El emirato cretenseandalusí tuvo su origen en Córdoba en el mes de Ramadán de 202 de la Hégira (marzo de 818 d.C.).
Por entonces la capital de al-Ándalus andaba revuelta, en especial el arrabal de Sequnda o de Mediodía, situado en la orilla izquierda del río y llamado así por hallarse comprendido dentro de las dos millas al sur, medidas desde la medina.
Era este un barrio muy populoso que había crecido considerablemente a lo largo de las últimas décadas con la llegada a la capital de emigrantes de poblaciones, comarcas y campos aledaños; allí se fueron asentando gentes musulmanas y cristianas de muy diversas procedencias, llegando a congregar una población muy heterogénea, tanto en oficios como en origen y condición. Lo habitaban sobre todo artesanos y mercaderes, pero —debido a la proximidad de la Mezquita Aljama y del Alcázar omeya— también se contaban entre sus moradores muchos religiosos, alfaquíes, y estudiantes de Teología, así como numerosos funcionarios de la Administración.
Por aquel tiempo Córdoba vivía días muy convulsos. En el arrabal venían urdiéndose conjuras desde la imposición arbitraria de los últimos tributos, que eran ilegales al no estar autorizados por el Corán. El emir Al-Haqem I derrochaba lo obtenido con aquellas injustas y abusivas contribuciones en dotarse de los más eficaces recursos para oprimir a la población: mantenía una guardia personal de 5000 extranjeros, que acosaban y vejaban a los cordobeses, fortificaba las puertas de la muralla y acortaba los horarios de su apertura, convirtiendo a la capital en infranqueable cárcel y a sus moradores en cautivos.
La población había alcanzado el punto álgido de lo soportable, y los ánimos, su máxima exaltación; disturbios y algaradas se sucedían y la situación parecía a punto de reventar.
La chispa que prendió la mecha se originó el 13 de Ramadán de 202 (marzo de 818 d.C.)[1], cuando un mameluco de la Guardia Real atravesó con su espada a un maestro armero del citado arrabal porque no consintió en reparar su arma de inmediato.
Cuando corrió la voz de aquel nuevo desmán, Sequnda estalló en un violento motín, justo en el instante en que Al-Haqem I y su séquito cruzaban el arrabal de regreso de una cacería en la Cambania (Campiña). El emir atravesó el barrio y el viejo puente romano entre insultos, abucheos y pedradas. No se hizo esperar la respuesta del soberano, y mandó crucificar a los apresados en la última asonada que habíase suscitado contra los impuestos y a un grupo de alfaquíes instigadores.
El pueblo reaccionó alzándose en armas contra el arbitrario emir; y el puente y las bocacalles que desembocaban en la medina vertieron como si fueran caños muchedumbres sin cuento. Como desde hacía años venía respirándose una larvada insumisión, la rebeldía largo tiempo sofocada se desbordó. La plebe arrolló a cuantos trataron de refrenar su desmandado avance y aniquiló a los guardias que, acaudillados por el conde hispanogodo Rabĩ, brazo armado del emir al-Haqem, trataban de proteger el Alcázar.
Pero el emir ordenó también al ejército regular, acuartelado a extramuros desde unos días antes, que entrara en Sequnda y que ayudara a los hombres de Rabĩ en el degüello de aquella indomable chusma que él tanto despreciaba. Tres días duraron los incendios, la matanza y el saqueo. Dos mil ciudadanos murieron en las refriegas, parte de ellos arrastrados por las aguas del Wãdi al-Qabir (el Río Grande), y trescientos cabecillas fueron crucificados en el puente, en los arrecifes Suhbullãr y de los Tablajeros, llegando las cruces hasta las primeras almazaras. Finalmente, al-Haqem suspendió las ejecuciones a cambio del destierro de los supervivientes, y decretó «que el arrabal fuera demolido, explanado su solar, roturado y sembrado su terreno, sin que nadie osara reconstruirlo en años y siglos venideros». Unas 22.000 familias, entre musulmanas y cristianas, partieron al exilio cruzando el estrecho; eran más de 130.000 personas, pues si en algo coinciden las fuentes es que en el al-Ándalus del siglo IX la media de miembros por familia era de seis personas. Siete mil de aquellas familias se acogieron a Fez, fundando allí el arrabal de los Andaluces, mientras que las 15000 restantes iniciaron un penosísimo éxodo, extraviadas en la cordillera del Rif, a veces protegidas por beréberes, otras, enfrentadas a ellos, vadeando ríos en al-Magreb, sufriendo los rigores de inviernos y veranos, cruzando desiertos, luchando con beduinos o siendo diezmadas por las epidemias. El camino fue quedando atrás, jalonado de tumbas («Los Andaluces Fundadores del Emirato de Creta«).
- Panadero, Carmen (Autor)
No obstante, la fortuna les procuró un caudillo que cambió su destino, uno de los desterrados, Abũ Hafs al-Ballutĩ, así llamado por ser natural de Fahs al-Ballũt o Campo de las Bellotas (Valle de los Pedroches, Córdoba). Al-Ballutĩ había nacido en la población de Pedroche (Betrawj en árabe), donde nadie llegaría a sospechar que aquel lugareño estaba destinado a realizar grandes gestas: logró mantener unidos a los proscritos del arrabal durante más de cuatro años de vida nómada, exploró las islas del Egeo, los guió cuando se hallaban sin rumbo hasta el abrigado puerto, creó con ellos un poderoso ejército que conquistó Alejandría, donde proclamó una república independiente, siendo él elegido presidente por unanimidad, tanto por los andaluces como por los alejandrinos.
Mas tarde, expulsados los cordobeses de Egipto por los abbasidas en el año 827 d. C., conquistaron Creta y otras islas del Egeo, donde instauraron un emirato tributario de Bagdad; allí los desterrados recrearon su añorado arrabal cordobés y sus costumbres, preservando su identidad como pueblo. Abũ Hafs, elegido como primer emir, inició una dinastía que reinó en Creta durante siglo y medio, creó una flota (a la que consideraron el «Pilar del Estado») que se hizo con el dominio del Mediterráneo oriental, venciendo a Bizancio en numerosas y cruciales batallas navales.
No fueron piratas, como empecinada y tergiversadamente afirmaron las fuentes bizantinas contemporáneas de los hechos. Por el contrario, él y sus sucesores sacaron a las islas conquistadas de la postergación en que las guerras civiles y religiosas de Bizancio las habían sumido, regeneraron la maltrecha economía de Creta, que hallábase en regresión y había perdido hasta el uso monetario por la dejadez del imperio; los andaluces acuñaron su propia moneda, impulsaron un comercio interior y exterior floreciente, abrieron Creta al mundo y dirimieron en ella los conflictos religiosos entre iconoclastas e iconódulos, que azotaban a Bizancio por aquellos años. (1)
El investigador numismático Georges Carpenter Miles nos ofrece la sucesión genealógica de los emires cretenses de origen cordobés, basándose en las monedas que han sido encontradas. El trono fue pasando de padres a hijos durante muchas generaciones, todas ellas en la línea directa de descendientes de Abũ Hafs, el primer emir, todas pertenecientes a la estirpe del arrabal.
1) – Skyllitzes Matritensis (códice bizantino del s. XI), «De Ceremoniis Aulae Bizantinae» de Constantinos Porfirogéneta, Nuwayri, al-Maqqarí, «Crónica» de Abu-l-Fath.- Levi-Provençal, Reinhart Dozy, Vassilios Christides, Christos Makrypoulias, Nikolaos Panagiotakis, «Los andaluces fundadores del Emirato de Creta» (ensayo de Carmen Panadero).
[1] – Sucesos de los que en este 2018 se cumplen los 1200 años.
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