Las nueve musas
André Martinet

Funcionalismo martinetiano

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Sin lugar a dudas, uno de los mejores lingüistas del siglo XX fue el francés André Martinet (1908-1999), representante paradigmático de la corriente funcionalista.

Junto con Claude Lévi-Strauss —brillante centenario que fue figura clave del estructuralismo, especialmente en sociología y antropología—, Roman Jakobson Morris Swadesh, fue uno de los fundadores de la Asociación Internacional de Lingüística.

El filólogo, lingüista, crítico literario y poeta Emilio Alarcos Llorach, tras un primer rigor formalista, derivó precisamente hacia ese funcionalismo realista de corte martinetiano que tan fecundo y fructífero resultó. También cabe citar a otros seguidores suyos españoles como el gran Vidal Lamíquiz. En cualquier caso, las dos figuras emblemáticas del funcionalismo francés y español fueron –y siguen siendo- Martinet y Alarcos Llorach respectivamente. Nikolái Trubetskói

Si el estructuralismo europeo nace con Ferdinand de Saussure y Trubetzkoy, uno de los pilares fundamentales que emanaría de él, como el funcionalismo, sería especialmente desarrollado por Martinet, cuya obra más conocida, Éléments de linguistique générale (1960), traducida por lo menos a 17 lenguas, ejerció –y sigue ejerciendo- una notable influencia en varias generaciones de lingüistas, y entre ellos se hallan algunas de las personalidades más extraordinarias del mester filológico en España.

Descuellan en el diáfano pensamiento lingüístico de Martinet, entre otros rasgos admirables, su independencia y su originalidad. No extraña que Martinet se oponga, en nombre del realismo, al formalismo absoluto de algunos (a pesar de que asistió a la glosemática de su amigo Louis Hjelmslev). El realista observa atentamente la realidad lingüística en su varia complejidad. La acepta tal como es y trata de describirla en sus aspectos todos, centrales o marginales. Frente al formalismo de ideas preconcebidas, Martinet recomienda un sugerente y sugestivo enfoque funcional –de enorme potencial- en cuestiones lingüísticas con objeto de estudiar y clasificar cuidadosamente cada una de las funciones que asumen los signos dentro de la lengua correspondiente. Y así procedía el genio francés con su fluidez mental, con la penetración de sus análisis y hasta con un gusto por los recuerdos personales que hacía más jugosa su palabra, al más puro estilo alarquiano. El lenguaje tiene como objeto fundamental la comunicación humana (sin ella no hay comunidad), que no quiere decir que sea exclusiva, el lenguaje también es el andamiaje del pensamiento, pero su esencia radica en la comunicación pues hablamos para transmitir a los demás nuestras experiencias y prueba de ello es que las lenguas cambian con arreglo a las nuevas necesidades de la sociedad.

En el artículo “Metodología estructural y funcional en lingüística[1]” la inspiración martinetiana está presente (“nos situamos en una posición parecida a la de André Martinet”, Alarcos Llorach 1977), definiendo las lenguas como, ante todo, instrumentos de comunicación oral, con las que las experiencias del hombre quedan analizadas en unidades dotadas de un contenido semántico y de una expresión fónica (Alarcos Llorach 1977). Añade, además, una particularidad que será clave a la hora de articular su pensamiento científico: estas expresiones fónicas se organizan en un número fijo de unidades sucesivas y discretas (con relaciones mutuas propias de cada lengua) aludiendo, inequívocamente, a la teoría de la doble articulación.

Es cierto que hubo algunas divergencias pues Alarcos, lógicamente, daba prevalencia como unidad sintáctica al sintagma frente al monema, pero adopta el marco teórico de la doble articulación del lenguaje o dualidad de estructuración, aunque luego el genio hispánico incluso intentara ampliarla, pero siguiendo, en cierta forma, el campo abierto por el lingüista francés. No hay que olvidar que, dentro del eclecticismo de Alarcos, el enfoque martinetiano se torna capital, sus teorías beben de la escuela francesa representada en la figura de Martinet, sin olvidarse de una tradición hispánica propia, a partir de autores como Amado Alonso o el venezolano Andrés Bello.

Andrés Bello
Andrés Bello

Aquí simplemente apuntaremos, de forma no excesivamente exhaustiva pero sí con el mayor rigor de que seamos capaces, algunas cuestiones de sus Elementos de lingüística general[2], obra trascendental de Martinet, tanto por su importancia en los estudios lingüísticos como por su vigencia dentro de la escuela estructural-funcionalista.

En primer lugar, hay que destacar –ya desde el maestro ginenbrino Saussure– el enfoque de la lingüística como una disciplina científica, no prescriptiva. La lingüística es el estudio científico del lenguaje humano. Un estudio se llama científico cuando se funda sobre la observación de los hechos y se abstiene de proponer una selección entre estos hechos en nombre de ciertos principios estéticos o morales. «Científico» se opone, pues, a «prescriptivo», y a pesar del formalismo propugnado por algunos, parece más provechoso proceder como en una ciencia empírica y social, alejado de las ciencias formales puras (como la lógica o las matemáticas). Lógicamente, el estudio científico no invalida la existencia del normativismo, pero este siempre se hallará supeditado al anterior de tal suerte que instituciones encargadas por velar por el buen uso del idioma no harán, desde esta perspectiva, sino atestiguar los usos y a partir de ahí establecer la norma. Dicho con palabras alarquianas: “En el orden jerárquico interno de la gramática, primero viene la descripción de los hechos; de su peso y medida se desprenderá la norma, siempre provisional y a merced del uso”. Como se ve, la relevancia del carácter normativo es secundaria, siempre subordinada a la previa descripción y análisis de los datos. comprar en amazon

Otro punto esencial en la obra de Martinet es su alusión al carácter vocal del lenguaje por cuanto el lenguaje que estudia el lingüista es el del hombre. No habría necesidad de precisar esto, porque los otros empleos que se hacen de la palabra «lenguaje» son casi siempre metafóricos, así dice el lingüista francés que el «lenguaje de los animales» es una invención de los fabulistas –no obstante, existe el lenguaje animal, pero que dista mucho de la complejidad, productividad y características del humano-, el «lenguaje de las hormigas» supone más bien una hipótesis que un dato de observación, o el «lenguaje de las flores» sería un código como tantos otros, pero en ningún caso con las características o propiedades exclusivas que son inherentes a la facultad humana del lenguaje (desplazamiento o libertad situacional, doble articulación del lenguaje y productividad –que se sustenta en la jerarquía y en la recursividad). Continúa Martinet afirmando que en el hablar corriente, «el lenguaje» designa propiamente la facultad que tienen los hombres de entenderse por medio de signos vocales y resalta especialmente este carácter vocal del lenguaje. Y es que la lengua es eminentemente oral. El estudio de la escritura representa una disciplina distinta de la lingüística, aunque, prácticamente, es uno de sus anexos. Así, existen y han existido lenguas sin escritura e incluso hablantes, especialmente en tiempos pretéritos, que desconocieron los rudimentos básicos de la lecto-escritura, lo que no impidió su comunicación a través de la oralidad. Téngase en cuenta, por ejemplo, las elevadas tasas de analfabetismo en el siglo XIX. Es cierto que, en ciertos grupos, no se produjo. Por ejemplo, el padre de mi tatarabuelo ya asistía a la Universidad Central a cursar Derecho –no en vano era hijo del que fuera diputado a Cortes en 1836-1837 y alcalde de Sahagún en el bienio 1854-1856, Juan Antonio del Corral y de Mier-, pero eran descendiente de hidalgos lebaniegos y, por ende, tenían acceso a una formación y poseían un nivel de instrucción elevado que muy pocos conseguían, pues no era esto lo habitual, sino propio de grupos privilegiados. Dicho esto, a la escritura se le concedió enorme importancia por su carácter de perdurabilidad. Y, sin ninguna duda, este sistema secundario es importantísimo. Bien lo sabemos quienes, por ejemplo, hemos recurrido a él –aparte de a la lectura de labios- al tener una madre (expongo mi caso pues todos estamos mediatizados por nuestras experiencias) que, merced a una traqueotomía durante su cáncer terminal, perdió la capacidad de articular sonidos, y, sin embargo, en modo alguno se resintió su capacidad de comunicación. Aun así, la lengua es eminentemente oral. También habría que señalar que en los tiempos actuales, debido a la extensión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, estamos asistiendo a un hibridismo entre lenguaje hablado y lenguaje escrito ya que antes los escritos solían prepararse conciezudamente, luego remitirse y posteriormente leerse con lapsos de tiempo de cierta duración frente a lo que ocurre ahora donde a través de chats, de programas de mensajería instantánea, etcétera, se producen conversaciones escritas, ello está suponiendo que muchos rasgos conversacionales, propios de la oralidad, se trasladen al ámbito escrito cuando se utilizan dispositivos móviles o tecnológicos.

Por otra parte, y tal como decía Alarcos, para Martinet, el lenguaje es una institución humana –y social- (y, por tanto, también una ciencia humana, no natural ni matemática, al menos cuando hablamos de lenguas naturales que son los sistemas fruto de la capacidad humana del lenguaje, caso distinto son los lenguajes artificiales). Dice Martinet que no se podría afirmar que el lenguaje sea el resultado de la actividad natural de algún órgano, como lo son la respiración o el andar, que constituyen, por así decirlo, la razón de ser de los pulmones y las piernas. Se habla, es cierto, de órganos de la palabra, pero se añade, en general, que la primera función de cada uno de estos órganos es otra cualquiera: la boca sirve para la ingestión de los alimentos, las fosas nasales para la respiración, y así sucesivamente. La circunvolución del cerebro en que se ha querido ver el asiento de la palabra, porque sus lesiones están frecuentemente unidas a la afasia (área de Broca, área de Wernicke, etc.), tiene algo que ver probablemente con el ejercicio del lenguaje, pero nada prueba que esa sea su función primera y esencial. En cualquier caso, los avances en neurociencia podrán ir desvelándonos más al respecto. De momento, por desgracia, es muchos más lo que desconocemos que lo que sabemos. Juan Ramón Lodares

Así, llegados a esta situación se ha pensado en situar el lenguaje entre las instituciones humanas, y esta manera de ver ofrece ventajas indudables, pues las instituciones humanas surgen de la vida en sociedad (como el Derecho, la Ética, las costumbres…)., Este es precisamente el caso del lenguaje, que se concibe esencialmente, desde el planteamiento martinetiano como un instrumento de comunicación. Es cierto que luego hay dos planos que son indisociables y complementarios y que cada lingüista tiende a optar por uno de los dos, tal como detallara Ángel López García-Molins en su conferencia ¿Fue el lenguaje una emergencia neuronal? Este último adopta un enfoque biologicista, y otros se incardinan en la vertiente sociologista, pero ambas son complementaris y realizan aportaciones enriquecedoras a la ciencia lingüística. Sobre las hipótesis[3] de Ángel López ya habló en su momento nuestro malogrado –pero nunca olvidado- Juan Ramón Lodares[4] –discípulo de Gregorio Salvador-.

Aunque las funciones del lenguaje fueron especialmente estudiadas por Karl Bühler y Roman Jakobson, Martinet también alude a ellas, y aunque, como hemos dicho, afirma que la función esencial del instrumento que es una lengua es la de la comunicación, también expone que deberá tenerse en cuenta que el lenguaje ejerce otras funciones que la de asegurar la mutua comprensión. En primer lugar, el lenguaje sirve, por así decirlo, de soporte al pensamiento hasta el punto de que es posible hacerse la pregunta de si una actividad mental a la que faltara el marco de una lengua merecería propiamente el nombre de pensamiento. Pero, concluye Martinet, corresponde a los psicólogos, no a los lingüistas, dar su opinión sobre este punto.

También deja claro este autor que las lenguas no son nomenclaturas. Y que el lenguaje no es un calco de la realidad. Lo ejemplifica de la siguiente manera: “Podemos considerar como natural la diferencia entre el agua que fluye y la que no fluye, pero dentro de estas dos categorías, ¿quién no advierte lo arbitraria que es la subdivisión en océanos, mares, lagos y estanques, o en ríos importantes, afluentes, arroyos y torrentes? La comunidad de civilización produce, sin duda, el hecho de que, para los occidentales, el Mar Muerto sea un mar y el Gran Lago Salado, un lago, pero no impide que solo Ios franceses distingan entre río que desemboca en el mar (fleuve), y afluente que lleva sus aguas a otro río (rivière). En el espectro solar, un español, como la mayor parte de los occidentales, distingue entre violeta, azul, verde, amarillo, naranja y rojo. Pero estas distinciones no se encuentran en el espectro mismo donde no hay más que un todo continuo del violeta al rojo. Este todo continuo se articula de modo diverso según las lenguas”. Como ya comentamos en otro artículo reproduciendo sus ideas: Palabras como español tomar, francés prendre, inglés take, alemán nehmen, ruso brat‘, consideradas como equivalentes, no son empleadas siempre en las mismas circunstancias o, dicho de otro modo, no cubren exactamente el mismo campo semántico. De hecho, corresponde a cada lengua una organización particular de los datos de la experiencia”. Como ya dijimos siguiendo a este maestro, aprender otra lengua no es poner nuevos rótulos a objetos conocidos, sino acostumbrarse a analizar de otro modo aque llo que constituye el objeto de comunicaciones lingüísticas.

Funcionalismo martinetiano
Gregorio Salvador

Igualmente, cada lengua tiene sus tipos. Y eso se refleja en su configuración fonológica. Indudablemente, una de las más grandiosas aportaciones de André Martinet fue su teoría de la doble articulación del lenguaje. La primera articulación del lenguaje es aquella con arreglo a la cual todo hecho de experiencia que se vaya a transmitir, toda necesidad que se desee hacer conocer a otra persona, se analiza en una sucesión de unidades, dotadas cada una de una forma vocal y de un sentido, esto es, la primera articulación es la manera según la cual se dispone la experiencia común a todos los miembros de una comunidad lingüística determinada. Solamente hay comunicación lingüística en el cuadro de esta experiencia, limitada necesariamente a aquello que es común a un número considerable de individuos. La originalidad del pensamiento no se podrá manifestar más que con una disposición inesperada de las unidades. La experiencia personal, incomunicable en su unicidad, es analizada en una sucesión de unidades, cada una de ellas de débil especificidad y conocida por todos los miembros de la comunidad. Se conseguirá una mayor especificidad añadiendo nuevas unidades, por ejemplo, adjetivos a un nombre, adverbios a un adjetivo, en general determinantes a un determinado. Es decir, estamos ante unidades mínimadas dotadas de significación –bien léxica, bien gramatical-. Cada una de estas unidades de la primera articulación presenta, como hemos visto, un sentido y una forma vocal (o fónica). Pero no puede ser analizada en unidades sucesivas más pequeñas dotadas de sentido. El conjunto cabeza quiere decir «cabeza» y no se puede atribuir a ca-, a -be- y a -za, sentidos distintos cuya suma sea equivalente a «cabeza».

Ahora bien, la forma vocal es analizable en una sucesión de unidades, cada una de las cuales contribuye a distinguir cabeza de otras unidades como cabete, majeza o careza. Y aquí ya tenemos la segunda articulación del lenguaje, unidades mínimas, sin significado, pero que van a tener valor distintivo y opositivo que permite diferenciar unos términos de otros. En cabeza, estas unidades son seis; podemos representarlas por medio de letras (grafías o grafemas) que, por acuerdo, son colocadas entre barras oblicuas, esto es, /kabeθa/ (serán los fonemas, modelos mentales del sonido). Es evidente la economía que representa esta segunda articulación. Si tuviéramos que hacer corresponder a cada unidad significativa mínima una producción vocal específica, tendríamos necesidad de distinguir millares, lo que sería incompatible con las posibilidades articulatorias y la sensibilidad auditiva del ser humano. Gracias a la segunda articulación, las lenguas pueden limitarse a algunas decenas de producciones fónicas distintas que se combinan para obtener la forma de las unidades de la primera articulación: casa por ejemplo, utiliza dos veces la unidad fónica que representamos por medio de /a/ y coloca delante de estas dos /a/ otras dos unidades que notamos: /k/ y /s/.

Las unidades que ofrece la primera articulación, con su significado y su significante, son signos, mejor dicho, signos mínimos, pues ninguno de ellos podría ser analizado en una sucesión de signos. Y el término que emplea Martinet para estas unidades –y que universalizaría- fue el de monema. Como cualquier otro signo, el monema es una unidad de dos caras; por una parte, el significado, su sentido o su valor, y, por otra parte, el significante, que reviste forma fónica y que está compuesto de unidades de la segunda articulación. Estas últimas son los llamados fonemas.

Ángel López García-Molins
Ángel López García-Molins

Sin embargo, claramente advierte Martinet que no se debe sacar de aquí la conclusión de que «monema» no es más que un equivalente culto de «palabra». En la palabra como hay dos monemas: com– /kom/, que designa cierto tipo de acción, y -o /o/, que designa a la persona que habla (número, persona, tiempo, modo y aspecto, aunque algunos prefieren hablar de morfema cero en cuanto a algunos de estos accidentes gramaticales; no obstante, Alarcos, en casos como este, consideraba que esa –o amlgabama todo lo antedicho en virtud del fenómeno conocido como sincretismo). Tradicionalmente se distinguía entre com– y –o diciendo que el uno es un semantema y el otro un morfema. Esta terminología tiene el inconveniente de sugerir que solo el semantema estaría dotado de sentido, mientras que el morfema estaría privado de él, lo que es inexacto. En la medida en que la distinción es útil, es mejor –como dejó dicho Martinet, y, por fortuna, así seguimos haciendo- designar como lexemas simples a los monemas cuyo lugar está en el léxico y no en la gramática, y conservar morfema para designar los que como -o aparecen en las gramáticas. Así, monemas como para o con, que figuran en el léxico y en la gramática, deben clasificarse entre los morfemas (independientes). Como nos avisa Martinet, hay que tener en cuenta que el lexema com- figura tradicionalmente en el léxico bajo la forma comer, decir, se le encuentra disfrazado con el morfema -er del infinitivo. O más propiamente con la –e– vocal temática de la segunda conjugación, y la –r, morfema de infinitivo.

Sabemos desde Saussure que el signo lingüístico es arbitrario –y convencional-, lineal, mutable e inmutable. Martinet insiste en la forma lineal y el carácter vocal. Toda lengua se manifiesta en la forma lineal de enunciados que representan lo que se llama frecuentemente cadena hablada. Esta forma lineal del lenguaje humano deriva último análisis de su carácter vocal; los enunciados vocales se desarrollan necesariamente en el tiempo y el oído los percibe necesariamente como una sucesión.

La doble articulación hace posible la economía del lenguaje y prueba de ello es que el tipo de organización que acabamos de esbozar existe en todas las lenguas descritas hasta la fecha. Parece que se impone a las comunidades humanas como el mejor adaptado a las necesidades y a los recursos del hombre. Solo la economía que resulta de las dos articulaciones es capaz de obtener un instrumento de comunicación de empleo general que permite transmitir tanta información con tanta facilidad. Claro que cada lengua tiene su propia articulación Si todas las lenguas coinciden en practicar la doble articulación, todas difieren en cuanto al modo como los usuarios de cada una de ellas analizan los datos de la experiencia y en cuanto a la manera como aprovechan las posibilidades ofrecidas por los órganos de la palabra, tal y como afirma André Martinet. En otros términos, cada lengua articula a su modo tanto los enunciados como los significantes. En las circunstancias en que un español dice me duele la cabeza, un francés dice j’ai mal à la tête. En el caso del francés, el sujeto del enunciado será el que habla; en español, la cabeza que sufre. La expresión del dolor será nominal en francés, verbal en español, y la atribución de este dolor se hará en el primer caso a la cabeza; en el segundo, a la persona indispuesta. Importa poco que el francés pudiera también decir la tête me fait mal. Lo decisivo es que, en una situación dada, el francés y el español habrán recurrido de una manera natural a dos análisis completamente diferentes.

Funcionalismo martinetianoSabemos ya que las palabras de una lengua no tienen equivalentes exactos en otra. Esto está, naturalmente, de acuerdo con la variedad de análisis de los datos de la experiencia. Es posible que las diferencias de análisis lleven consigo un modo diferente de considerar un fenómeno, o bien que una concepción diferente de un fenómeno produzca un análisis diferente de la situación. El número de enunciados posibles en cada lengua es teóricamente infinito, porque no existe límite para el número de monemas sucesivos que un enunciado puede contener. La lista de los monemas de una lengua es, en efecto, una lista abierta. Es imposible determinar precisamente cuántos monemas distintos presenta una lengua porque en toda comunidad se manifiestan a cada instante nuevas necesidades que hacen nacer nuevas designaciones (así surgen los neologismos o palabras de nueva creación, aparte de los procesos de composición y derivación más aquellas palabras que podamos adaptar de otras lenguas). Las palabras que un civilizado de nuestra época es capaz de comprender se cuentan por decenas de millar. Pero, dice Martinet, muchas de estas palabras están compuestas de monemas, bien susceptibles de aparecer corno palabras independientes (por ej., sello-postal, autopista), bien limitados a la composición (por ej., en termostato, telégrafo). De ello resulta que los monemas, incluso con la ayuda de desinencias como -mos y de sufijos como -able, son mucho menos numerosos que las palabras. Pero, precisamente, gracias a esos monemas, tanto lexemáticos como morfemáticos derivativos nos sirven para la mentada formación de nuevas palabras en nuevo ejemplo de recursividad o productividad como el que, de otra forma, tenemos en sintaxis. Por otra parte, la lista de los fonemas de una lengua es una lista cerrada. El castellano, por ejemplo, distingue 24 fonemas, ni más ni menos. Lo que hace con frecuencia delicada la respuesta a la pregunta «¿cuántos fonemas tiene tal lengua?» es el hecho de que las lenguas de civilización, que se hablan en amplias zonas, no presentan una perfecta unidad y varían algo de región a región, de una clase social a otra, de una generación a otra generación. Estas variaciones no impiden, en general, la comprensión, pero pueden llevar consigo diferencias en el inventario de unidades, tanto distintivas (fonemas) corno significativas (monemas o signos más amplios). Así, el español hablado en América presenta frecuentemente 22 fonemas en lugar de 24, ya que el de 24 suele ser el de la variedad (europea) centro-norteña peninsular (de la nación española). Por ello decía Humboldt que la lengua hacía un uso infinito de medios finitos, he ahí también el potencial de las lenguas naturales. En suma, una lengua es un instrumento de comunicación con arreglo al cual la experiencia humana se analiza, de modo diferente en cada comunidad, en unidades dotadas de un contenido semántico y de una expresión fónica, los monemas. Y esta expresión fónica se articula a su vez e n unidades distintivas y sucesivas, los fonemas, en número determinado en cada lengua, cuya naturaleza y relaciones mutuas difieren también de una lengua a otra.

También queda claro el posicionamiento martinetiano del lenguaje humano como un sistema combinatorio discreto pues, a diferencia de lo que puede ocurrir con los rasgos suprasegmentales (como pueda ser la entonación como un continuo) los fonemas son unidades discretas. No son unidades discretas rasgos prosódicos como los hechos de entonación, en cambio, otros hechos prosódicos, caracterizados como tales porque no se integran en la segmentación fonemática, son discretos (o sea, como en los fonemas). Se trata de los tonos, que se encuentran en un número determinado en cada lengua. No existen en español ni en la mayor parte de las lenguas europeas; hay dos en sueco, cuatro en chino del norte, seis en vietnamita. Cuando se dice que una lengua tiene 24 fonemas, se quiere decir que, en cada momento de su enunciado, el que hable debe elegir entre 24 unidades de la segunda articulación para producir el significante que corresponda al mensaje que quiere transmitir: /b/ y no /p/ o /t/ o cualquiera otro fonema español en la inicial de vino si quiero decir es un buen vino. Pero cuando se dice que un enunciado contiene 24 fonemas, se quiere decir que presenta 24 partes sucesivas, cada una de las cuales es identificable como un fonema determinado sin que esto implique que las 24 unidades sucesivas sean todas unidades diferentes, Martinet lo ejemplifica diciendo: “el enunciado es una buena niña contiene 13 fonemas en el sentido de que presenta 13 partes sucesivas, identificables cada una de ellas como un fonema determinado. Sin embargo, utiliza tres veces el fonema /n/ y el fonema /a/, dos veces el fonema /b/ y no utiliza más que siete fonemas diferentes”. Asimismo, respecto de la dicotomía saussereana de lengua y habla nos dice que la oposición, que es tradicional, entre lengua y habla, puede expresarse también en términos de código y mensaje. El código es la organización que permite la redacción del mensaje y con el que se confronta cada elemento de un mensaje para obtener el sentido. Esta distinción, muy útil, entre lengua y habla, puede llevar a creer que el habla posee una organización independiente de la organización de la lengua de manera que se podría, por ejemplo, considerar la existencia de una lingüística del habla frente a la lingüística de la lengua. Ahora bien, es necesario convencerse de que el habla no hace más que concretar la organización de la lengua. Solo por el examen habla y del comportamiento que determina en los oyentes podemos alcanzar un conocimiento de la lengua. También cabría hablar del eje sintagmático donde se combinan unidades del mismo nivel lingüístico, que es el eje horizontal donde se ordenan linealmente los elementos sucesivos del discurso y rige las relaciones, en proceso, de los diferentes signos de la cadena hablada, es decir, los signos asumen su expresión material (palabras, oraciones, frases, habladas o escritas) cuyos elementos se seleccionan y combinan según reglas determinadas, de ahí que también se designe como eje de la combinación porque es precisamente aquí donde se combinan los elementos seleccionados en el otro paradigma, el vertical, que sería el eje paradigmático sobre el que se hallan todas las unidades susceptibles de conmutarse entre sí a través de la exclusión.

En fin, lo expuesto hasta aquí no son sino meras pinceladas de obligado trazo grueso pues cualquier análisis de mayor exhaustividad excedería los límites de un humilde artículo como el que aquí nos proponemos. Louis Hjelmslev

De cualquier manera, es André Martinet el estructuralista que más honda influencia ejerce sobre Alarcos. La necesidad de tomar en consideración las sustancias conformadas de convertir, al fin, «el funcionalismo algrebraico» en un «funcionalismo realista», reclamado por Martinet, lo asume Alarcos, que ya lo había adoptado en la Fonología Española y lo aplicará, de forma brillante, también en el campo de la Sintaxis. Por ello Emilio Alarcos Llorach es el introductor y máximo representante del estructuralismo lingüístico en nuestro país, también conocido como funcionalismo. Su perspectiva de análisis del lenguaje, aun partiendo de las aportaciones de Ferdinand de Saussure, tiene, como hemos comentado en anteriores ocasiones, como referentes principales a sus tres grandes maestros: Hjmeslev, Martinet y Jakobson. Las dos pretensiones principales del estructuralismo en el estudio de las lenguas y del lenguaje son, por un lado, la descripción sincrónica de la lengua y, por otro, la descripción estructural y funcional del signo lingüístico.

Como dice Salvador Gutiérrez Ordóñez en “Principios y magnitudes en el funcionalismo sintáctico de E. Alarcos[5]”, si dejamos a un lado su etapa glosemática, la andadura de Alarcos en los predios de la Sintaxis es bastante uniforme y constante, con muy ligeras variaciones en puntos concretos, apenas perceptibles en los principios a los que se engancha. Así, Alarcos se guía por el principio de cientificidad, pero sin hacer borrón y cuenta nueva respecto de las ideas gramaticales previas pues cuenta con las aportaciones de los clásicos como Nebrija o Correas, siente gran admiración por Andrés Bello y también se constata su inspiración en V. Salvá, R. Lenz, R. Seco, Samuel Gili Gaya, S. Fernández Ramírez y las Gramáticas de la RAE (especialmente la de 1931). Todo ello lo engarza con las escuelas estructuralistas, con la gran admiración por el Curso saussereano (Escuela de Ginebra): binomio lengua/habla, principio de sistematicidad (lengua como sistema de relaciones; relaciones sintagmáticas y paradigmáticas o asociativas), teoría del signo lingüístico (signicante y significado –relación solidaria y biunívoca-; significante como imagen acústica precursora del fonema, relación opositiva), sincronía y diacronía, y principio de inmanencia. La Escuela de Praga también deja una indeleble huella en la Fonología de Alarcos (Trubetzkoy y aportaciones posteriores de Jakobson), la Escuela de Copenhague (con Hjelmslev) de la que pervivirán principios como el empírico (coherencia, exhaustividad y simpleza), el binomio forma/sustancia o la oposición paradigmática/sintagmática, amén del ya mentado principio de inmanencia lingüística, pero especialmente el funcionalismo francés a que hemos querido referirnos en nuestro artículo.

Y es que el maestro Alarcos se vio influido, primeramente, por la recensión que Martinet hizo de la obra de su amigo Hjelmslev así como por la obra del francés Economie de changments phonétiques, pero será especialmente Elementos de lingüística general los que aportarán a Alarcos nuevos instrumentos de utillaje metodológico desde esa concepción funcionalista –del funcionalismo realista– que reclamaba Martinet tomando en cuenta las formas en su imbricación con la realidad, viendo la lengua como instrumento de comunicación –lo que abría el campo a consideraciones pragmáticas y situacionales- y como institución humana y social –perspectiva humanista y sociologista- y la lengua como sistema doblemente articulado –aunque luego el propio Alarcos hablara incluso de una tercera articulación-. En cualquier caso, este principio –junto con el principio de economía o algunas unidades propias de la clasificación martinetiana– es aceptado por Alarcos como marco teórico de ordenamiento de la Lingüística; y, por ello, lo creemos punto esencial para todo aquel que desee acercarse a los estudios lingüísticos y gramaticales desde una perspectiva estructuralista y funcionalista, especialmente alarquiana, ya que en su aproximación a ella será capital conocer las aportaciones de Martinet que tan fundamentales y decisorias resultaron en el pensamiento alarquiano y en su magisterio, hoy plenamente vigente, y que sigue teniendo amplio y fructífero recorrido, para lo cual se antoja vital conocer las ideas y principios principales de aquellos que ejercieron una notable –y positiva- influencia en la configuración de su pensamiento, luego desarrollado con indudable solvencia por quien fuera uno de nuestros mejores lingüistas y figura señera e insoslayable de nuestra intelectualidad, máxime para los interesados en los estudios hispánicos de nuestra lengua, la lengua española, como dejó dicho Alarcos (en ‘El destino de las lenguas’, discurso póstumo que leería su viuda con motivo del nombramiento como doctor honoris causa de la UNED en el año 1998): “Mi lengua irrenunciable, porque es la única en que puedo decir casi exactamente lo que pienso y siento».


[1] ALARCOS LLORACH, Emilio: “Metodología estructural y funcional en lingüística” en Revista española de lingüística, ISSN 0210-1874, Año nº 7, Fasc. 2, 1977, págs. 1-16.

[2] MARTINET, André: Elementos de lingüística general, editorial Gredos, 1974 (3ª ed.).

[3] LÓPEZ GARCÍA, Ángel: Fundamentos genéticos del lenguaje, editorial Cátedra, Madrid, 2002.

[4] Juan Ramón Lodares fue un doctor en Filología hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y profesor de Filología hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid, autor de numerosos trabajos sobre la circunstancia histórica, política y cultural de la lengua española. Entre sus obras destaca El paraíso políglota, que quedó finalista del Premio Nacional de Ensayo (2000). Colaboraba periódicamente en los principales medios de prensa españoles. Murió en accidente de tráfico en abril de 2005, arrollado por un camión.

[5] GUTIÉRREZ ORDÓÑEZ, Salvador (1994): “Principios y magnitudes en el funcionalismo sintáctico de E. Alarcos”, Español actual: Revista de español vivo, 61, págs.


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