Releer a autores consagrados no siempre supone volver a sumergirse en la mejor literatura; también representa una ocasión para revisar su calidad literaria, confirmarla o corregir su consagración.
No todas las obras que en algún momento de la historia de la literatura consiguieron reconocimiento de la crítica y pasaron a formar parte del canon con vocación de clásicas alcanzan su objetivo.
La mirada retrospectiva, con la objetividad que concede la distancia del tiempo, las coloca en el lugar que verdaderamente les corresponde. Esto es lo que sucede con esta novela de Boris Vian (Ville-d’Avray, 1920-París, 1959).
Publicada en 1946 bajo el seudónimo de Vernon Sullivan (el verdadero nombre del autor figuraba como traductor), Escupiré sobre vuestra tumba, la primera novela de Vian, ha pasado a ser, con ‘Que se mueran los feos‘ y ‘Todos los muertos tienen la misma piel‘, una de las más renombradas del autor. Y ni entonces ni ahora mayor renombre fue ni es sinónimo de mayor calidad. Porque es generalmente sabido que la fama puede conseguirse por derroteros que nada tienen que ver con la excelencia. A mi entender la popularidad de Vian se debió en su época a una consciente intención provocadora, que, en cualquier caso, garantiza divulgación y número de ventas. Que el autor francés no viera cumplidas estas expectativas hasta después de su muerte no significa que no apuntara a ellas de forma inmediata.
Ciertamente, el revuelo que levantó en el mundo literario y social su ópera prima, que fue prohibida y tildada de inmoral y de ultraje a las buenas costumbres, y, en consecuencia, le acarreó diversos juicios, no contradice la intención provocadora como instrumento para encumbrarse como celebridad, más bien confirma la sospecha de una estrategia.
Declino entrar en un juicio moral de la que fue la novela más cruda de Vian, que se deleita ampliamente en las escenas de sexo explícito entre el protagonista, Lee Anderson, y jóvenes muchachas menores de edad, incluidas violaciones, porque ni el tema ni el registro suponen, en sí mismos, un desprestigio literario. Quiero referirme a la arquitectura de la novela, que no se sostiene como historia coherente ni verosímil, a juzgar por lo que al principio de la narración se nos anuncia que pretende.
Supuestamente debiera tratarse de una novela negra, la maquinación de la venganza de un protagonista que desea ajustar cuentas con la raza blanca, a la que culpa de la muerte de su hermano menor, que fue despreciado y asesinado por pretender a una mujer de raza negra. Sin embargo Vian dedica a este objetivo contadísimas líneas: al principio y al final; el grueso de la trama (es decir, prácticamente toda) lo componen las escenas de sexo y borracheras en las desenfrenadas fiestas, a las que se entrega con fruición el protagonista, un afroamericano, albino, que pasa desapercibido como negro a la sociedad blanca y por ello es aceptado sin reticencias como un igual.
El texto tampoco consigue otro pretendido objetivo del autor: combatir el racismo denunciando la segregación y persecución de los ciudadanos de raza negra en los estados del Sur de los EEUU. Lejos de lograrlo, el cinismo, la rudeza, el desabrimiento, la extrema frialdad y la absoluta falta de sensibilidad de Anderson suscitan en el lector un rechazo visceral hacia el protagonista y consiguen lo contrario al supuesto propósito del autor. A lo largo de la lectura nada hace pensar que Lee Anderson pretenda una venganza; el protagonista parece haber olvidado por completo la intención declarada en los inicios para entregarse al deleite de lo que en realidad le interesa: el sexo explícito, salvaje y descarnado bajo los efectos del alcohol.
No cabe duda de que Boris Vian fue un personaje polifacético, vital y extremadamente inquieto, frecuentó las más vanguardistas tendencias intelectuales de su tiempo —se acercó al existencialismo y conoció a Sartre y a Camus—. Abierto a todas las experiencias manifestó vocación por desmesuradas fiestas, se dedicó a una amplia palestra de actividades y emprendió variopintos proyectos. Ingeniero de formación, abandonó con los años la profesión para dedicarse a la escritura creativa (novela, teatro, poesía) y al periodismo y a la traducción, a la música (jazz, como intérprete y como compositor), y destacó en todos los campos. Pero es evidente que fue también un provocador nato: en 1953 el Colegio de Patafísica —una sociedad fundada para escarnio y burla de las Academias Francesas del Arte y de las Ciencias— le nombró «Sátrapa Trascendente». Y no solo de provocación vive (o debiera vivir) la buena literatura.
Boris Vian
Escupiré sobre vuestra tumba
Ed. El País, 2004
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