Baudelaire nos decía hace algún tiempo: «El amor quiere salir de sí, confundirse con su víctima, como el vencedor con el vencido, y sin embargo quiere conservar privilegios de conquistador»[1]. Lo expuesto bien puede aplicarse al amor cortés, que, como veremos enseguida, tenía mucho de dandismo.
I
Mucho antes de que los múltiples subgéneros narrativos adquirieran el nombre de «paraliteratura», mucho antes del folletín, de los best sellers, de Corín Tellado y de Rosamunde Pilcher, las lectoras del Medioevo ya tenían dónde deleitarse con intrigas amorosas luego de una jornada carente de aventuras. La novela sentimental le concedió un sinfín de placeres al público cortesano de la España medieval, ese público abstraído en teocracias y caballerías justicieras. La novela sentimental —cuyos hitos pueden ser, sin temor a equivocarnos, Siervo libre de amor, de Juan Rodríguez del Padrón y Cárcel de amor, de Diego de San Pedro— era el medio propicio para que una joven lectora soñara con un amante a su medida. Lo que aseguraba el éxito de estas novelas (aunque novelas no eran todavía, al menos, no en el sentido que le damos hoy por hoy a esa expresión) radicaba en un principio casi dogmático: el amor cortés.
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El amor cortés implicaba sobre todo una entronización de la amada, y sus seguidores eran conscientes de ello, por lo que aceptaban ese vasallaje sin reparos, pues no había honra mayor que pertenecer a esa minoría incomprendida y selecta. Esto quizá se deba a que los moldes caballerescos (es decir, cortesanos) cargaban con una tensión erótica insoslayable, producto de las rígidas convenciones de la época. Sin embargo, el cortejo amatorio no tenía nada de sumiso. De hecho, se caracterizaba por una estudiada y disciplinada espectacularidad. El propio Huizinga comentaba al respecto: «… en lugar del moderno afán de ocultar y borrar las relaciones íntimas, impera la tendencia a convertirlas en fórmula y espectáculo para los demás»[2]. Esta suerte de exhibicionismo controlado evidencia un modelo conceptual menos respaldado por el eros que por el logos: no hay amor posible sin testigos, no hay amor posible si no hay público.
Para los partidarios del amor cortés, no obstante, su práctica era algo parecido a un imperativo moral. Así, vemos que el amante era profundamente desinteresado, pues aceptaba con devoción la superioridad de la amada, aunque, como revelaremos más adelante, este desinterés no era más que artificial. Con todo, el propio amor, en la búsqueda de una belleza suprema, ennoblecía al amante, y he aquí un rasgo más de esteticismo que podemos ponderar después de todo.
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- San Pedro, Diego de (Autor)
En el amor cortés, por consiguiente, el deseo amoroso estaba divorciado del carnal, y precisamente en esa renuncia el amante hallaba el gozo. En suma, el que aspirara a ganarse el afecto de una dama debía garantizar constancia en el amor, ser casto, mesurado, esforzado, valeroso, verdadero, de buena posición económica, discreto, diestro en las armas y gentil. El amante debía ser franco en el querer, y su amor, un anhelo imposible, y en caso de no ser correspondido, debía sentirse de todas formas orgulloso de pertenecer a esa imaginaria «Orden del Amor», que era percibida por él mismo como una «aristocracia del sentimiento».
II
Si bien el amor cortés, por lo general, tenía mucho de solemne, no dejaba de presentar también una serie de gestos teatrales de pretensiones más profundas. Como ya vimos, el amante no solo realizaba su performance amorosa para seducir a su amada, sino para seducir a una potencial audiencia que fuera capaz de confirmar sus talentos de hombre probo según los parámetros de espectacularidad que se manejaban por entonces. Imagino a estos amantes siendo conscientes de lo dicho por Baudelaire en la cita que compartí al inicio de este artículo y, al hacerlo, no puedo dejar de compararlos con los dandis (grandes ególatras todos ellos) en un punto que es, en justicia, el que me promovió a esta breve apología: el de enfrentar la hipocresía de la mayoría de las relaciones monogámicas, aunque más no sea a fuerza de estilo.
Es importante recalcar que el hecho de idealizar a la amada solo suponía una distancia que el amante aprovechaba para no comprometerse del todo con ella, teniendo así un campo fértil para desarrollar su pavoneo retórico, más dirigido a él mismo (y a su eventual auditorio) que a la providencial destinataria de turno. Aun así, el amor cortés no era de ningún modo funcional a la dinámica burguesa de relaciones afectivas basada en la multiplicación y el dominio, es decir, en la anulación del otro individual, se trataba más bien de una ficción exacerbada, de un elogio de la mentira ritual que existe también en el arte, pero —y en esto me temo ser irreductible— sin ningún deseo de trascendencia.
La novela sentimental fue sepultada por La Celestina. Mismo fin tuvo la novela caballeresca con El Quijote. Pero tanto el amor cortés como el ideal caballeresco fueron reivindicados en varios momentos de la historia por los mismos atribulados espíritus de siempre. El Medioevo fue la «Arcadia perdida» de los grandes románticos; el amor cortés, un discurso autotélico, como la poesía que, imperceptiblemente, todavía lo nutre y justifica.
[1] Charles Baudelaire. Diarios íntimos, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1999.
[2] Johan Huizinga. El otoño de la Edad Media, Madrid, Alianza Editorial, 1978.
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