Las nueve musas
Stanley Donen

Stanley Donen. Solos en la carretera

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Con la noticia de la muerte de Stanley Donen, (1924-2019​), se pone cierre a uno de los capítulos más apasionantes de la historia del séptimo arte.

Director y coreógrafo de indudable excepcionalidad, su obra, incluso para los profanos, ha llegado a ser sinónimo del propio cine, legando imágenes que superan lo icónico para entronizar de lleno en la mitografía de esa fábrica de sueños de la que fue algo más que un mero artesano.

Cantando bajo la lluviaDeslumbrado por las primeras películas de Fred Astaire, su gusto pronto se convirtió en vocación y comenzó sus estudios para llegar a ser bailarín. Y corrió un riesgo, algo muy afín a su manera de rodar. Aunque se había matriculado en la universidad para convertirse en psiquiatra, la llama viva de ese anhelo le hizo trasladarse a Nueva York para desarrollar su talento en ese caudal de talentos que siempre recorre Broadway, logrando participar muy pronto en algunas producciones, lo que le llevaría a conocer al otro gran mito del musical americano, Gene Kelly, y con el que entablaría una de las relaciones más creativas que se conocen. Porque Kelly contó con Donen mientras le fue posible. Primero como ayudante de coreografía (y Gene Kelly era de los pocos privilegiados al que se le permitía concebir sus propios números musicales en esas producciones de presupuestos desorbitados), donde el talento conjunto ya dio unas primeras y más que notables muestras de lo que estaba por venir.

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Sirva como ejemplo este número de ‘Levando anclas’, el insólito encuentro entre el bailarín y Jerry, el famoso dibujo animado. Poco más de dos minutos que supusieron más de dos meses filmando el baile de Kelly para ajustar la sincronización y que Donen se pasase un año perfeccionando la secuencia fotograma a fotograma. Una concepción del cine disparatada y mucho más que apasionada. Un número que incluso hoy en día, hastiados de los logros de los efectos, asombra por esa insaciable entrega para conseguir crear un momento de disfrute puro, sin anclajes en otros puertos que no conduzcan a la fascinación por la propuesta.

Animación mezclada con imagen real. Un alarde. Pero es que los efectos especiales, que aunque ahora pasan casi necesariamente por lo digital y forman parte de cualquier tipo de producción o de cualquier género, eran uno de los muchos ingredientes con los que se rodaban los musicales antes de que el género quedase relegado. Desde las un tanto lisérgicas coreografías de Busby Berkeley hasta la magnificación estética de Vincente Minelli (con “El pirata” o ‘Un americano en París’, por ejemplo), el musical siempre se ha presentado como un gran artificio, muy anclado a sus orígenes teatrales, un territorio imaginario donde decorados y fotografía se estilizaban a veces hasta más allá del paroxismo.

Era algo medular en el género.

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Los musicales, como tantas otras mega producciones, se filmaban para que fueran “más grandes que la vida”. Y por ello, se forzaba siempre su irrealidad, su carácter de ensueño.

Hasta que Donen (en lo que sería su primera película ya como director) y Gene Kelly acabaron con esa tiranía. Y el comienzo de “Un día en Nueva York” (Stanley Donen, Gene Kelly, 1949) pasó a ser la primera de una de tantas secuencias míticas rodada por Donen, y no sólo por la calidad de la música (Leonard Bernstein componía), o lo original de las coreografías.

La entregada perplejidad surgía, más que nada, porque por primera vez en la historia, el musical abandonaba los estudios y se lanzaba a la calle. Cabe recordar la complejidad de un rodaje en aquellos años (de hecho, en el número se llega a ver a una multitud contemplando cómo se está rodando la escena, espectadores de excepción), y que cada toma podía llevar horas de preparación, por lo que desplazar y emplazar equipos, cámaras e iluminación por las calles de una ciudad como Nueva York parecía una tarea de locos, algo inabordable. Pero no para Stanley Donen, un director que cuanto más grande sea el reto al que se enfrenta, saca lo más perlado de su chistera.

‘Un día en Nueva York, además de un musical maravilloso, se afianzó además como la presentación de un director (siempre al lado de Gene Kelly, al que nunca le faltaron alas para llegar más lejos) capaz de hallar un equilibrio perfecto entre los hasta ese momento inmutables cánones del género, y lo hizo narrando desde una óptica a pie de acera o aupados a lo más alto de los rascacielos, entretejiendo a golpe de ingenio los números musicales dentro en una realidad reconocible, y con un verdadero catálogo de recursos de cámara que permitieran la proeza.

Por cierto, diez años antes de que en Francia, la “Nouvelle Vague” hiciese del rodaje callejero una de sus reivindicaciones y una de sus señas de identidad más reconocible. Y aunque esto pueda parecer tarea sencilla, ni tan siquiera hoy con tantos medios disponibles y tanta ayuda digital, los escasos proyectos musicales que se ruedan, como “Moulin Rouge” o “La ciudad de las estrellas”, casi nunca se rueda bajo esa presión, y todos prefieren aparecer abarrotados de artificios, cuanto más, mejor. Con Frank Sinatra, Jules Munshin y el propio Kelly como el trío de marineros protagonista, y esas 24 horas que deben pasar en la ciudad que nunca duerme, “Un día en Nueva York” también hacia que aflorase la perfección de Donen en un género muy distinto, porque con ella mostraba su querencia y su dominio cuando se movía en los territorios de la comedia.

El éxito de la película le permitió, ya como director en solitario, trabajar con el hombre que le había fascinado al punto de querer dedicarse al baile y la coreografía: Fred Astaire. Con él como protagonista, rodó ‘Bodas reales, con planteamientos exactamente contrarios a los de “Un día en Nueva York”, un musical clásico en todos los sentidos, de argumento básico, sin salirse un renglón de lo establecido, y con los estridentes colores de la bandera de Hollywood ondeando por doquier que uno mire. ¿Un musical menor? Sin duda lo hubiera sido. Sin embargo, gracias al desparpajo de Donen, a su inagotable capacidad para robarte la perplejidad, está plagado de irrepetibles joyas musicales.

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Hoy en día, y pese a que hay videos que explican cómo se hizo, “Bodas reales” contiene (entre otras muchas maravillas como “Sunday Jumps”, en el cual Astaire danza con un perchero o la divertidísima “How could you believe me”) un número musical tan mítico como asombroso. Si alguien podía bailar hasta en el techo, ese era Fred Astaire.

Y ahí estaba Donen para mostrarlo.

Porque incluso sabiendo el método utilizado, solo hay magia en lo que uno percibe. Donen se atrincheró en su poder para hechizar. Y fascina.

Pero eso no era nada para lo que estaba a punto de llegar.

De nuevo co-dirigiendo junto a Gene Kelly, en 1952 se estrena ‘Cantando bajo la lluvia’, el musical que gusta incluso a los que no les gusta el musical, a todos aquellos que, con una excusa más bien vaga, no soportan que la gente se ponga a cantar o a bailar en cuanto uno se descuida. El mejor musical jamás hecho, para expertos y profanos. Si alguien disiente, es que no la ha visto. Son tantas sus virtudes que, con lógica razón, la imagen de Gene Kelly haciendo cuanta locura se le ocurre mientras llueve (y la escritura magistral de la cámara que le describe) se ha convertido en una de las más icónicas de la historia del cine.

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Y dentro de un conjunto de números a cual más brillante, engarzados en un argumento ya de por sí fascinante, porque lo que narraba se centraba en el tránsito del cine mudo al cine sonoro, los abismos gestuales en los que cayeron las estrellas que brillaban cuando el silencio era el rey, las tretas y las transformaciones que conllevaba tan drástico cambio. Que la primera película sonora fuera un musical (“El cantor de jazz”, Alan Crosland, 1927) desvelaba, de forma tan impecable como implacable, uno de los grandes idilios que habría de mantener el séptimo arte con el cine (como escribió el crítico Jonathan Romney: «el más alabado de todos los musicales es también el más erudito»). La teatralidad de los diálogos era forzosa hasta que se generase un lenguaje propio, pero desde el segundo uno quedó claro que ese maridaje estaba destinado a proporcionar muchas obras maestras. Como “Cantando bajo la lluvia”, insuperable ejercicio de vitalidad, de celebración, una declaración de amor por un modo de narrar como pocas se han rodado. Y con regalos tan sustanciosos como el número interpretado por Donald O’Connor (que ni siquiera estaba en el guión inicial, pero Donen pensó que el actor necesitaba, como el resto de personajes, un número propio), “Make’em laugh” o “Hazles reír”, no ya solo muestra del inagotable ingenio en una coreografía concebida, ejecutada e interpretada desde el virtuosismo, y cuya letra parece contener gran parte del ideario de Stanley Donen, el mismo que logró que el tiempo no parezca pasar para esta película, siempre efervescente, libre y de vitalidad contagiosa en cada una de sus extravagancias.

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El éxito de este título encumbró a Donen como director, pero también le arrinconó en el territorio del musical. Aunque eso no fue óbice para que siguiera sumando títulos míticos a la historia del género.

‘Siete novias para siete Hermanos’, ‘Siempre hace buen tiempo’ o ‘Una cara con ángel, de nuevo con Fred Astaire y la que acabaría siendo, como lo fue casi para cualquier director con el que trabajase, una sublime musa, Audrey Hepburn, todas ellas incontestables pruebas de su maestría en el género.

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Y ese reconocimiento hizo que muy pronto no fuera solo el director de sus películas. También empezó a producirlas. Ganaba en parte la tan enconada pelea por poseer el control creativo final.

Y entonces, todo cambió.

Página en blanco
Página en blanco

Donen fue dejando a un lado el musical y se adentró con su impronta de brillantes aciertos en la comedia. “Indiscreta” o esa deliciosa batalla que mantienen Cary Grant, Deborah Kerr, Robert Mitchum, Jean Simmons en “Página en blanco” fueron los cimientos para la siguiente obra maestra de Stanley Donen, otro título legendario, y uno de los alardes narrativos más deslumbrantes jamás concebido. En 1963 se estrenaba “Charada”, ya desde su título dejando claro su condición de juego diseñado para quedar atrapado en la intriga de sus muchos enredos. Donen siempre había querido rodar algo parecido a la no menos singular “Con la muerte en los talones”, y encontró en un guión de Peter Stone el vehículo perfecto para lograrlo.

Todo un reto.

Se cuenta que una vez Charles Chaplin se presentó, de incognito, en un concurso de imitadores de Charlot, y solo logró hacerse con el segundo lugar.  Su segura perplejidad se queda en nada si se la compara con el desconcierto que debió sentir Hitchcock al escuchar y leer  que “Charada”, de tan “hitchcocktiana” como parecía, era la mejor película que Hitchcock podría llegar a rodar sin ni siquiera haberla dirigido. Elogio de elogios. Pero aunque es obvia la influencia y la pasión por el maestro del suspense, Donen se postula con personalidad propia en este urdimbre de tramas, que no hace más que complicarse secuencia tras secuencia, en un crescendo en apariencia inagotable pero tan excelsamente medido por Donen que en esto sí parece hacer suyo aquel precepto del mago inglés según el cual una película es idéntica a un pastel, por lo que, se corte por donde se corte, debe tener exactamente los mismos ingredientes, las mismas capas y todas tratadas de igual manera y con el mismo mimo, ya sea una secuencia en apariencia menor u otra directamente climática.

Donen domina a su total antojo las reglas de este género, y es en gran parte a su concepción del cine la que las transforma en beneficio de esa personalísima aproximación. Aprovecha y apura cada elemento de la obra sin permitir que nadie pudiera perderse en lo enrevesado de una trama cuya progresión se basa únicamente en un giro argumental tras otro, de la que resulta imposible desentenderse.

Y no concede ni un instante de respiro. Ni uno.

Ya desde la secuencia inicial, créditos incluidos (obra del gran Maurice Binder, y con una música trepidante de Henry Mancini, que venía de ganar tres Oscars consecutivos)  Donen deja claras sus intenciones: sorprender y atrapar al espectador en un laberíntico juego de enmarañados embrollos, donde nada ni nadie es lo que parece, y cada peldaño de la historia siempre conduce a nuevos vericuetos y cada vez más intrincados laberintos.

Todo son charadas, acertijos, hasta los deslumbrantes diálogos, desde el primero hasta el último, que no son más que otra parte de ese torrente de añagazas que nos espera, tal y como se muestra en la primera secuencia de la película, en apariencia una simple presentación,

Audrey Hepburn y Cary Grant dan vida a la pareja protagonista. Ella, a punto de pedir el divorcio, descubre que su marido ha sido asesinado, y que de hecho era un ladrón al que cuatro desaprensivos (y pocas veces un cuarteto tan divertido ha sido a la vez tan aterrador) buscaban para recuperar un botín desaparecido, que tendrá que encontrar si no quiere que la maten. Él… Bueno, él muta de identidad y nombre con facilidad pasmosa, y tan pronto resulta un héroe como se pasa al lado de los villanos, en un sinfín de personalidades que no hacen sino perfeccionar al tiempo que enmadejar la maquinaría hasta derivar en un hilarante final sorpresa. Conocido es que Grant, en principio, no se veía en el papel, renuente a ser filmado junto a alguien mucho más joven. ¿Un problema para Donen? Todo lo contrario. Esa diferencia de edad es constantemente mencionada en la película, y con exquisita habilidad, perfilar ese bellísimo romance eludiendo todos los temores de Grant.

Aunque sin alcanzar las excelencias de “Charada”, pero igualmente magnífica en sus planteamientos, Donen repetiría esa fórmula en “Arabesco”, con Sofía Loren y Gregory Peck. Y con “Al diablo con el diablo” (una comedía que en su momento pasó más o menos desapercibida, pero de la que Harold Ramis haría un remake en el año 2000) parecía que su filmografía había tocado demasiadas veces el cielo como para esperar nuevas cumbres.

Y entonces rodó “Dos en la carretera”, que se abría a los acordes de otra composición genial de Henry Mancini y otra joya en los créditos de Maurice Binder:

De nuevo con Audrey Hepburn y ahora con Albert Finney como co-protagonista, la película narra el periplo sentimental de una pareja, desde que se conocen hasta sus graves problemas, muchos años después, en los que, ya con hijos mayores, se plantean la posibilidad de separarse. En principio, nada en apariencia extraordinario, a menos que se señale que toda la historia está contada de un modo no lineal, y que sin salvedad alguna, todo cuanto se cuenta ocurre mientras viajan, ya sea en coche o en bus, por una carretera. No cabe la menor duda de que el tan celebrado guión de Frederic Raphael formulaba esta apasionante conjunción de recuerdos pasados y regresos al presente. Sin orden de continuidad alguno, ni asidero cronológico al que remitirse. Pero es la apabullante capacidad de Donen para la cohesión, para hallar el rimo narrativo perfecto en cada una de sus película, la que logra que “Dos en la carretera” sea una obra tan humana, tan dolorosa. Con una pareja protagonista en verdadero estado de gracia, el relato podría haber quedado reducido a un conjunto de recuerdos dispersos sin otra coherencia que la propia de un tratamiento semejante, sin secuencias fundamentales o una traca final de conclusiones definitivas sobre las relaciones matrimoniales. Y sin concesiones, porque incluso con sus muchos aires de comedia, es amarga, y pesimista. Pero el relato de Donen, una vez más, impide apartar la mirada de la pantalla. Y frente a la esquiva arquitectura del guión, sacando partido dramático incluso al interminable desfile de vestuario y peinados de Audrey Hepburn, nos ofrece su relato más conmovedor, nunca ligero, siempre atosigado por la aterradora gravedad de la herida que se nos está mostrando. Y duele, y divierte, y aunque se amortigüe, la tristeza que desprende el conjunto la hacen una obra devastadora. E imprescindible.

Era el año 1967.

Y el cine estaba cambiando.

La escalera
La escalera

Con títulos tan interesantes como “La escalera” (oscura e hilarante disección de la vida cotidiana de una pareja compuesta por dos viejos homosexuales, impagables Rex Harrison y Richard Burton) o “Movie Movie” (dos películas en una, homenaje a los antiguos programas dobles, como años después emularían Quentin Tarantino y Robert Rodriguez en “Grindhouse”), e incluso con una cuanto menos curiosa adaptación de un musical basado en “El principito”, Donen fue quedando abocando a proyectos cada vez menos corrosivos o ambiciosos, limitándose a ser contratado más como artesano que como el genial director que era, llegando a rodar disparates galácticos como “Saturno 3”. Era 1978. Una generación como pocas ha conocido la historia del cine entraba en escena, y Donen se quedaba fuera de los amores de los productores en esos años donde directores como Coppola, Scorsese o Spielberg no sólo hacía un cine nuevo y magistral. También devolvían el esplendor a las taquillas después de sobrevivir a la bajada de espectadores que trajo consigo la aparición del televisor. Y precisamente para televisión fue su último trabajo, “Cartas de amor”, un título que ya estaría en el olvido de no ser porque estaba firmado por Stanley Donen.

En 1997 se le concedía un Oscar honorífico.

Al igual que otros grandes genios del cine, jamás lo había ganado, y como ya se ha visto, mucha de la iconografía más inolvidable del cine fue fruto de su genio.

Murió tres días antes de que se entregasen los Oscars de este año. Y más allá del dislate de ponerle una efímera corona a una película que ni siquiera tendría que haber estado nominada, la academia, la todopoderosa academia estadounidense, se olvidó de hacerse eco alguno de que Stanley Donen había desaparecido. Ni se mencionó su nombre. Por lo visto, ni tan siquiera se había ganado el derecho de aparecer en el homenaje que se dedica en cada ceremonia a recordar a los que han muerto ese año.

Y cuesta entenderlo.

Y mucho.

Porque autores de su talla, de su retórica visual y su generosidad son escasos, y olvidarnos de ellos lo único que logran es recordarnos lo solos que vamos por la carretera cuando ellos se marchan.

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Emilio Calle

Emilio Calle (Málaga, 1963)

Crítico de cine y guionista, ha publicado el libro de cuentos “Imaginando rutas” (Huerga & Fierro, 1999), y las novelas “Linda Maestra” (Ediciones Libertarias, 1995), “La estrategia del trueno” (Huerga & Fierro, 2001) y “El hombre que pudo salvar el Titanic” (Editorial Martínez Roca, 2010, reeditada por Editorial Planeta ese mismo año).

Asimismo es coautor de “Los barcos del exilio” (Oberón, 2005 y RBA, 2010), escrito junto a Ada Simón.

Durante diez años trabajó en “El País”, en “Tras la pista”. Y colaboró en Onda Vasca en el programa “Melodías de Seducción”, dedicado a la música en el cine.

También estuvo cinco años en el suplemento infantil de “ABC”, y ha colaborado con diversos periódicos tanto nacionales como internacionales.

Actualmente prepara su nueva novela.

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