La leyenda de Marilyn —aquella que se empeña en rodear de frivolidad su vida y su carrera— deja de lado dos de sus mejores películas: “Niebla en el alma” (espantosa traducción para “Don’t bother to knock” de 1952) y “Niagara” (de 1953, afortunadamente sin necesidad de título supletorio)
En ambas despliega un talento poco reconocido. Su cuerpo, su boca y su lunar en la mejilla contribuyen a que la masa no pueda evitar, como siempre, caer en el error de prestar atención a otros detalles fuera de lo obvio.
En la primera es una niñera improvisada; la encantadora sobrina de Elisha Cook (clásico actor de cine negro), quien trabaja como ascensorista en un hotel de Manhattan y trata de ayudarla a insertarse en en el mundo productivo. Allí conoce a Richard Widmark, un frustrado y enojado piloto de aviación que acaba de discutir con su novia (una muy joven Anne Bancroft).
El inquietante cortejo por la ventana deviene en una prometedora aventura. La rubia de 26 años, mientras espera a su repentino pretendiente, se acicala mostrando sin pudor ante la cámara el insinuante escote y los jugosos muslos. Cuando el desconocido entra a la habitación, la cría a su cuidado despierta y arruina el proyecto de romance. Los acontecimientos que suceden luego revelan que es una muñeca desquiciada y peligrosa.
En la segunda la imponencia de las cataratas compite con la de ella, desnuda bajo las sábanas. Observándola, no es difícil preguntarse cómo su esposo —Joseph Cotten— puede levantarse de la cama a las 5 de la mañana para contemplar la furiosa caída de agua. Henry Hathaway, el director, aprovecha con astucia su explosiva sexualidad. Los tacos y el vestido rosado, durante la fiesta en el patio del alojamiento, la hacen ver como un bocado apetitoso para los demás huéspedes. No necesita brassiere para mantener sus senos levantados y firmes debajo de la blusa entreabierta. La respuesta a la intriga llega, avanzando la trama, al descubrirse que el marido es un celópata descontrolado que se convierte en homicida al desbaratar los planes de asesinato que su mujer y el amante urden contra él.
No hay discusión en que los principales atributos de Marilyn están lejos de su capacidad histriónica. Pero en estos dos largometrajes no lo hace nada mal. Sus roles aquí van más allá de los insulsos papeles que suele desarrollar en comedias eróticas y logran transmitir al espectador las incómodas sensaciones, el duro desasosiego, que experimentan las personas asediadas por alguna modalidad de alteración esquizofrénica, ya sea propia o ajena.
Es, sin duda, una faceta meritoria que la eleva de categoría, abandonando momentáneamente su aparente perfil de chica fácil, vacía y tonta.
Fernando Morote
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