Tal vez el epígrafe podía haber sido La rutilante telaraña invisible, o mejor, ilusiones perdidas en la gran metrópoli aludiendo a la obra de Balzac y al personaje de Lucien de Rubempré en su empeño por vivir de la literatura y la poesía en el París del XIX.
En La tarántula roja (Sargantana 2022), Enrique Vaqué (Melilla, 1960) teje una historia de inspiración balzaquiana, rica en subtemas y matices, a partir de dos vidas. Por una parte, la de Pablo Sanchiz-Carnaud, perteneciente a la vieja aristocracia valenciana, y la de Elena Rojo, una amiga suya de cuando estudiaban en la Universidad de Ciencias Políticas de la capital gala. Ambos llegan a la Gran Manzana para trabajar en Pegasus Performance Group Ltd, una gestora de fondos, situada cerca del MOMA neoyorkino, con el afán de triunfar y labrarse un ambicioso porvenir.
Si bien, tras un rosario de suspenses y situaciones espeluznantes, esplendores y miserias atravesarán los inevitables vitrales de la condición humana. Quizá por esta razón, los personajes en liza son arrastrados por la dinámica de las altas finanzas, cuyo objetivo consistía en perseguir al millonario, como un paparazzi o convertirse en gigoló si era necesario. El fin justificaba los medios para una élite acomodada y enloquecida por el exceso de lujosas mansiones y fiestas, al que se unía la cultura del crimen organizado en el inframundo del narcotráfico: un retrato cercano, si se quiere, a la sociedad estridente de Scott Fitzgerald en el Gran Gatsby.
A los dos personajes citados, Pablo y Elena, se une el de Blanca Zarco, hija de una familia modesta, también valenciana, que se traslada a Nueva York para repatriar el cadáver de su hermana fallecida en un misterioso accidente. Dos aventuras en paralelo que se alternarán a lo largo del relato, cual secuencias cinematográficas, hasta llegar a una inevitable intersección.
La tarántula roja no solo alude a los temas de la llamada novela negra, sino también a la forma de desarrollarlos, que a su vez surgen del Romanticismo. De ahí la fuerza de los sentimientos, el alma atormentada, la injusticia, el dolor, una angustiosa melancolía, el desprecio por la vida en un gesto compensatorio por la búsqueda de aventuras, peligros, placer y hazañas heroicas donde se puede perder y caer en el abismo.
En este sentido, rojo y negro se asocian igualmente en un sentido figurado a lo largo de la obra de Vaqué. Si en la novela de Stendhal, el rojo hacía alusión a la sangre de la guerra y el negro a la Iglesia identificada con la vestimenta eclesiástica, en La tarántula queda referenciada al color de la araña de Imelda Marcos, la Doña, jefa de un clan de narcos, propietaria de hoteles, salas de fiestas, clubes y de Queens, un mítico auditorio, pero igualmente a la sangre de tantas víctimas inocentes por la lucha entre los distintos carteles de la droga. El negro brotaría de la tenebrosidad de los narcos, el dinero y desde luego del el capitalismo salvaje de las altas finanzas.
En este aspecto, bueno es recordar que buena parte de la actitud del individuo ante su entorno, puede deducirse mediante las concepciones espaciales que el lexicógrafo George Matoré descubre potenciando el efecto visual y sensorial de los objetos contenidos en el espacio narrativo. De esta manera, mediante su composición y textura, a través de la vista, del oído, el olfato, el gusto y el tacto, pueden estudiarse asociaciones mentales o simbólicas a través de las sensaciones percibidas. La llegada de Blanca Zarco a Nueva York no ofrece precisamente buenas sensaciones:
Fuera la reciben el frío y la oscuridad. Se abrocha el chaquetón; muy aparente, pero que le ofrece una pobre protección contra las temperaturas bajo cero de la calle. Un empleado le asigna un taxi de la cola con el que sale del aeropuerto para tomar una inacabable avenida flanqueada por casas bajas y antiguas; el paisaje nocturno, monótono, incita a su mente a huir, a pensar en otra cosa. Por ejemplo, en el día en que empezó todo aquello.
El primer contacto de Pablo con la gran metrópoli sigue una hostilidad paralela, aunque en un principio el joven proyecta su optimismo en el paisaje que le rodea:
Es feliz; abre la ventanilla y saca la cabeza para respirar el aire helado de principios de enero. El cielo, encogido entre el Empire State y otros edificios colindantes, muestra un límpido color azul. ¿No es una buenísima señal? Aunque en el fondo, es verdad, se distinguen algunas nubes …
Por ello, a medida que va tomando posesión de su estancia, una cierta animadversión va creciendo a su alrededor. Su compañero le muestra su habitación: “oscura y estrecha con un ventanuco a un lado (…) Mete su ropa en el estrecho armario y algunos objetos personales bajo la cama, a falta de mejor sitio”. La asfixiante atmósfera del cuarto creada alrededor del personaje, constituye un espacio paralelo al “mundo real” armado alrededor de estructuras complicadas, preludio de situaciones confusas, interminables pasillos, estancias angostas, síntomas de ambientes claustrofóbicos. “La ciudad es un estado de ánimo”, escribía Georges Rodenbach en Bruges-la-Morte (1892), o lo que es lo mismo, una ciudad invisible que condiciona el conflicto interior del figurante. Quizá en su primer contacto con la realidad, Pablo rebajó las expectativas fundadas:
Bajo esa luz, los rascacielos se le antojan tótems enormes y amenazadores de una ciudad de otro planeta. Hay algo en esa geografía nocturna que lo sobrecoge, solitario e insignificante, entre la masa de gente que regresa a su particular celdilla.
También las diligencias de Blanca por encontrar a su hermana quedan envueltas desde un principio en una nebulosa de oscuros intereses y peligrosas telarañas surgidas del submundo de la droga y del gran capital. Su perseverancia, a pesar de los obstáculos, es admirable: “Ella también está sola en la jungla, pero no se rinde”, reconoce Pablo. El muchacho no lo tiene fácil, como tampoco Elena en un escenario previo a la gran crisis de las subprime de tan funestas consecuencias.
Mientras tanto, la enloquecida fiesta por colocar los fondos de inversión, los llamados hedge funds más potentes del mundo gestionados por el magnate Bernard Madoff, sigue una praxis turbia en la que todo vale, desde el sexo, como le ocurre a Pablo entre otros casos: “Está saliendo con Blanca mientras se acuesta con Christina. Además, finge ser su novio, cuando lo único que ella quiere de él son resultados en forma de ventas y sexo ocasional” hasta la falta de escrúpulos de los gestores cuando el crack financiero comenzaba a infundir el pánico entre los clientes: “¿Cómo evitar las ventas en masa en cuanto venza el mes?” se preguntaban los angustiados gestores. “La forma en que lo hagáis es cosa vuestra. Mentid si hace falta” “¿A un crack en toda regla le llama una bajada pasajera?, clama Pablo a Christine, su jefa. El sueño de ambos jóvenes parecía truncarse huyendo a lomos del carnero del vellocino de oro para ahogarse desesperadamente en el Helesponto.
El mundo financiero tembló y las consecuencias de aquel apocalipsis es de sobra conocido. Ahora Enrique Vaqué nos lo cuenta en La tarántula roja.
Una necesaria e interesante reflexión que, sin alardes literarios, mantiene una gran coherencia contagiando al lector de la tediosa e incierta búsqueda de la hermana de Blanca. A su vez la historia aparece hábilmente salpicada de sorprendentes sentencias de un tiempo en el que prevalecía una desmedida codicia especuladora. ¿Acaso ha desaparecido hoy esa avidez? Vendedores bajo presión condicionados por suculentos bonus, como también de arriesgados compradores, ansiosos de ganancias pese a que el producto en cuestión no fuera el más conveniente para su perfil financiero.
A partir de la hecatombe, la regulación de los mercados financieros puso límites para que estas situaciones no volvieran a repetirse, tampoco respuestas como la que el gestor John Dardanelous regala a Pablo Sanchiz-Carnaud: “Engañar al pueblo es de un erotismo irresistible, ¿no te parece?”
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