Debemos ser positivos. Sí, lo sé. Tiempos complicados para el positivismo, pero como dice aquella leyenda popular “esto también pasará”, y es lo que poco a poco está sucediendo, cada sitio a su ritmo, es verdad, pero comenzamos a salir a la calle, a mirar, a mirarnos, a sentir, a tomar el sol, a oler la primavera y observar cómo cambia lentamente hacia el verano.
Ya nos imaginamos saboreando ese helado sentados en un parque o frente al mar. Pero mientras esto llega, ¿qué podemos hacer? ¿Cómo podemos viajar sin ir más allá de un kilómetro? Y yo respondo con otra pregunta… ¿Cuántos de ustedes se han dicho alguna vez eso de “qué poco conocemos lo que tenemos al lado”? Pues eso, es tiempo de mirar dónde vivimos y las posibilidades que hay.
En la facultad tuve un profesor que nos sacó un día de excursión para “leer” los edificios. Hasta ese momento una iglesia era románica o gótica (por ejemplo), pero con su relato se convertía en los supervivientes de tiempos lejanos, que nos narraba una historia en cada cicatriz de sus piedras. Me explico. Cada edificio, cada barrio, cada ciudad, ha pasado sus épocas de desarrollo, sus estratos históricos. Algunos están bajo el suelo, otros han desaparecido, y los que quedan en pie, lo hacen en forma de edificio, restos arqueológicos o el mismo trazado de una ciudad te da pistas de lo que fue, la identidad del lugar. Una pared de una iglesia te puede decir que fue de diferentes estilos, que cambiaron materiales, que los canteros marcaron las piedras o que las reutilizaron de otros edificios tal vez más antiguos y te encuentras de repente con decoración de un templo romano.
La primera vez que salí a pasear tras el primer permiso, caminaba tranquilamente por una calle de Madrid, y me dio por levantar la vista del suelo (cosa que con las prisas del día a día pocos hacíamos) y fijarme en un edificio casi en ruinas. Entonces comprendí que vivía en un barrio que había formado parte de la historia industrial de la ciudad, con los típicos ladrillos rojos y ventanas anchas. Viendo eso decidí crear un pequeño juego, recorrer cada vez que saliera diferentes calles para localizar más edificios de este estilo. Entonces me vino a la cabeza esa afirmación que puse al principio de “yo pensando todo el día que no voy a poder ir a tal sitio, cuando ni siquiera conozco la historia del barrio en el que vivo”. El juego puede ir más allá, como buscar artículos de hemeroteca, fotos antiguas o recuperar los relatos de las personas mayores que son de un valor incalculable.
Este ejemplo se puede trasladar a los que se quiera, claro. Cada uno que investigue lo que quiera, hasta rastrear el origen de la flor o árbol que adornan los parques, y cuando abran los museos y galerías, perderse por sus salas y descubrir un artista que para entonces era desconocido para nosotros, o preguntarle a aquel vecino que canturrea cada mañana en su ventana de dónde procede y que te hable de las maravillas que hay en su lugar de origen, tal vez así descubramos el destino de nuestras próximas vacaciones.
Hay pequeños mundos por explorar cerca de nosotros sin saberlo, y estarán conmigo que no saldremos igual de esta experiencia, que salimos con más ganas de recorrer cada rincón del mundo, de hablarnos, de conocernos, de abrazarnos. Pero mientras esto llega, exploremos, observemos estos pequeños mundos que caben dentro de un kilómetro, seamos más conscientes de la tierra que pisamos y de sus habitantes, ayudémonos a levantarnos, y sonrían desde el corazón, que aunque lo hagamos con una mascarilla puesta, la sonrisa verdadera se dibuja en los ojos.