en estos comienzos del tercer milenio.” (Extraído de “Lenguaje poético en contexto de crisis”, 2012, conferencia pronunciada en la Embajada de la República Argentina en Francia.)
La “batalla del lenguaje” forma parte de la batalla por el tipo de sociedad en que queremos vivir; en períodos de crisis se buscan palabras en el almacén de la lengua, algunas son llamadas a servicio para designar nuevos objetos o fenómenos. La disputa por la apropiación de las palabras es permanente: “paraísos fiscales”, “transparencia de mercados”, “países emergentes” … Es aquí donde la confusión florece y la célebre frase de Albert Camus, “Nombrar mal las cosas, es sumar a la desgracia del mundo”, adquiere mayor sentido.
En la cursilería. Se ahogan sin remedio.
Una buena pregunta. Al pie del patíbulo. Y la literatura idisch también esto lo pondría en duda.
Será donde mueren los pájaros, a pesar de que, citando a Alejandro Dolina, “los refutadores de leyendas” dicen que las palabras no mueren nunca y estarán por toda la eternidad en el cosmos.
Cuando empiezan los besos; o irrumpe la música. O, a veces, cuando un gesto lo explica todo.
Las palabras no mueren. Las personas mueren.
Aunque no recuerdo el film, desde ya digo que las palabras no mueren, porque no sólo permanecen en su forma escrita sino en la memoria almacenada a través del tiempo aun si rescatáramos sólo la parte de algún episodio. Como si el tiempo tuviera una sola realidad, la de aquellas miniaturas semánticas que habitan el instante.
En el aburrimiento.
En el tormento, en la enfermedad, en el hambre que no se modifican con el sana-sana de algunas frases bien pensadas, aunque la intención sea buena.
En el impreciso límite que les impone su reducida capacidad de expresión. Lo inexpresable, lo inefable, lo que llamaríamos “lo real real” está más allá de las fronteras que alcanza el lenguaje. La poesía es capaz, en sus logros más acertados, de aludir a lo que está más allá del poder de las palabras, aunque, paradójicamente, esté hecha enteramente de palabras.
En el lenguaje corporal, que es el lenguaje concreto por excelencia. Si no se puede verbalizar —o abstraer— determinados sentimientos, se actúan. Es lo que nos sucede actualmente como sociedad. Te doy un ejemplo: en alguna época, cuando nos referíamos a “cortar el rostro” a otra persona, sabíamos que se trataba de anular todo trato con ella. Ignoro en qué momento esas palabras tomadas como la abstracción de una conducta se transformó en la conducta en sí y asistimos sorprendidos y alarmados a una seguidilla de jóvenes que por celos o lo que fuera, marcaban con navaja el rostro de algún compañero o compañera.
Considero que el auge de ciertos postulados de lingüística ha influido en la pauperización del lenguaje actual, donde el objeto es lo que es, sin más significación que eso.
No sé si se comprende la raíz del problema. O quizás sí, pero es difícil revertirlo.
Donde empieza la música. La idea es que la verdad se continúa. Desde luego, las palabras son sonido, y para la poesía y la prosa cuidada, poesía. Solo un ejemplo de lo que indico: la obra de Marguerite Yourcenar.
¿Dónde mueren las palabras? Si tomamos las palabras como forma de lenguaje comunicacional desde la lengua como órgano, los gestos, los silencios, los actos, entonces, las palabras existen desde que existe el hombre y con el último hombre morirá.
En la estupidez humana.
Mueren donde se es cómplice del verdugo.
Mueren donde el puente se dinamita y no hay forma de comunicarse.
Mueren donde hay un pensamiento único y, por ende, nadie piensa.
Las palabras mueren en la boca muda, no en el silencio que es enriquecedor y nos habla con otros signos. Las palabras mueren en el “eco” que repite un sinsentido.
Buena pregunta. Pueden morir en diferentes lugares, creo que la canción “Nocturno”, de Rafael Alberti y Paco Ibáñez, hace una buena síntesis de esos sitios.
Las palabras no mueren mientras exista un hablante o quede un registro escrito, cuando la especie humana no exista. Mueren las personas.
Aunque indagando la naturaleza y los alcances del lenguaje, algunos nominalistas llegaron a afirmar que el hombre jamás podrá nombrar la realidad porque la mediación expresiva lo retiene en lo ficcional, nuestra cultura está sostenida en palabras, y si ellas desaparecen se derrumba lo que construimos como civilización. Las palabras morirán cuando desaparezca el último ser humano.
Las palabras viven hasta en el silencio y en el olvido.
De las palabras puede decirse todo, hasta que mueren. Y entre otras cosas, hay que decirlo con palabras. La paradoja es que para saber que una palabra ha muerto hay que usarla, si no, no hay manera de saberlo. La palabra péñola ¿la damos por muerta? Mientras siga en el Quijote seguirá mandando alguna señal.
El hecho de que no la usemos no es más que un hecho, no una ceremonia fúnebre. En todo caso, lo que sí es cierto, es que hay cosas que, para decirlas, no se encuentran palabras. Hay otros lenguajes, sin palabras, que son tan válidos como las palabras; y a veces más. Pero un cementerio de palabras, que seguramente existe en cualquier idioma, es siempre provisorio, hay que saber que todas mantienen por las dudas un ojo abierto.
Las palabras mueren en la afasia y ello se produce cuando ya nada nos conmueve, el disco sigue girando, pero ya no hay quien escuche.
Donde nace el poema, o la “otra” palabra.
Donde nace el amor, la perplejidad de sentir.
En la angustia.
En las zonas bancarias, al mediodía, cuando lo único que parece importar son la suma y baja de las cotizaciones en las pizarras de la Bolsa y los sueños profanos de sus intérpretes. Pero también mueren en las páginas mal escritas, en las obras traducidas sin rigor y en la impotencia de la propia lengua para elaborar la palabra que falta.
Siendo subjetivos, y recordando un poema de Santiago Sylvester en el que habla de su madre (algo así como “mi madre piensa que el universo – o el mundo – se terminan con ella, y en algún sentido tiene razón”), yo creo que las palabras se terminan en la muerte. Si no estamos, no hay nada, en lo que nos concierne. Y eso incluye las palabras. Sobre el resto, siempre habrá algo que decir.
Uno de mis primeros libros de relatos se llama “En el fin de las palabras”. Lo indecible, el éxtasis determina esa muerte.
Las palabras, así como las personas, mueren por cansancio. Cuando no son escuchadas y se gastan. Cuando no encuentran ni una música para hacer de letra y probar el sonido de una voz. Allí comienza a hablar el cuerpo. Con idioma de síntomas y mudas referencias.
Hay escritores, no sé por qué pienso en Charles Dickens, que con su obra iluminan o dan sombra a una época, con la velocidad que crean, con los tiempos que acompasan y marcan algo más allá de las palabras. Los silencios. Los auténticos cambios de época.
Las palabras, como decía Ralph Waldo Emerson, pueden ser fósiles. Las palabras quizá mueran en el insulto gratuito, en la necedad y en la intención de imponer una verdad. Luego siempre intentan seguir en movimiento, incluso allí donde hay desierto y piedras.
En la meditación.
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