A lo largo de la historia, la crítica literaria se ha presentado de tres maneras considerablemente diferentes: como crítica normativa, como crítica interpretativa y como crítica descriptiva.
I
Para emprender el análisis de cualquier texto de crítica literaria, el filólogo deberá hacer uso de lo que Ramón Xirau denominó «un lenguaje en tercer grado»[1]. Como bien señalaba el ensayista y poeta catalán, existe el lenguaje de la obra (poema, cuento, novela, etc.), el lenguaje que utiliza el crítico para referirse a esa obra y el lenguaje que describe —a la vez que juzga— los métodos empleados por el crítico. Este tercer lenguaje, aun sin ser auténticamente yo un filólogo, será el que emplearé en el presente artículo.
Según Corominas, la palabra crítica viene del latín crisis, que, en su segunda acepción, significa ‘momento decisivo en un asunto de importancia’. Esta palabra, a su vez, deriva del griego krísis, término de la cual también derivan krínō, ‘yo decido, separo, juzgo’, kritikós, ‘que juzga, que decide’, y kriterion, ‘facultad de juzgar, regla’.[2]
- COROMINES VIGNEUX, JOAN (Autor)
Con el correr del tiempo, el vocablo crítica ha pasado a significar, en el lenguaje cotidiano, ‘censura, ataque’; en el lenguaje científico —como es el caso de la expresión «espíritu crítico»—, ‘facultad analítica’, y en el lenguaje de la moral y de la estética, ‘discernimiento’. De modo que, cuando Alfonso Reyes tituló El deslinde a una de sus obras, en efecto, se estaba remitiendo a uno de los sentidos primigenios de la palabra en cuestión.
Ahora bien, cuando hablamos de crítica literaria nos estamos refiriendo a una actividad que es capaz de abordar su objeto de estudio desde distintas perspectivas de análisis (incluso cuando el propio crítico piense que lo hace desde una sola).
En este sentido, el caso de Nicolás Boileau es bastante ilustrativo. El célebre poeta pretendió dejar sentadas ciertas reglas literarias y, por consiguiente, su crítica fue esencialmente normativa, pero no dejó de ser por ello estimativa, enjuiciadora e incluso polémica. André Breton, por su parte, en el Manifiesto del surrealismo de 1924, practicó una crítica también polémica, pero que, además, era programática, metafísica y poético-filosófica.
Tal como podemos advertir, salvo la que realizan algunos historiadores de la literatura cuando intentan precisar una fecha o un tejido de relaciones cronológicas, no hay crítica literaria que adopte una sola modalidad. Y si esto es así, estimado lector, es porque toda crítica literaria parte de una determinada idea de literatura, idea que —por más que muchos críticos lo nieguen— será tan compleja como la concepción de mundo de la cual aquélla se desprenda.
II
A lo largo de la historia, la crítica literaria se ha presentado de tres maneras considerablemente diferentes: como crítica normativa (por ejemplo, los casos del ya citado Boileau y de los críticos del Neoclasicismo europeo), como crítica interpretativa (por ejemplo, los casos de la crítica psicoanalítica y la crítica sociológica) y como crítica descriptiva (por ejemplo, los casos de los métodos fenomenológico, estilístico y formalista). Ante semejante variedad de escuelas críticas, es conveniente analizar tanto aquello que afirman con dogmatismo como aquello que rechazan con recelo.
Así, por ejemplo, veremos que la ciencia literaria (uno de los últimos «avatares» de la crítica normativa) ha permitido que la claridad, quizá su principal virtud, se vea en muchas ocasiones amenazada por incurrir en el error de tomar lo abstracto por concreto; que la crítica psicoanalítica, por su parte, ha influido a muchos autores, incluso cuando ésta esté tenida por excesivamente subjetiva; que la fenomenología no ha dado lugar a ninguna escuela de crítica literaria propiamente dicha, pues los críticos que se inician como «fenomenólogos» (si es que es apropiada la expresión) tienden a convertirse en críticos formalistas; que la crítica estilística, cuando es estructural, suele convertirse en lingüística, fortaleciendo así las fallas ligadas al exceso de abstracción ya mencionado, pero cuando es diacrónica e intersubjetiva —como la de Leo Spitzer o la de Dámaso Alonso— suele sortear estos escollos; que la crítica sociológica nos permite tomar consciencia de la necesidad de volver a concebir la literatura como un hecho social, pero que, asimismo, sus intentos de reducir la literatura a una cantidad de leyes sociales (muchas veces aplicadas con arbitrariedad) pueden ser insuficientes al momento de justipreciar una obra literaria.
En suma, una escuela crítica vale más por los aportes individuales de los críticos que la conforman que por la serie de principios abstractos y dogmáticos de los que aquélla se jacta. Por tanto, la crítica literaria debe aspirar a ser una forma metódica lo suficientemente flexible para que la obra que se estudia no sea reducida a un patrón preconcebido. «La crítica es el ejercicio del criterio: destruye los ídolos falsos, pero conserva en todo su fulgor a los dioses verdaderos», decía el gran José Martí, y yo lo aplaudo.
III
Siempre me llamó la atención que algunas de las mejores páginas de crítica literaria hayan sido escritas por filósofos. Y no lo digo porque el hecho literario (y principalmente el poético) no sea del interés de la filosofía, sino más bien porque uno espera que de estos asuntos se ocupen los especialistas en teoría literaria o, en su defecto, los mismos escritores. Ahora bien, si por una parte los filósofos son críticos y tienden a serlo más cuando la obra poética que analizan es parte de su filosofía, los críticos son también filósofos de alguna forma.
El crítico, como se ha dicho, posee una determinada concepción de mundo y, por tanto, lo que expresa en su crítica es tanto la intención de la obra examinada como su propia intención, intención que la obra revela al fin y al cabo. No hay aquí absolutos ni consideraciones unívocas, pues la univocidad —apreciada por la ciencia— pierde sus privilegios una vez que ingresa en los dominios del arte.
El crítico, como lector atento, viene a añadir su propia divergencia participante al poema. Así, la creación artística y la recreación de ella en la lectura terminan por representar un mismo juego de reconocimientos; el juego de los matices que conducen a entendernos, quizá, más por las diferencias que por las similitudes. Sin duda, la lógica pura es una forma de ver y entender. La otra forma es la que nos hace participar de tal manera de la obra que nos veamos obligados a devolverla al lugar de prestigio que en realidad le corresponde. Así, El Quijote que escribió Cervantes no es el mismo que surgió después de las múltiples lecturas divergentes y por eso mismo enriquecedoras que aportaron, respectivamente, Unamuno, Ortega, Borges y Foucault.
Quizá la intuición sea otra forma más de ver y entender. De ser así, tanto la labor del crítico como la del poeta serían actividades concurrentes. Los significados que busca la crítica —que busca el poeta, que busca el artista— no son, por supuesto, significados lógicos. Son fundamentalmente significados emotivos, imaginativos y variables.
«La forma más alta, como la más ínfima, de la crítica es una especie de autobiografía», decía Oscar Wilde. Por tanto, la crítica deberá ser intersubjetiva y, como tal, mucho más próxima al trabajo de un crítico concreto que al de una determinada escuela de pensamiento.
[1] Ramón Xirau. Entre la poesía y el conocimiento, Fondo de Cultura Económica, México, 2001.
[2] Véase, Joan Corominas. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, 3.ra edición, Gredos, Madrid, 1973.
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