Los levantamientos nacionalistas de al-Ándalus amainaron durante el largo, próspero y floreciente reinado de Abd al-Rahmãn II (822-852 d.C.).
Pero poco antes de su muerte, hubo de enfrentarse a un nuevo conflicto que no merecía: el de los mártires voluntarios.
Era Abd al-Rahmãn un emir que, si ya el pueblo lo distinguió con predilección cuando era príncipe heredero, su labor de gobernante vino a demostrar que no fueron vanas las esperanzas que en él se habían depositado.
Tan intrépido y fuerte en la guerra como humano y moderado en la paz, rigió sus estados por igual con gran talento organizador, sin olvidar a las comunidades dimmíes —o protegidas— de mozárabes y judíos. En años de persistente sequía o de devastadoras plagas, que vienen seguidas de crueles hambrunas, perdonaba los impuestos a la población, razones por las que era muy amado del pueblo. Reparó calzadas y caminos, dotó a las madrasas y otras muchas escuelas de sus reinos, y en la madrasa de la Mezquita-Aljama de Córdoba creó una casa de socorro para pobres y un orfanato, donde mantenía a trescientos niños huérfanos. No fueron estas sus únicas aportaciones en lo social, ya que instituyó las primeras protecciones para las mujeres viudas, creando un sistema de pensiones que por acaecer en el s. IX se convirtió en el primero de Europa; se trataba de los azidãqes y las anafãqas, es decir, los alimentos y los bienes dotales que toda mujer tenía derecho a percibir tras la muerte de su esposo.
Hizo traer hasta la ciudad las aguas de la sierra por medio de encañados de plomo, la llenó de fuentes y aumentó el número de baños públicos. Pavimentó las calles, incluso las de los más apartados arrabales, y amplió la red de alcantarillas, lo que sirvió para que todas las casas de Córdoba pudieran disfrutar de un cuartito excusado en la pared medianera con la calle, que por medio de una atarjea se conectaba con las cloacas. A este recinto lo llamaron los cordobeses «la necesaria». Frente a la mezquita mayor y junto a la judería fundó la primera Ceca, y en el noreste de la medina la primera Real Fábrica de Tejidos y Tapices del Tyraz, así como, unos años después, la primera Real Fábrica de Vidrios. Aseguró las costas, revitalizó las atarazanas y creó otras nuevas, con lo que dotó al país de una considerable flota.
Fue este Emir gran protector de las Artes y las Letras. Se complacía rodeándose de los mejores poetas del momento. Gracias a su mecenazgo, vino a Córdoba desde el Oriente un famoso poeta liberto. Se llamaba Ziryab y convirtiose en el maestro de la elegancia; él enseñó el orden en que debían servirse los platos en la mesa, a usar los cubiertos y a comer con distinción. Introdujo las modas de Bagdad e influyó en el vestir y en el corte de pelo y barba. También dejó su huella en la poesía y la música por medio de las grandes fiestas que ofrecía a la nobleza e intelectualidad cordobesas. Y este hecho, en apariencia tan frívolo, tuvo una trascendencia impensada y trajo en consecuencia unos acontecimientos de enorme gravedad.
Abd al-Rahmãn II, que había puesto especial cuidado en su relación con las comunidades cristiana y judía, que había hecho aplicar estrictamente las leyes que los beneficiaban y había sabido pasar por alto aquellas que resultaban impopulares, se encontró con un conflicto que no merecía, y los dos últimos años de su reinado se vieron empañados por unas disensiones religiosas que amargaron sus últimos días.
La gran influencia que ejerció Ziryab sobre los cordobeses llevó a una orientalización y arabización de la capital como nunca se había dado con anterioridad. Los nativos hispanos escribían el latín, pero hablaban su lengua tradicional, el romance, que se encontraba en continua evolución. Esta diferencia entre lengua hablada y escrita que se daba entre la población facilitó la arabización, porque el arabe era una lengua consolidada y con su estructura ya establecida, tanto oral como escrita.
Los cristianos o mozárabes seguían siendo muy numerosos (fueron mayoría hasta el s. XI, en que se consiguió la paridad entre musulmanes y cristianos españoles) y, en especial en Córdoba, constituían un importante grupo social, ilustrado, bien acomodado y muy arabizado.
Existían gran cantidad de parroquias y hasta dieciséis cenobios —entre los de la medina y su entorno más inmediato—, que celebraban libre y regularmente el culto mozárabe. Entonces los cristianos ocupaban cargos en la Administración Central, ejercían oficios palaciegos y podían ser oficiales del Ejército y de la guardia del Emir. Durante este reinado se estableció que las oficinas de la Administración Central de Córdoba cerraran los domingos, pues, debido al gran número de cristianos, no resultaba rentable abrir tal día. Pero los más celosos guardianes de la lengua y las tradiciones hispanas eran los clérigos. Fue en las iglesias y en los cenobios donde se preservaba el latín y donde a diario se leía a los clásicos romanos.
En torno al abad Speraindeo, párroco de la iglesia de San Zoilo (hoy iglesia de S. Andrés), surgió un movimiento de oposición, origen de los acaecimientos que pronto sobrevinieron y que mucho contribuyeron a prender la chispa nacionalista. Este sacerdote había escrito una obra, titulada “Apologético”, en que refutaba las creencias del Islam, trataba a Mahoma de impostor, lo tildaba de “cabeza vacía, órgano de los demonios, cloaca de inmundicias, lazo de perdición, golfo de iniquidades y sentina de todos los vicios”. A pesar de esto, él no fue molestado; su libro circulaba entre sus seguidores y alumnos, se le permitía impartir sus clases y el abad continuaba en su parroquia.
Entre los discípulos que en San Zoilo asistían a sus prédicas se contaban Eulogio y Álvaro. Ambos se quejaban con gran amargura de que los ciudadanos de la capital desertaran de sus señas de identidad, y ese abandono les dolía sobremanera en los cristianos. Se lamentaban de que éstos rivalizasen en lograr escribir en el más elegante estilo árabe, mientras que Horacio, Séneca, Virgilio, Tito Livio y otros eran ya desconocidos por los cordobeses. Pero, al defender incluso la lectura de escritores paganos, mostraban que las razones de su descontento eran más de índole nacionalista que religiosa. En realidad, sentían no ser perseguidos; intuían que, sin la tolerancia árabe, la población se habría resistido más a la arabización (la verdadera persecución y prohibición del culto cristiano comienza a finales del s. XI, con las invasiones de las sectas fanáticas africanas, almorávides y almohades).
El sacerdote Eulogio sostenía la idea de que el cristiano que muere defendiendo su fe frente al musulmán, aunque muera en pecado, es glorificado cuando comparece ante Dios y sus yerros le son perdonados. Esta cristiana interpretación de la ŷihãd se debía a ese sincretismo que se da entre religiones enfrentadas cuando se ven obligadas a convivir y precisan encarar al contrario con sus mismas armas. Las ideas de Speraindeo, Eulogio y Álvaro llevaron a la clerecía de la ciudad a un desatino colectivo y, como el martirio no parecía querer venir a su encuentro, resolvieron ir ellos al encuentro del martirio.
La catedral de San Acisclo, la iglesia de San Zoilo y el cenobio de Tabanos fueron los tres focos más enconados de la rebeldía. Un sacerdote de San Acisclo, llamado Perfecto, fue el primer mártir, condenado por haber injuriado a Mahoma en lugares públicos y ante gran número de testigos. Fue decapitado en abril de 850 d.C. Tras él, en las semanas y meses que sucedieron, fueron muriendo otros muchos —el mercader Juan, Isaac (monje de Tabanos), Sancho (guardia real), Jeremías, Habentio, Sisenando (sacerdote de la catedral de S.Acisclo), Pablo, Teodomiro, Flora, María, etc.—, todos ellos por blasfemias contra Alá e insultos contra el Profeta en lugares públicos o ante el juez y testigos.
La comunidad mozárabe de Córdoba, temerosa de que la insurrección del clero pudiera desatar contra ellos represalias graves, y hasta irritados contra aquellos que con tanta ligereza ponían en peligro la seguridad, el trabajo y la vida en paz de tantas familias, acudieron a Abd al-Rahmãn II para hacerle saber que no se solidarizaban con la actitud exaltada de Eulogio y su grupo.
El Emir, profundamente preocupado por el cariz que iban tomando los acontecimientos y convencido de que la espada del verdugo no era la solución en este caso, a través del conde hispanogodo Gómez ben Antoniano encargó al metropolitano de Sevilla, Recafredo, que convocara en concilio a los Obispos y fuera la Iglesia quien afrontara el problema. Así se hizo. Reuniéronse los Obispos en el año 852 y desaprobaron aquel método de resistencia, con la única salvedad del obispo de Córdoba, Saúl. En lo que atañía a los “mártires”, viéronse los prelados en una posición embarazosa. Al final concluyeron con una solución de compromiso: no se pronunciaban sobre si los casos habidos hasta entonces eran suicidio o martirio, pero dejaban bien claro que los que se produjesen por las vías de la provocación a partir de ese momento serían considerados simples suicidios[1].
Los prelados advirtieron también al clero cordobés que, a partir de esta resolución, sería la misma Iglesia quien se encargaría de perseguir estos casos y de entregar a los infractores ante la justicia del Emir. La conclusión clara fue que no se había perseguido a los cristianos por el hecho de serlo ni por practicar su culto y costumbres, sino a los que blasfemaban contra el Islam y su Profeta en lugares públicos. Desde ese día, Álvaro y Eulogio comenzaron a ocultarse, a difrazarse, y no dormían dos noche seguidas en el mismo lugar. ¿Cómo entender que los que animaban a los demás a morir tuviesen tantos miramientos con sus propias vidas? ¿Cómo se explicaba que Eulogio, que visitaba en la cárcel a Flora para instarle al martirio, muriera nueve años más tarde, cuando al parecer conocía el camino que habría de llevarle al Paraíso?
En 852 d.C. murió Abd al-Rahmãn II, pero el problema de los mártires suicidas continuó durante parte del reinado de su hijo y sucesor, Mohamed I, y en verdad que este emir sí se mereció por sus actuaciones el conflicto heredado.
[1] – «Cristianos, musulmanes y judíos en la España medieval. De la aceptación al rechazo’«, de Julio Valdeón, Joaquín Vallbé, Mª Jesús Viguera, Asunción Blasco, etc.
– «‘Historia de los Musulmanes de España«, de Reinhart P. Dozy.
– «El Halcón de Bobastro» (novela histórica) , de Carmen Panadero.
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