Las nueve musas
Galicismos

Consideraciones acerca de los galicismos

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En el último artículo que escribí para esta sección abordé el tema de los extranjerismos. En éste, me ocuparé concretamente de aquellos que durante mucho tiempo fueron los más habituales en nuestra lengua: los galicismos.

Estimo que tres breves apartados bastarán para cumplir con mi tarea

I- Presencia histórica del francés en el idioma español

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A diferencia de lo ocurrido con el inglés, cuya influencia en nuestro idioma se revela en épocas mucho más recientes, la presencia del francés puede advertirse en los mismísimos albores de la lengua castellana. En efecto, son muchos los documentos que demuestran el influjo del provenzal en la poesía épica,[1] la lírica cortesana y los textos jurídicos españoles de los siglos XI y XII. El propio Antonio de Nebrija, en su Vocabulario español-latino de 1494, contrapartida del célebre Diccionario latino-español que publicó dos años antes, recoge una larga nómina de palabras adaptadas del francés, tales como paje, manjar, forja, jardín, sargento, jaula, ligero, cofre, reproche o trinchar. El Siglo de Oro, por su parte, incorpora voces como potaje, corchete, arandela o mosquete.

Pero recién en el siglo XVIII, con el advenimiento de los Borbones, se dará la gran invasión de voces francesas en España. Esta irrupción, por cierto, coincide con el prominente momento que atravesaban las letras galas, promotoras continentales del Neoclasicismo, con cuyas obras, ya sea en traducciones, ya sea en imitaciones, se procura suplir la escasa solvencia de la literatura española. De este período son las voces petimetre, coqueta, lacayo, silueta, avalancha, entre tantas otras.

El siglo XIX es testigo de nuevos aluviones. Los oficios traen una plétora de términos extraños; los carpinteros tienen guillames y guimbardas, y hacen ingletes; los albañiles usan talochas; los cerrajeros ponen gachetas y picoletes; los vidrieros tienen grujidores, hacen biseles y emplean el safre; los barberos se convierten en peluqueros y hacen bucles y tirabuzones; los constructores de vehículos hacen cabriolés, landós, bombés, etc., y hay en ellos sopandas, bacas, capotas, etc. La lista, como puede deducirse, es interminable.

Contra esa tendencia reaccionaron puristas de la talla de Rafael María Baralt, quien publicó en 1855 su Diccionario de galicismos. En rigor a la verdad, no todo lo que denuncia Baralt como galicismo en esa obra lo es en realidad. De hecho, el padre Juan Mir y Noguera lo amonestó en más de una ocasión por haber incluido en su índice voces y giros muy castizos. En cuanto al padre Mir, bastará decir que en su obra condena con dureza el afrancesamiento de muchos escritores de su tiempo, pues los consideraba responsables del estado de corrupción del castellano.[2]

Huelga decir que el padre Mir exageraba. Nadie podrá tildar de superflua o viciosa la incorporación a nuestro léxico de voces como jardín, forjar, cofre, chimenea o banal. «El empréstito de voces que se hacen unos idiomas a otros es sin duda útil a todos, y ninguno hay que no se haya interesado en este comercio»[3], escribía el padre Feijoo en 1726, y, en tanto los préstamos idiomáticos se adapten debidamente a las particularidades morfosintácticas de la lengua receptora —el español, en nuestro caso—, no sería prudente contradecir el sentido de la cita.

II- Los galicismos sintácticos, una incorrección que continúa todavía

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Tal como hemos visto, el léxico español cuenta con un buen número de palabras que en su momento fueron consideradas galicismos, al igual que en nuestros días lo son las voces gourmet o coiffeur.[4] La proximidad geográfica, las relaciones políticas y los nutridos intercambios culturales bien pueden explicar la razón por la cual los préstamos lingüísticos franceses aventajaron desde siempre, en número y en constancia, a los de otros países europeos.

Con todo, mucho más condenables que los galicismos léxicos son los galicismos sintácticos o de construcción. En primer lugar, porque revelan mayor dejadez en los traductores, y en segundo lugar, porque violan más impúdicamente las leyes del idioma.

Construcciones del tipo problemas a analizar, tareas a realizar, etc., que tanto abundan desde hace mucho tiempo, tienen origen en el francés. La fórmula española equivalente es problemas que hay que analizar. «Hay otra fórmula que los puristas dan por equivalente y que no lo es: tarea por realizar»[5], dice Seco. A la longitud y pesadez de la forma española se contrapone la agilidad de la foránea, lo que explica la mayoritaria aceptación de este tipo de sintagmas. Por fortuna, los escritores más escrupulosos procuran evitar siempre este tipo de construcción. Tampoco son recomendables las construcciones, asimismo galicistas, en que la preposición a, situada entre dos sustantivos, ocupa el lugar de la preposición de, como en vehículo a motor, avión a reacción, barco a vela, mechero a gasolina, etc., en lugar de sus equivalentes, correctas en español, vehículo de motor, avión de reacción, barco de vela, mechero de gasolina, etc. El uso, no obstante, impone algunas de estas construcciones, pues, como dice Seco, «olla de presión [que es la forma teóricamente correcta, en lugar de olla a presión, que es el galicismo] no se oye nunca»[6].

Al igual que éstas, se han generalizado, y ello va en aumento, construcciones como es por esto que en lugar de es por esto por lo que; no importa qué día en lugar de no importa en qué día; cuento sobre usted en lugar de cuento con usted; el gran actor que es fulano en lugar de qué gran actor que es fulano, etc.

  III- Los «falsos amigos», un problema que no sólo es de traductores

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La frase falsos amigos, como no podía ser de otra manera, está calcada del francés faux-amis, término usado por primera vez por Koessler y Derocquigny en su libro de 1928 Les faux-amis ou les trahisons du vocabulaire anglais. De acuerdo con la definición de Casares, los falsos amigos «presentan una fisonomía tan conocida del traductor que éste los traslada a su propia lengua tal como vienen, sin detenerse a averiguar lo que realmente significan»[7]. Este traslado está fundamentado en una presunta semejanza morfológica o fonética entre la palabra traducida y la que el traductor elige como posible traducción. Un ejemplo típico es el vocablo francés embrasser que se asemeja a abrazar, pero que en realidad significa ‘besar’. Naturalmente, no todos los falsos amigos vienen de Francia.

Ahora bien, es preciso aclarar que este problema no es exclusividad de los traductores. Cuenta Heriberto Quesada que Antonio Risco (hijo de Vicente Risco, prestigioso representante de las letras gallegas), durante el período en que fue lector de español en un instituto de Pau (Francia), se encontró a un compatriota que se dirigía al consulado para pedir un certificado de nacimiento con el propósito de cobrar el retiro; aquél, pese a llevar varios años viviendo en el país, traducía nacimiento por nacencia (de renaissance), cobrar por tocar (de toucher) y retiro por retreta (de retraite), con lo cual terminó diciendo que iba al consulado a pedir un certificado de nacencia para poder tocar la retreta.

Quizá por falta de atención, algunos editores dejan pasar traducciones excesivamente literales, que casi siempre desvirtúan el sentido del texto original. Muchas veces pomme de terre se ha traducido como manzana de tierra y no como papa o patata. Del mismo modo, la traducción literal de faux titre por falso título o título falso en lugar de anteportada o portadilla se ha convertido en un error más que frecuente. Pero no nos engañemos, todo esto viene de hace tiempo, ya Lope y Tirso escribían el vidrio del agua en lugar de vaso de agua en sus comedias.


[1] En el Poema del Cid, por ejemplo, se han advertido ya influencias de las canciones de gesta francesas, en algunos detalles como plorez des oilz y de los sos oios tan fuerte mientre llorando.

[2] Véase Juan Mir y Noguera. Prontuario de hispanismo y barbarismo, Madrid, Sáenz de Jubera, 1908.

[3] Paralelo de las lenguas castellana y francesa.

[4] Recordemos que los galicismos no adaptados, al igual que cualquier otro extranjerismo en la misma condición, deben escribirse en cursiva.

[5] Manuel Seco. Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española, Madrid, Espasa-Calpe, 1986.

[6] Ibíd.

[7] Julio Casares. Cosas del lenguaje. Etimología. Lexicología. Semántica, Madrid, Espasa-Calpe, 1961.

Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi nació en 1973 en la provincia de Córdoba, Argentina.

Es docente de Lengua y Literatura, y hace varios años que se dedica a la asesoría literaria, la corrección de textos y la redacción de contenidos.

Ha dictado seminarios de crítica literaria a nivel universitario y coordinado talleres de escritura creativa y escritura académica en diversos centros culturales de su país.

Cuenta con seis libros de poesía publicados, los dos últimos de ellos en prosa:
• «Por todo sol, la sed» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2000);
• «La gratuidad de la amenaza» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2001);
• «Íngrimo e insular» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2005);
• «La ciudad con Laura» (Sediento Editores, México, 2012);
• «Elucubraciones de un "flâneur"» (Ediciones Camelot América, México, 2018).
• «Las horas que limando están el día: diario lírico de una pandemia» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Su primer ensayo, «Leer al surrealismo», fue publicado por Editorial Quadrata y la Biblioteca Nacional de la República Argentina en febrero de 2014.

Tiene hasta la fecha dos trabajos sobre gramática publicados:
• «Del nominativo al ablativo: una introducción a los casos gramaticales» (Editorial Académica Española, 2019).
• «Me queda la palabra: inquietudes de un asesor lingüístico» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Desde 2009 colabora en distintos medios con artículos de crítica cultural y literaria.

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