Para componer los retales de la vida de Poncio Pilato hay que estudiar cuidadosamente los datos históricos, que son por desgracia escasos, y compararlos continuamente con lo que de su figura se cuenta en los Evangelios.
Incluso en las Escrituras encontramos los hechos sobre Pilato narrados bajo puntos de vista diferentes, y esto conduce al desconcierto a la hora de determinar qué había dentro de esta figura, la más denostada de todos los tiempos, ejemplo de crueldad para muchos y sin embargo santificada como mártir por las iglesias griega y copta.
“Quid est veritas?” (¿Qué es la verdad?), la frase sobre la que tanto se ha discutido a lo largo de los siglos, pronunciada por Pilato durante el interrogatorio a Jesús, se evoca continuamente durante la ardua tarea de esclarecer no ya el misterio al que hacen alusión las Escrituras, sino aquél que representa la figura misma del procurador romano.
Algunos historiadores sitúan el nacimiento de Lucio Poncio Pilato en Hispalis, la ciudad que hoy día se conoce como Sevilla. Se da por seguro que el apellido Pilato provenía de Pilum, o sea, la lanza que se entregaba junto con la ciudadanía romana por méritos militares. El padre de Pilato, Marcus Pontius, habría añadido a su propio nombre el del honor recibido, y de ese modo al venir al mundo su hijo heredaba el nuevo apellido, ya romanizado, puesto que el origen de Marcus Pontius era español.
Lucio se incorpora al ejército romano bajo las órdenes de Germánico, siendo éste el primer paso de un cursus honorum que le conduciría a obtener el cargo de procurador de Judea en el año 26. Es más que probable que para este nombramiento pesara sobre el ánimo de Tiberio el hecho de que Pilato hubiese contraído matrimonio con Claudia Prócula, bisnieta de Augusto, y nieta del propio Tiberio por alianza. Para documentarnos sobre este matrimonio contamos tan solo con la aportación de Tácito en sus ‘Anales‘, Suetonio en la ‘Vida de los doce césares‘, y con las ‘Saturnales‘ de Aurelio Macrobio; pero si el primero resulta escueto los otros dos no son muy dignos de confianza: Suetonio por chismoso y Macrobio casi por difamador -llegó a insinuar una relación más que inapropiada entre Tiberio y Claudia Prócula que habría tenido su escenario en las orgías que, según sus detractores, celebraba el emperador en Capri-.
Sobre estas orgías relata Suetonio que “Habituaba a niños de muy corta edad, a los que llamaba sus `pequeños peces´, para que mientras nadaba se deslizaran entre sus muslos y jugaran provocándole poco a poco sus instintos con su lengua y mordiscos”, y no contento con eso -siempre según Suetonio- “a niños ya creciditos pero todavía no destetados, se los acercaba a la región inguinal a modo de teta”. Por los visto Macrobio, dejando llevar la imaginación por los rumores de corrupción en Capri, se inspiraba en un cuadro de Parrasio que Tiberio dispuso poner en su dormitorio en el que Atalanta daba placer con la boca a Maleagro, para insinuar que Claudia Prócula era la Atalanta de su medio abuelo. Fueran ciertos o no los rumores sobre esta relación, el caso es que el matrimonio entre Poncio Pilato y Claudia Prócula no debía andar muy mal cuando se prescindió de la Lex Oppia -que facilitaba a los funcionarios romanos destinados a otras provincias dejar a la esposa en casa-, para que Claudia pudiera seguir a su marido a Judea; si lo hizo huyendo de las pretensiones licenciosas de Tiberio es algo que nunca sabremos, pero lo que sí resulta meridiano es que de haber participado con gusto en tales prácticas hubiera sido más lógico que permaneciera en Capri.
Por interesante y erótico que resulte el relato de Suetonio sobre los desmanes del César no resulta muy digno de crédito, y parece más bien una maniobra de sus enemigos -que eran abundantes- destinada a promover el odio hacia su persona. Por otra parte se sabe por algunos textos apócrifos que Claudia Prócula había llegado a simpatizar con las costumbres judías, y este hecho nos obliga a descartar la posibilidad de que se tratara de una mujer que tendiera a ser liviana. Los tratados modernos sobre Tiberio se encargan de rehabilitar la memoria de éste en aquel sentido, y por tanto será menester conceder a ambos el beneficio de la duda.
Ante el matrimonio se extiende un panorama nada halagüeño: Poncio venía a gobernar un pueblo que hacía gala de un fanatismo religioso extremo, y que mostraba una oposición cerril a todo aquéllo que pudiese contravenir en lo más mínimo las tradiciones propias. El territorio de Judea había obtenido de Augusto el favor, entonces inaudito, de poder conservar el culto a su Dios rechazando así a los dioses romanos, amén de mantener las costumbres que consideraban santas. Ya sin la intervención de los romanos el panorama político en Judea era extremadamente peligroso, pues entre los mismos judíos se llevaban a cabo las maquinaciones más despiadadas para obtener el poder; el mismo Herodes intentaba agradar por todos los medios a Tiberio desde su posición de tetrarca en Galilea, y a tal efecto funda una ciudad en torno al lago Genesaret que llevaba por nombre Tiberíades en honor al emperador. Esta ciudad era “contraria a la ley judía por haber sido fijado el asentamiento de Tiberíades entre monumentos funerarios” (Flavio Josefo, ‘Antigüedades de los judíos‘. Josefo aclara que quienes habitaran tales tierras se encontrarían en estado de impureza durante siete días -trataremos esta aversión de los judíos por todo lo concerniente a la muerte más adelante, en relación al enterramiento de Jesús, pero por el momento tomaremos la cuestión religiosa solo para tener en cuenta a la representación de la misma en la figura del Sanedrín como otro frente abierto contra el Imperio romano-. Por otro lado Vitelio presiona desde Siria para controlar a Pilato en el puesto que ostenta, temeroso de perder su propio favor con el César, siempre al acecho de cualquier error del que informar a Tiberio con intención de ponerle en contra de su protegido, y la ocasión llega con el traslado del ejército de Cesarea a Jerusalén para pasar el invierno.
Según Josefo, Pilato “con la intención de acabar con las costumbres judías concibió la idea de introducir en la ciudad las efigies del emperador que portan los estandartes militares”; parece ser que “los procuradores anteriores efectuaban su entrada en la ciudad con estandartes desprovistos de tales adornos”, y hete aquí que Pilato quería ir más allá de lo que habían llegado sus predecesores, seguramente harto de un fanatismo que por fuerza tenía que resultarle incomprensible. Para evitar tumultos efectúa la operación en plena noche, y se queda en Cesarea mientras el ejército se establece en Jerusalén. En Cesarea se encuentra con el espectáculo de una multitud que pide con súplicas la retirada de los estandartes, y entonces sucede un hecho que recoge Flavio Josefo en sus crónicas, y que arroja mucha luz sobre el carácter de Pilato:
“Él no accedió a sus ruegos porque comportaban una ofensa contra el emperador, y en vista de que ellos no dejaban de importunarlo con sus peticiones, el sexto día, luego de situar el ejército en armas a escondidas de los suplicantes, subió él al estrado”. Pilato da la orden al ejército, y amenaza a la multitud con darles muerte, pero la multitud se arroja al suelo “poniendo al descubierto sus cuerpos para ser atravesados por las espadas”, pues preferían la muerte que contravenir sus leyes; y ante tal situación “Pilato, maravillado de la entereza que observaban en la observancia de sus leyes, ordenó inmediatamente trasladar las efigies de Jerusalén a Cesarea”.
O sea: tenemos un hombre decidido a ejercer con todo celo el cargo con el que le han distinguido, que usa su poder para lo que razonablemente considera la reacción apropiada de un jefe del ejército, y que llegado el caso es capaz de mostrar empatía y comprensión para con gentes que no podían inspirarle simpatía alguna. El ser sediento de sangre que se empeñan en mostrar algunos historiadores habría respondido en aquel instante con un despliegue absoluto de violencia, y en cambio concede un perdón que más tarde utilizaría Vitelio en su contra.
Tenemos también en Pilato un hombre emprendedor e interesado en procurar a Judea el avance de los tiempos, para lo cualº encarga la construcción de un acueducto “tomando las aguas a una distancia de doscientos estadios de Jerusalén”, es decir, 4 kms del territorio más hostil que podían encontrar los encargados de las obras, puesto que el pueblo judío no veía con buenos ojos que el dinero de las mismas saliera de su tesoro. Nuevamente se producen tumultos, esta vez por cuestiones monetarias. Pilato debió decirse que ya estaba bueno lo bueno, y ordena al ejército dar un escarmiento a las “muchas decenas de millares de personas que lo increpaban y gritaban que abandonase tal empeño”. Añade Josefo que “algunos, recurriendo al insulto, llegaron incluso a faltar a su persona, comportamiento por otra parte habitual en las masas”, y sin embargo les da la oportunidad de escapar al castigo del ejército que espera porra en mano. Entonces los soldados comienzan a imponer el castigo “con mucha mayor dureza de la que les había mandado el propio Pilato”. Este dato resulta importante porque supone un gesto de aprecio de los soldados hacia la persona del procurador, más allá del que éste parecía tenerse a sí mismo, gesto que permite suponer que no sería tampoco el jefe déspota que describe Filón: “de carácter inflexible y duro, sin ninguna consideración”.
Las referencias históricas constatables terminan con los autores que hemos tratado, y a partir del siglo II comienzan a surgir otras versiones más identificadas con el cristianismo como la del filósofo Justino Mártir, que habla de unas actas de Pilato que contienen un testimonio sobre el juicio de Jesús, quizá el mismo al que alude Tertuliano en su Apologeticus; pero este testimonio correspondería a unas actas ya desaparecidas que no deben confundirse con el Acta Pilati.
Según el Acta Pilati, recogida dentro de los Evangelios Apócrifos, estando Pilato en el Tribunal le llega una misiva de Claudia Prócula que decía: “No te metas para nada con este justo, pues durante la noche he sufrido mucho por su causa”. Pilato entonces pregunta a los miembros del Sanedrín si son conocedores de que su esposa más bien simpatiza con las costumbres judías, y los otros responden afirmativamente. Aún siendo reacios a contemplar los hechos históricos bajo el prisma de los textos sagrados como referencia, la mención a Claudia Prócula se repite en el Evangelio de Mateo, que cita el mismo hecho de la visión premonitoria. De los textos se desprende que la esposa del procurador gozaba de influencia sobre su marido, y que éste tendía a considerar su opinión y su consejo. De ser cierto el texto del Acta Pilati o Evangelio de Nicodemo, sería también condescendiente en cuestión de sus creencias particulares. En base a estas supuestas creencias, Claudia Prócula es considerada santa por las Iglesias Ortodoxas Oriental y Etíope.
Excepto los hechos dignos de mención, ninguno de los autores que han tratado el nombre de Pilato aportan datos que arrojen luz sobre cómo transcurrieron los diez años de gobierno en Judea a nivel personal. Las vidas de Poncio Pilato y de Claudia Prócula giran a efectos históricos en torno a la figura de Jesús, y ese giro mismo se produce en gran parte gracias a la aportación de los Evangelios. No obstante, para comprender el papel que Pilato ejerciera durante el proceso de Jesús como procurador, podemos recurrir al conocimiento que tenemos del derecho romano para determinar que la realidad histórica es, cuanto menos, oscura; y que dando por ciertos los hechos el comportamiento de Pilato se debía al único posible en aquel momento y situación.
Juan en su capítulo 18, versículo 3 dice que “Judas, pues, tomando la cohorte y los alguaciles de los pontífices y fariseos vino allí con linternas, y armas, y hachas”. Es la primera cuestión chocante sobre el prendimiento de Jesús, porque una cohorte se componía de 120 hombres. Que Pilato destinara tal cantidad de efectivos a prender a un hombre de quien realidad nada había que temer resulta curioso, máxime cuando las acusaciones contra Jesús en nada concernían al derecho romano. Para comprender mejor ésto es necesario explicar que Herodes era soberano de Batanea, Traconítide, Gaulanitide y Auranítide, y por tanto tenia plena jurisdicción para disponer el caso de un hombre que hubiera nacido en Galilea. Hasta el momento del prendimiento de Jesús, consta que Herodes y Pilato no eran precisamente amigos: Lucas 23,12 aclara que “en aquel día se hicieron amigos uno del otro, Herodes y Pilato, pues antes eran enemigos”. Luego ¿qué sentido tenía que se presentara ante un procurador romano un caso que afectaba directamente a Herodes en el plano civil, y al Sanedrín en el religioso? El mismo Jesús había venido encargándose de dejar claro que su mensaje no tenía que ver con el movimiento de resistencia zelote, ni con la presencia de los romanos en territorio judío, respondiendo en tal sentido con la famosa frase de “al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, luego tampoco podía sustentarse el cargo de sedición contra el Imperio, y por tanto el gesto de Pilato al lavarse las manos solo podía responder a la manifestación de no tener nada que ver en el proceso de Jesús, y como ésto resultaba efectivamente cierto, era la única reacción posible.
Todos los Evangelios coinciden en señalar el hecho de que Pilato quería, a toda costa, liberar a Jesús, y no solo porque no hallara en él culpa alguna merecedora de crucifixión, sino porque no reconocía que la cuestión afectara al César, y por ende al Imperio romano que él representaba. Pilato fue más bien un personaje introducido a la fuerza en todo los concerniente a la pasión y muerte de Jesús. El afán de presentar los hechos bajo la consideración más lógica nos lleva a encontrar dentro de aquella tragedia detalles que resultan inexplicables: retomando la cuestión del temor a la muerte, y a todo cuanto tuviera que ver con ella, que profesaban los judíos encontramos otra contradicción inexplicable a las ley judías y romanas, que de ser cierta terminaría de inclinarnos a considerar a Pilato como un hombre magnánimo y de infinita paciencia : según el derecho romano todo condenado a muerte perdía el derecho a recibir sepultura a no ser que pusieran fin a su vida por su propia mano antes de que se ejecutara la sentencia. La cuestión de que Jesús, al morir, dispusiera de una tumba propia resulta una barbaridad histórica tanto para unos como para otros, porque además de que la sentencia se había ejecutado, Jesús era reo de muerte infamante, y los condenados a este tipo de muerte eran abandonados a la acción de los elementos o arrojados sin miramiento alguno a una fosa común conocida como fossa infamia: pero si obviamos este hecho resulta incuestionable que Pilato no se opone a que se realice el enterramiento; más bien deja hacer, sin intervenir como bien pudiera haber hecho de ser su intención divertirse a costa del sufrimiento ajeno.
La cuestión es que la gestión del proceso de Jesús terminó de incomodar al nido de serpientes que componían el Sanedrín, y tras unos disturbios causados por los samaritanos que nada tenían que ver con el procurador, se reúnen en consejo para denunciar ante Vitelio que los disturbios han sido causados como protesta contra Pilato. Vitelio informa inmediatamente a Tiberio, y éste manda llamar a consultas a su protegido, que después de diez años de leal servicio en Judea se ve obligado a viajar a Roma para rendir cuentas al César. Conociendo a Tiberio es fácil imaginar la angustia que tal viaje debía suponerle, pero la suerte está a su favor, y Tiberio fallece antes de que Pilato ponga el pie en la capital del Imperio. Corre el mes de marzo del año 37; el trono vacante es ocupado por Calígula, de quien no hay motivos para esperar trato de favor alguno, y efectivamente éste no se produce. Calígula, de quien la Historia dejará triste recuerdo, resuelve la cuestión exiliando a Pilato a las Galias, en una ciudad fundada por Julio César que hoy día se conoce como Vienne.
Estos hechos históricos ponen de manifiesto que los narrados en el Evangelio de la muerte de Pilato, o Mors Pilati, no contienen de verdad ni un signo de ortografía, así como ninguna de las versiones que aportan los Evangelios apocrifos que tratan su figura. Probablemente solo pueda ser creíble que el fin de Pilato sobreviniera de su propia mano, haciendo honor a la ley romana, para que el Estado no confiscara sus bienes y sus restos fueran tratados con decencia. En todo caso se da por cierto que se arrojó al río Gier en algún lugar entre Vienne, Argental y Condrieu, y no al Tíber como relatan estos Evangelios. En aquel lugar existe un monte que se conoce aún por el Monte de Pilato, y allí, en el año 39 de nuestra era, murió una de las figuras históricas que mayor curiosidad ha despertado, sumido en la mayor de las desgracias, pero por fortuna ignorante del desprestigio en el que caería en los siglos venideros un apellido nacido con tanto honor, y curiosamente desaparecido con su primera transmisión, al morir Pilato sin descendencia. Como señala José Antonio Pérez-Rioja en su Diccionario de simbolos y Mitos, “Pilato se ha convertido en un símbolo tradicional de la vileza y de la sumisión a los bajos intereses de la política”.
Dejamos al criterio del lector si este símbolo se le aplica con justicia.
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