Hay casos, en la historia, en el arte, en la música donde encontramos en el cuerpo de un creador la metáfora perfecta de su obra sin tener que recurrir al puzzle artificial del estereotipo.
Es el caso de Fryderyk, Frédéric, Federico —como quieran— Chopin.
Si le miramos de frente en las fotografías descubrimos un gesto frágil, desconfiado, a veces adusto, casi siempre delicado. El pelo, moreno, no excesivamente largo, aunque abundante; palidez, ojeras con surco profundo, nariz prominente; intensidad, cierta rigidez que no debía venir de otra parte que del combate permanente contra su insatisfacción. Las manos, aristocráticas, de hueso marcado, con las curvas justas, necesarias para pulir las notas que creaba antes en su cabeza de genio extraño, solitario, y materializarlas sin llegar a idealizarlas en los mismos pianos que tocaban Liszt y él a cuatro manos en París.
Durante sus cortos años de vida, solo 39, consiguió el retrato o el perfecto autorretrato de un romántico, aunque su huella, su legado, su invención genial para el piano, trascendiera después más allá del romanticismo hacia el modernismo, al impresionismo y luego al presente de forma tan intensa que hoy es el día en que conviven tres generaciones de pianistas —unos magistrales, otros en plenitud de facultades y talento y muchos jóvenes con pasaporte a la gloria— que interpretan una y otra vez su obra con una variedad de visiones y propuestas que no dejan de asombrar por su riqueza.
Jesús Ruiz Mantilla – clásica El País
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