Las nueve musas

El hilo invisible de P. T. Anderson

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Se cumplen 20 años del estreno de “Magnolia”, lo que nos permite celebrar no sólo una película extraordinaria.

También es una ocasión para recordar la insuperable trayectoria de su director y guionista, la excepcionalidad que ha definido siempre a Paul Thomas Anderson, a juicio de muchos el cineasta más brillante de nuestro tiempo, con un filmografía que no supera los ocho títulos (quitando cortometrajes, y vídeos).

Había debutado en el cine con “Sidney”, un deslumbrante ejercicio de cine negro, que ya le permitió rodar en 1997 “Boogie Nights”, relato de las desventuras de un actor porno, basado (o inspirado, como ya se verá, el origen de las películas de Anderson es casi más misterioso que sus obras) en la vida del malogrado John Holmes. Un éxito de público (que calló todas las voces que habían advertido que una mega producción sobre esa temática estaba condenada al fracaso) y de crítica, una apabullante muestra de su capacidad narrativa, una película coral entreverada de manera magistral, no derivando en el drama, sino partiendo de él, de una caligrafía visual tan personal y brillante como hipnótica, capaz de aunar la destreza técnica (ese plano secuencia inicial es quizás uno de los mejores jamás rodado) sin caer en momento alguno en lo experimental, o lo bizarro, o la imagen gratuita, y con un talento como guionista sin parangón en el moderno cine estadounidense.

Además, marcando una independencia a la que otros grandes directores no pueden ni aspirar. Control creativo total. Tiene la primera y la última palabra sobre la obra. Y en producciones muy costosas, donde es casi imposible escapar de las presiones. No es su caso. Cueste lo que cueste, lo que se estrena es justo la película que él quiere presentar.

Anderson terminó abrumado por tanto premio y tanta repercusión, y para alejarse del ensordecedor bullicio, y en busca de un trabajo distinto a “Boogie Nights”, sin tanta complejidad a nivel producción ni decenas de personajes en juego (y hay que aclarar ya que ninguna obra como la de Anderson ha descatalogado de forma tan radical el término actor secundario o de reparto, en sus películas todos son protagonistas), pensó que lo mejor sería rodar algo de bajo presupuesto con un reducido grupo de amigos.

Hizo muy mal sus cálculos.

Ocho meses de escritura después, terminaba el guión de “Magnolia”. Aún más compleja, más radical, más poblada de personajes, más personal y muchísimo más llena de dificultades técnicas. Una obra maestra que desmarcaba definitivamente a Anderson de cualquier intento de etiquetación. Y aunque no se puede poner en duda que luego llegaron obras mejores, “Magnolia” sigue siendo su mejor carta de presentación.

Quizás descoloque que el narrador en “off” parezca ser el propio Anderson señalando un convencimiento al que se aferra de un modo obsesivo a juzgar por sus palabras. Al comienzo de la película nos cuenta tres breves historias a cual más insólita: un farmacéutico es asesinado en el barrio de GreenBerry Hill por tres individuos cuyos respectivos apellidos son Green, Berry e Hill; alguien que estaba buceando en un lago acaba en lo alto de un árbol tras ser absorbido por un avión que recogía agua para apagar un incendio, y cuyo piloto ya conocía al hombre que aparece muerto, lo que deriva en un espantoso suicidio abrumado por las culpas; un joven se arroja desde la azotea de un noveno piso, y en su caída, al pasar por una ventana tres pisos más abajo, recibe un disparo accidental porque su madre acaba de disparar contra su padre, y esa herida es la que lo mata, porque se hubiera librado de morir en la caída al haber una red de protección colocada para la seguridad de los que trabajan en la fachada del edificio, y así, lo que era un intento de suicidio acaba en un homicidio involuntario… El narrador insiste una y otra vez que estas cosas no pasan por casualidad, ninguna de ellas, por muy extrañas o insólitas que resulten.

¿La razón? Esas cosas están ocurriendo en todo momento.

A partir de ahí, Anderson pone en movimiento a un grupo de personajes a los que encontramos en momentos desgarradores, cuando no ya directamente terminales, de su vida. Solitarios, desahuciados, víctimas de abusos, traumatizados hasta la locura, extraviados en fantasías o asfixiados por terribles  remordimientos. El recuerdo de “Vidas cruzadas” (Robert Altman, 1993) es obligado. Pero no puede haber dos aproximaciones más distintas a ese inquietante recorrido por este conjunto de existencias despedazadas.

Anderson es capaz de hacerse con los recursos más inesperados y lograr que encajen en su historia de un modo incontestable, como si las cosas no pudieran ser contadas de otra manera. Si, por ejemplo, tomó la decisión de que la música de la cantante Aimee Mann encajaba a la perfección en su narración, no se limitó a que las canciones sobrevolasen la película. Es el cine según Anderson, y Aimee Mann se transformaba de pronto en una parte invaluable del relato, una protagonista más, en una de esas secuencias que parecerían imposibles de integrar en un viaje tan desolador, pero que una vez vista pasan a ser pilares de un modo de entender el cine desde una óptica tan calculada y al mismo tiempo tan libre en sus propuestas.

De hecho, inoculando en el espectador un desasosiego creciente cuyo origen es desconocido, cuando la película parece que alcanza su clímax dramático, lo inesperado, lo que no es fruto de la casualidad, se impone de un modo casi bíblico sobre esos relatos a punto de ser culminados, pero cuyo fuego se extinguirá por una lluvia caída del cielo.

Una lluvia de ranas.

De un modo implacable, violento, apocalíptico, miles de ranas inundan la ciudad en una de esas secuencias propias de Anderson, que aunque parezcan sinsentidos son precisamente los sentidos sobre los que articula sus películas. El aparato metafórico se termina imponiendo sobre la estructura realista, y en la tensión entre ambos polos es donde el director mejor maneja los resortes dramáticos, de los que nunca se salva un humor que se pasea libremente por sus películas como un personaje más.

Si ya con “Boogie Nights” Anderson había demostrado que, como todo en su cine, también era magistral a la hora de dirigir actores, en “Magnolia” alcanza la excelencia con un reparto que parecía nacido para interpretar, y de qué modo, a este puñado de personajes tan destrozados: Philip Seymour Hoffman (un actor al que Anderson se hizo adicto), Julianne Moore, Jason Robards, Tom Cruise, John C. Reilly, Philip Baker Hall o William H. Macy, entre otros, forman un conjunto coral tan bien articulado que terminan eclosionando en un desconcertante final. De nuevo el narrador reaparece para remarcar que las cosas más extrañas ocurren sin que intervenga la casualidad. Y por eso una película tan brutal y pesimista acaba con la sonrisa que uno de los personajes dedica al espectador.

Philip Seymour Hoffman
Philip Seymour Hoffman

Es curioso que siendo un film que difícilmente puede no hechizar, el tiempo la haya dejado entre sus obras “menores”, víctima de la avalancha de títulos “mayores” que llegaron con el tiempo. Pero sigue siendo su obra más personal, la más rica en libertad a la hora de manejar su mucho más que singular sentido de la narrativa visual, un malabarista de la técnica que nunca tropieza en tecnicismos, casi tres horas donde se acumula todo un universo propio de hallazgos de un cineasta como pocos han existido.

“Magnolia”, nacida para alejarse del revuelo surgido a causa de “Boogie Nights”, provocó mucha más conmoción todavía. No había premio al que no estuviera nominada. El público respondía con entusiasmo a un ejercicio de virtuosismo de finísimo acabado, y se entregaba a su hermetismo. La crítica lo veneraba.

Ahora sí tocaba alejarse de todo eso.

Embriagado de amor” (2002) era una producción mucho más modesta, pocos actores, un metraje reducido, ninguna escena que pusiera en jaque los límites del presupuesto ni supusiera una pesadilla logística como llenar las calles de batracios. Y surgida, cómo no, de una fuente de inspiración de lo más esquiva cuando uno intenta estudiar su cine. Anderson había leído la historia real de David Philips, un ejecutivo que había descubierto un error en una promoción de una marca de Pudding (que a cambio de comprar sus productos regalaba horas de vuelo), y por 3000 dólares en envases logró un millón de millas áreas para volar gratis. Anderson se prendó de tan peculiar sujeto porque, según sus propias palabras, “estaba intrigado por esta locura tan extraña pero que también es tan práctica”, y a tal punto le parecía divertida que acabó escribiendo el guion de una comedia.

De una comedia romántica, además.

Adam Sandler
Adam Sandler

En su presentación en el Festival de Cannes, en 2002, durante la rueda de prensa que dieron actores y director, los periodistas especializados no paraban de lanzar la misma pregunta, sin descanso, y sin importar las veces que Anderson respondiera, y que no era otra que interesarse por las razones para haber elegido como protagonista a Adam Sandler, un cómico que en Europa tiene cierto gancho, pero que en Estados Unidos goza de verdadero tirón, como si lo inesperado de esa decisión ocultase alguna clave secreta. Invariablemente, Anderson contestaba lo mismo. Porque se reía mucho con las películas de Sandler. No hubo manera. La pregunta se repitió, con el convencimiento de que se ocultaba alguna estratagema de autor. Pero es un director que se ajusta mucho a lo que busca. Afronta sus películas de un modo muy racional, clásico, no es amigo de complicar encuadres o buscar ópticas hasta en la nada. De hecho,  la argumentación y la lógica para tomar esa decisión parece lo único razonable en una película tan intrincada a la hora de abordarla. Pese a ganar el premio al mejor director en Cannes, nadie esperaba ese giro en su carrera, e fue a parar a la categoría de “maldita”.

Incomprendida pero imposible de comprender.

Justo antes de adentrarse en un tramo de su obra donde los guiones rezuman maestría, “Embriagado de amor” resulta un trabajo muy hermético, más un diario en un viaje a sus ideas que una película con la potencia de “Magnolia”, donde la historia, que no es otra que la de dos personajes que se enamoran, es narrada desde una propuesta no ya arriesgada, sino directamente en caída libre.

Tratar de deshilar la película es tarea de locos.

Basta con narrar el comienzo, sus primeros minutos.

Barry (Adam Sandler), un vendedor de artículos sanitarios vestido con traje de ejecutivo, habla por teléfono con alguien de una compañía de postres para señalarles el error en su promoción. Cuelga. Sale a un callejón y se asoma a la calle. Parece vacía, pero de repente, con atronador sobresalto, un coche se estrella sin razón visible y salta por el aire. En ese momento, un taxi se detiene frente a Barry y deja en la acera una vieja pianola, abandonando el lugar de inmediato. Barry la mira y se acerca, asustado. Un instante después está de vuelta al teléfono hablando con un cliente. Acaba y vuelve a salir a la calle, a mirar el instrumento musical aun en el suelo. En ese momento aparece una desconocida (Emily Watson) que busca un garaje, que en ese momento está cerrado. Le deja las llaves de su coche a Barry, que, muy inquieto, la observa mientras se marcha. En cuanto desaparece, Barry se oculta, jadeante, en la oscuridad de su local. Se asoma de nuevo. Se acerca a la pianola. Y de repente, la agarra y sale corriendo con ella hasta ocultarla en su despacho. Al probarla, su sonido se entremezcla y permite el surgimiento del tema principal compuesto por Jon Brion (en una banda sonora muy con temas muy diversos no originales, incluyendo un tema de “Popeye”, de nuevo Altman asomando en su obra).

No han pasado ni cinco minutos de película y Anderson ha sembrado de incertidumbre y desconcierto toda la narración. Y el periplo de esta pareja hasta lograr hallar su propio refugio no estará menos lleno de giros y recovecos siempre en una zona de muy complicado acceso. Y tan pronto puede resultar muy divertida, como helarte la sonrisa señalando abismos en un género donde esos tránsitos no se contemplan. Si uno logra aceptar las reglas, lo aparentemente arbitrario de este insólito periplo, la película gustará. De lo contrario, no hay manera de entrar y parecerá, como tanto se le acusa, insoportablemente pretenciosa.

Eso sí, como cada película de Anderson, distinta a cualquier cosa que uno haya visto.

Tardó cuatro años en regresar a las pantallas. Una vez más se embarcaba en un proyecto de producción muy complicada. Adaptación de parte del clásico de Upton Sinclair “Petróleo”, “Pozos de Ambición” desveló a un Anderson que aunque lejos por primera vez de un guión propio original, no solo podía volver a mostrar su maestría como narrador, de hecho la aumentaba. Ya fuese partiendo de una idea suya o de un texto ajeno, encuentra siempre el camino para llegar a su particular concepción del cine.

Justo al otro extremo de “Embriagado de amor”, “Pozos de ambición” tiene un arranque que ya desarma, y deja al espectador aislado en los aterradores acordes compuestos por Johnny Greenwood (guitarrista de Radiohead, que se pasaba a la música de cine con una banda sonora apasionante, y desde entonces ligado a la obra de Anderson):

La presentación del protagonista, Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), esos terribles minutos sin que la palabra haga acto de presencia, es de una precisión brutal, delineando con trazos maestros la definición del personaje. De un empecinamiento suicida, abocado a la locura, perturbador en su obsesión, llenándose de heridas que nunca se podrán cerrar. Por mucho que lo intente, Daniel jamás logra salir de ese pozo en la oscuridad. Sus logros en el petróleo no hacen sino sumar más negritud a cada episodio de su vida. El niño que se ve en el compromiso de adoptar cuando su padre, que trabaja codo a codo con Daniel, muere, y que pasa a ser su propio hijo queda sordo (tan aislado ya como su padre adoptivo) en un accidente en un pozo y acabará alejándose de ese monstruo en el que progresivamente se va convirtiendo su progenitor. La fortuna que termina atesorando está sembrada de crímenes, de horror, de pulsiones tan devastadoras que van alimentando inmisericordemente el más aterrador de los desenlaces. Porque Daniel encuentra en la figura del predicador Eli Sunday (Paul Dano) una conjunción de todos sus demonios, y ambos mantendrán un combate feroz y despiadado durante años. Sunday, casi como un curandero tribal, es quien se encarga de llevar la iglesia local, la misma que intentará, como Daniel, alzarse con los chorros de fortuna que salen de esos pozos. No hay estadio por el que no pase ese duelo, desde la violencia hasta la humillación. A veces uno gana la batalla, pero la réplica vil no tarda en desatarse desde el personaje contrario, y Daniel va gestando en su alma gastada e inútil, una represalia con la que no sólo acaba esa irrespirable guerra, sino que ya le condena a no poder salir de ese pozo negro del que con tanta desesperación luchaba por salir al principio de la película.

Daniel Day-Lewis (en su interpretación más electrizante hasta su reencuentro con Anderson) se llevó Oscar al mejor actor, no así Paul Dano, cuando su creación es tan fascinante, y por momentos incluso más, que la de Day-Lewis.

De nuevo en lo más alto de la cresta, Anderson no se dejó engatusar por el éxito, y filmó una nueva obra maestra, aunque demasiado arriesgada para quien tenía a todos los espectadores pendientes de cuál sería su siguiente trabajo después de “Pozos de ambición”, consciente de que ese proyecto no se ganaría el favor de las taquillas. Ni tan siquiera favorecida por el hecho de que “The Master”, como finalmente se llamó, había provocado cierto revuelo durante el rodaje al extenderse el rumor de que Anderson estaba filmando una película sobre la cienciología, otra inquietante fuente de inspiración. Pero ni los herederos de su fundador, L. Ron Hubbard ni los seguidores del culto pudieron arrojar a una legión de abogados sobre el cineasta cuando la película se estrenó.

Lo que cuenta “The Master” elude esa reducción a un simplista reflejo de una figura tan polémica.

Freddie Quell (Joaquin Phoenix) es un hombre perdido. Sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, de la que ha salido muy tocado, con un talento para inventar licores mezclando lo inverosímil (como el combustible utilizado en los torpedos), deambula por el mundo sin capacidad alguna para poder ser parte del mismo. Anegado de pesar, taciturno y repentinamente violento, Freddie no puede hacer otra cosa que escapar una y otra vez, una huida sin destino ni reparo, porque de lo que huye es de sí mismo. Como si fuera presa de una atroz claustrofobia en su propia alma. Y en esos derroteros acaba conociendo a Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), dueño y señor absoluto de una suerte de religión de su invención, y que ya cuenta con algunos fieles entregados a la sumisión que conlleva el no ser más que parte del ideario de Dodd, experto manipulador de la psicología ajena en beneficio siempre propio, nunca colectivo. El encuentro entre ambos permitirá a Anderson hacer gala de su precisión narrativa, y seremos testigos de excepción de los métodos que emplea Dodd con sus súbditos, en especial con Freddie, al que someterá a las inquinas más despiadadas, en lo que se supone es un trato de favor que le permitirá subir escalafones en esa peculiar jerarquía. Cabe recordar una secuencia ya mítica, aterradora y al mismo tiempo fascinante, con dos actores absolutamente poseídos por ese desafío:

Freddie, a medida que el éxito de la secta aumenta, vuelve a extraviarse en la desconfianza, lo que socava una vez más su mundo, impelido como siempre hacia nuevos territorios de rechazo. Y tendrá que elegir entre quedarse bajo la cúpula de viciado poder de Dodd o alejarse de él. Y aunque la decisión es obvia, saldrá del cerco, pero ya inutilizado su pensamiento y su voluntad, llevándose consigo todo el veneno inoculado. Acaba la película justo en el mismo lugar donde le vimos por primera vez. Tumbado en una playa junto a una mujer de arena.

“The Master” es una obra profundamente bella y triste, una descripción sin concesiones de los entresijos más sucios de esos grupos que adiestran la sumisión. Tortuosa y ambigua, la intensidad del cine de Anderson mostró todo su poder. Siempre misterioso, complejo en su construcción de unos enigmas irresolubles pero apasionantes.

Como apasionada sería la adaptación de “Puro vicio” (2014), en este caso trasladando a la gran pantalla la, en teoría, inadaptable obra de Thomas Pynchon, extraña comedia negra en torno a un detective y su algo más que lisérgico viaje por los entresijos de la California de los años setenta.

Pero tal y como le ocurrió con “Embriagado de amor”, su concepción de la comedia desconcertaba más que divertía, abarrotada en secuencias aisladas del genio de Anderson, pero a la deriva en su conjunto, ajena a cualquier rumbo, lo que dividió a la crítica en esquinas contrarias, los que no saben resistirse al hechizo y los que le acusan de pretencioso o de estar demasiado apegado a un estilo que sólo él entiende, así que se afanaron en apuñalarle con esos prejuicios. Pero “Puro vicio”, como todo cuanto filma Anderson, es otra obra distinta a cualquier cosa que uno haya podido ver. Y eso nunca es tarea fácil. Y cuesta entender porque un autor tan apreciado por su maravilloso uso del humor en sus películas, no encuentre la misma respuesta cuando se adentra precisamente en la comedia.

El cine de Anderson vive en la imprevisibilidad.

E imprevisible fue que su siguiente proyecto, “El hilo invisible”, que, en otro de esos acordes de dónde de manera singular se alborota su inspiración, nacía de la lectura de una biografía del diseñador de moda Balenciaga, un personaje y un mundillo que, en principio, no parecían muy propios del universo andersoniano, pero que fueron los que lograron que rodara otra obra maestra (y ya nadie duda de que todavía llegará mucho más lejos).

Tan perfecta que incluso escribir sobre ella resulta casi un atrevimiento.

Y sí, efectivamente “El hilo invisible” narra, en apariencia, la vida de un diseñador de moda.

Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis) es el diseñador más exquisito y solicitado en el Londres de los años 50, vistiendo incluso a la realeza, británica y de otros países europeos. Woodcock vive junto a su hermana Cyril (Lesley Manville) en una pulcra casa victoriana, donde también un grupo de costureras confeccionan los trajes que les encargan. Y el diseñador ejerce un control absoluto sobre todos y cada uno de los aspectos de su vida. Maniático hasta la exasperación, perfeccionista, enfundado en una existencia que se ha confeccionado a su medida, adicto a sus inalterables rituales, Woodcock no tolera ni la menor perturbación a ese mundo donde se ha encerrado. Cualquier ruptura de las normas es castigada con un desprecio que tiene algo de inhumano.

Pero en su vida aparece Alma (Vicky Krieps), una joven camarera que acapara toda la atención de Woodcock desde el primer momento que la ve. Y pasa a ser su musa, y su amante, y parte del proceso de crear los vestidos, al amparo de ese mentor que parece convencido de que el amor también puede ser confeccionado a su gusto.

Sin embargo, en Alma no cala el rigor de ese sometimiento.

Y hasta trata de rebelarse.

El hilo invisible
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A estas alturas de la película ya queda muy claro que estamos orbitando en ejes muy alejados a la posible biografía de un diseñador de éxito. Porque nadie es capaz de prever los caminos por los que empezaremos a transitar hacía un final tan estremecedor, terrible y a la vez, el más hermoso de todos cuantos ha rodado Anderson. Y para llegar a él el director se adentra en el misterio, aporta intrigas, suma suspense, propone enigmas, se asoma a lo sobrenatural, añade su irreverente humor, confisca nuestra asfixia en su empuje hacia ese desenlace tan osado. Mucho más inimaginable de lo que uno puede esperar atendiendo a su desarrollo inicial. Arriesgando y acertando en cada composición. El amor y el horror enfundados en el mismo diseño.

Un hilo invisible recorre la obra de Paul Thomas Anderson de principio a fin. Oculto es su pericia técnica y en su genio como escritor, no permite lecturas apresuradas o fáciles y sin embargo todo su trabajo rezuma coherencia, por dispares que sean los títulos.

Un hilo del que uno puede seguir tirando veinte años después, con la certeza de que su excepcionalidad siempre ofrece nuevas sorpresas, no importa los visionados.

Las garantías de un genio.

Emilio Calle

Emilio Calle (Málaga, 1963)

Crítico de cine y guionista, ha publicado el libro de cuentos “Imaginando rutas” (Huerga & Fierro, 1999), y las novelas “Linda Maestra” (Ediciones Libertarias, 1995), “La estrategia del trueno” (Huerga & Fierro, 2001) y “El hombre que pudo salvar el Titanic” (Editorial Martínez Roca, 2010, reeditada por Editorial Planeta ese mismo año).

Asimismo es coautor de “Los barcos del exilio” (Oberón, 2005 y RBA, 2010), escrito junto a Ada Simón.

Durante diez años trabajó en “El País”, en “Tras la pista”. Y colaboró en Onda Vasca en el programa “Melodías de Seducción”, dedicado a la música en el cine.

También estuvo cinco años en el suplemento infantil de “ABC”, y ha colaborado con diversos periódicos tanto nacionales como internacionales.

Actualmente prepara su nueva novela.

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