Puede ser atrevido criticar a las Organizaciones no gubernamentales (ONGs) porque han conquistado un enorme prestigio entre amplios sectores sociales.
Sin embargo, es necesario profundizar en el análisis de la razón de ser y en la función de estas entidades porque, a mi modo de ver, no es oro todo lo que reluce.
En primer lugar, llama la atención que sean organismos privados los que se encarguen de intermediar e intentar solucionar los grandes problemas que aquejan a tantos habitantes del planeta. Estas iniciativas son una excelente excusa para que los Estados “ricos” dejen de atender de forma solidaria a aquellos que carecen de las más elementales condiciones vitales, entre las que se incluyen la hambruna y las mínimas atenciones sanitarias que desembocan, irremediablemente, en la muerte. Los Gobiernos de los países del norte se relajan y se olvidan de las reivindicaciones de los sectores progresistas, más o menos alejadas en el tiempo, como son el famoso 0,7 % del PIB o la tasa Tobin.
Sin quitar méritos a la mayoría de las personas entregadas a estas tareas de cooperación y ayuda a los países en desarrollo, la crítica más elemental que se puede hacer a estas organizaciones es la ausencia de avance en la reducción de las desigualdades entre unas zonas y otras del planeta. La situación sigue siendo tan precaria ahora como hace 20 o 30 años, por ejemplo. Una de las principales razones de que esto siga así la encontramos en el imperio del modelo económico y social de los países ricos, basado en la desigualdad como elemento dinámico. La proyección sobre los países pobres de esta forma de vida es inevitable.
De las ayudas que llegan desde los países ricos, aunque a veces hay que hacer un verdadero ejercicio de fe para creer que llegan a su destino, y pensar que son distribuidos adecuadamente, hay que hacer una indiscutible valoración positiva, pero también tienen otra cara menos constructiva.
Acostumbrados a la llegada gratuita de recursos impide el desarrollo por falta de competitividad. Los productores autóctonos se relajan y dejan de cultivar refugiados en esa ayuda que les llega. Además, quienes se atreven a hacerlo fracasan porque sus productos no son competitivos frente a lo que se les envía. Por otro lado, en aquellos lugares en vías de desarrollo con la adecuada fuerza de trabajo, los bancos y las empresas de los países desarrollos abusan descaradamente de su precaria situación, forzando a los Gobiernos a aceptar las injustas condiciones que desde su poder les imponen bajo amenaza de desplazarse a otros lugares. Las ONGs no saben o no pueden impedir este tipo de explotación extrema.
Tampoco pueden impedir que las pérdidas económicas de los países en desarrollo, relacionadas con actividades extraterritoriales, sean incalculables. Como en otros casos, debido a la opacidad de los paraísos fiscales, no se puede precisar el dinero que fluye hacia ellos procedente de los países pobres o en vías de desarrollo. La valoración más optimista estima que el dinero que sale es el mismo que lo que supone la ayuda que prestan los países ricos. Global Financial Integrity en un informe emitido recientemente dice que se estima que el importe que sale es diez veces superior a la ayuda oficial al desarrollo destinada a países necesitados.
Las ONGs, por lo general, se convierten en empresas con una estructura organizativa que genera gastos. En la mayor parte de los casos, una parte importante de los ingresos son utilizados para mantener esa organización. La picaresca y la falta de control permiten vivir de esta actividad a los componentes de algunas de estas organizaciones. Por otro lado, son plataformas de famosos y ricos que se limitan a prestar su imagen, lo que, por esa simple acción, les acredita como condecorados filántropos. En algunos casos, el principal motivo de las ayudas de los poderosos es la obtención de pingües ventajas fiscales.
De cualquier forma, la buena fama granjeada por las ONGs ejerce una enorme presión sobre la población, centrada en las emociones, generando culpabilidad cuando no colaboras con ellas. La influencia religiosa, que marca la escala de valores de sociedades como la nuestra, sitúa este tipo de ayudas, cuando se producen, en el terreno de la caridad y no de la razón y de la solidaridad.
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