Las nueve musas
Punto de vista

Algunas reflexiones acerca del punto de vista narrativo

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No conforme con haber impresionado a una enorme cantidad de lectores con sus primeras novelas, Henry James también se ocupó de popularizar el concepto de «punto de vista» en un raro texto de 1882, mezcla de novela epistolar y cuaderno de notas.[1]

Si bien el concepto ya había aparecido en un artículo del British Quarterly Review publicado en julio de 1866, muchos creen que fue sólo gracias al autor de Los papeles de Aspern que el término en cuestión pudo incorporarse plenamente al vocabulario de la crítica.

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Pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de punto de vista? Percy Lubbock, en The Craft of Fiction, define este concepto como «el lugar desde el cual el narrador se sitúa en el relato»[2]. F. B. Millet, en Reading Fiction, lo considera como «la posición desde la cual el relato es presentado»[3]. Cleanth Brooks y Robert Penn Warren, en Understanding Fiction, lo describen como «el criterio intelectual mediante el cual se presenta el material narrativo»[4].

Con la humilde intención de llegar a una definición más amplia, me atrevería a afirmar que el punto de vista es varias cosas a la vez. A saber:

  • las marcas que deja el narrador en lo narrado para que éste pueda ser identificado como tal y diferenciarlo del autor;
  • el criterio para organizar el material narrativo desde dentro del relato (autor implícito) o desde fuera de él (autor empírico);[5]
  • el especial tratamiento de ciertos ángulos específicos del relato, de determinados modos de temporalidad;
  • el punto de referencia desde el cual el relato puede ser observado e imaginado.

Como sabemos, toda obra narrativa parte de un determinado plan de composición; de ese plan surge tanto la secuencia del relato como el esbozo de los personajes que la atraviesan y los procedimientos expresivos que los trasladan al seno de la historia. Naturalmente, el punto de vista es parte esencial de este proceso.

Con todo, debe tenerse en cuenta (aunque, tal vez, la aclaración sea innecesaria) que la narrativa de ficción se construye sobre la base de un artificio en el que sólo hay palabras; palabras que son apenas dispositivos abstractos de referencia, desarrollo y sucesión, mediante los cuales el autor procura generar la ilusión de realidad. El siguiente fragmento de Georg Lukács puede ayudarnos a entender mejor el carácter abstracto —e incluso ilusorio— de la estructura narrativa:

En la novela, la totalidad sólo es sistematizable a un nivel abstracto; no se sabría, pues, en este aspecto, si referirse a un sistema (o estructura) —única forma posible de totalidad capaz de sobrevivir a la desaparición definitiva de lo orgánico—  que no sea sistema de conceptos deducidos, lo cual incapacita la utilización inmediata en el orden de la creación estética. Sin duda, este sistema abstracto es el último fundamento de toda construcción, pero, en la realidad dada y estructurada, únicamente se ve aparecer la distancia que la separa de la vida concreta, bajo el doble aspecto del carácter convencional del mundo objetivo y de la excesiva interioridad del mundo subjetivo. Por eso, los elementos de la novela son, en el sentido hegeliano del término, totalmente abstractos; abstracta, la aspiración nostálgica de los hombres que tienden hacia una utópica perfección, hacia una utópica finalidad;  abstracta, la existencia de las estructuras sociales en las que descansa únicamente sobre su «facticidad» y la fuerza de su subsistencia; abstracta, en fin, la intención estructurante que deja subsistir toda la distancia entre los dos grupos abstractos de elementos con los que está hecha la estructuración, en lugar de abolirla, y que lejos de sobrepasarla, la vuelve sensible como experiencia vivida por el individuo novelesco, la utiliza para ligar los dos grupos de elementos y hacerla fuerza motriz de composición.[6]

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Ahora bien, no debemos olvidar que los hechos relatados se encuentran instalados siempre en el pasado.[7] Si el hecho fue real, el narrador lo evocará con la convicción de que el lector ya conoce de antemano lo narrado y, por consiguiente, administrará el relato, regulando y ordenando causas y efectos, para estructurar con mayor intensidad el artificio evocativo. El narrador adoptará el mismo recurso para relatar lo puramente ficcional, pues le dejará entrever al lector que es él (el autor) quien decide lo que en verdad le conviene al relato. Sin ir más lejos, éste es el punto de vista del llamado narrador omnisciente, narrador que, según Anderson Imbert, «asume el papel de un dios que lo sabe todo»[8].

Un segundo punto de vista sería aquel en el que el narrador relata el mundo físico en el que se mueven sus personajes, lo que oye que dicen, lo que ve que hacen, pero sin anticipar lo que pasa por sus mentes, sin seguir el flujo de sus psiquismos. Anderson Imbert añade que «estos dos puntos de vista suponen que el narrador no es un personaje de la novela y generalmente cuenta con los pronombres de la tercera persona gramatical»[9].

Un tercer punto de vista sería aquel en el cual el narrador cuenta los hechos en primera persona, no todavía como protagonista, sino como personaje secundario, convirtiéndose así en testigo de los acontecimientos narrados. Este narrador puede interactuar tanto con el protagonista como con otros personajes secundarios, aunque sus posibilidades narrativas estarán circunscritas a la función que ocupe en el relato.

El cuarto punto de vista sería aquel en el cual el narrador es a la vez el protagonista del relato. Éste punto de vista, a su vez, puede suscitar múltiples combinaciones, que, como es de suponer, variarán según el género narrativo que los emplee. La novela psicológica, por ejemplo, ofrece las variantes que provienen de su relación con el llamado «fluir de la conciencia». En estos casos, el narrador podría ser una criatura que se autoanaliza lúcidamente, como sucede en La conciencia de Zeno, de Italo Svevo; podría darse también el caso de que la narración surja como un soliloquio en apariencia involuntario, como ocurre en Han cortado los laureles, de Edouard Dujardin, o que el artificio del punto de vista cree en el lector la ilusión de encontrarse dentro de la mente del personaje, como sucede en el famoso monólogo de Molly Bloom con el que concluye el Ulises, de James Joyce.

En suma, el punto de vista tiene siempre que adecuarse a la estructura narrativa de la cual participa y, por consiguiente, debe relacionarse con los procedimientos del relato y modificar a través de ellos sus manifestaciones formales. En ese orden de cosas, los procedimientos pueden ir desde la narración propiamente dicha a la epístola, de la exposición a la descripción, del diario íntimo a la dramatización, de la memoria al documento, del monólogo al soliloquio y de la reflexión al diálogo.

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[1] Véase Henry James. El punto de vista, Buenos Aires, La Compañía, 2009.

[2] Percy Lubbock. The Craft of Fiction, London, Cape, 1954.

[3] F. B. Millet. Reading Fiction, New York, 1950.

[4] Cleanth Brooks, Robert Penn Warren. Understanding Fiction, New York, 1943.

[5] Llamamos autor implícito a la voz que desde dentro del mismo discurso novelístico organiza el relato para asegurarle al lector una correcta interpretación de la historia (un ejemplo de esto bien podría ser el narrador omnisciente). Por lo general, se confunde el autor implícito con el autor empírico, que vendría a ser el escritor material de la novela.

[6] György Lukács. Teoría de la novela, Buenos Aires, Ediciones Godot, 2010.

[7] Esto es así incluso cuando  —quizá, por razones estilísticas— el autor opta por narrar en presente.

[8] Enrique Anderson Imbert. «Formas en la novela contemporánea», en Crítica interna, Madrid, Taurus, 1961.

[9] Ibíd.

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Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi nació en 1973 en la provincia de Córdoba, Argentina.

Es docente de Lengua y Literatura, y hace varios años que se dedica a la asesoría literaria, la corrección de textos y la redacción de contenidos.

Ha dictado seminarios de crítica literaria a nivel universitario y coordinado talleres de escritura creativa y escritura académica en diversos centros culturales de su país.

Cuenta con seis libros de poesía publicados, los dos últimos de ellos en prosa:
• «Por todo sol, la sed» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2000);
• «La gratuidad de la amenaza» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2001);
• «Íngrimo e insular» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2005);
• «La ciudad con Laura» (Sediento Editores, México, 2012);
• «Elucubraciones de un "flâneur"» (Ediciones Camelot América, México, 2018).
• «Las horas que limando están el día: diario lírico de una pandemia» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Su primer ensayo, «Leer al surrealismo», fue publicado por Editorial Quadrata y la Biblioteca Nacional de la República Argentina en febrero de 2014.

Tiene hasta la fecha dos trabajos sobre gramática publicados:
• «Del nominativo al ablativo: una introducción a los casos gramaticales» (Editorial Académica Española, 2019).
• «Me queda la palabra: inquietudes de un asesor lingüístico» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Desde 2009 colabora en distintos medios con artículos de crítica cultural y literaria.

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