Las nueve musas
literatura

La literatura como fenómeno estético

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Como sabemos, la literatura es una de las siete artes tradicionales, por lo tanto, es también susceptible de ser interpretada desde la abarcadora perspectiva de la Estética.

En este artículo procuraremos ofrecer algunas pautas para hacerlo.

EstéticaI.- La creación estética

 Para establecer las características del fenómeno estético, quizá convenga partir del concepto de creación. Crear, en términos generales, significa producir algo, dar origen a algo. Naturalmente, la creación puede darse en distintos ámbitos, tales como el técnico, el científico o el artístico. Las creaciones técnicas y científicas persiguen siempre un fin práctico o utilitario; la creación artística, por el contrario, sólo subsidiariamente lo hace, que es lo que sucede, por ejemplo, con el llamado arte ancilar.[1] Así pues, salvo la mencionada excepción, el objetivo primordial de la creación artística es lograr belleza, esa propiedad de los seres y las cosas que hace que contemplarlos produzca deleite espiritual. El fenómeno estético[2], por tanto, sería el producto de un acto de creación que procura alcanzar lo bello,[3] y la Estética, la disciplina filosófica que estudia la belleza, pero, de igual forma, la teoría filosófica acerca del arte.

Ahora bien, para que el fenómeno estético realmente se produzca, se necesita la concurrencia de tres elementos:

  • el creador, es decir, el autor, el responsable de la obra;
  • el objeto estético, es decir, la obra creada;
  • el destinatario, es decir, el público al que se dirige esa creación.

ArquitecturaDe estos tres elementos, hay uno que parece imprescindible: el destinatario. En efecto, la obra de arte adquiere valor únicamente en el momento en que una persona la contempla. Si bien es cierto que, más allá de que no se la contemple, la obra de arte existe una vez creada, su virtualidad estética recién comenzará a funcionar cuando alguien aprecie su contenido. Además, podría decirse que el mero hecho de producir una obra artística supone la necesidad de hacerla llegar a un destinatario, aun cuando el artista se empeñe en mantenerla oculta.

Históricamente, se admite la existencia de siete artes: pintura, escultura, arquitectura, música, literatura, danza y cine. La inclusión de la arquitectura en esta nómina parecería contradecir lo que ya se ha planteado acerca del carácter no utilitario de la obra de arte. Con respecto a esto, conviene señalar que, si bien muchas manifestaciones de la arquitectura persiguen una finalidad estética, en muchas otras, el valor estético se inserta en un objeto cuya finalidad excede la simple búsqueda de belleza.

Del mismo modo, vale la pena remarcar que las cinco primeras artes de la nómina suponen un creador, lo que no necesariamente sucede con las últimas dos. Así pues, el cine, además de implicar un creador fundamental, el realizador, requiere también la presencia de otros «creadores» (guionistas, actores, técnicos, etc.), aunque, como es lógico, la creación de éstos deberá de estar sujeta a la orquestación integradora del realizador. La danza, a su vez, ofrece otras posibilidades: o en el bailarín coexisten el creador y el ejecutante de la creación o la danza es el resultado de la conjunción de un creador, el coreógrafo, y de un ejecutante de la creación, el bailarín (en el primer caso, la danza se acercaría a las artes de un creador; en el segundo, la danza se acercaría al arte que exige la conciliación de «creadores»).

II.- El objeto estético

 Si centramos ahora nuestra atención en el objeto estético, podremos caracterizarlo fácilmente mediante tres rasgos precisos:

  • Existencia. El objeto estético existe, «está ahí», y puede ser percibido por los sentidos. Esta condición se logra porque, para plasmar su obra, el artista se vale de un elemento real, ya sea la palabra escrita, el sonido, el color o el volumen. El objeto estético, por tanto, se manifiesta en otro objeto: el contenido estético del David, de Miguel Ángel, en el mármol; el de El nacimiento de Venus, de Botticelli, en el óleo y en la tela; el de Don Quijote, de Cervantes, en la palabra escrita; el de la Novena sinfonía, de Beethoven, en el sonido.
  • Irrealidad. A pesar de que se manifiesta en un elemento real que lo hace perceptible, el objeto estético no es real. Una vez concluido, su contenido, contrariamente a lo que sucede con las cosas reales, no se transforma ni se altera. Al mover un cuadro de un lado para otro, por ejemplo, podemos modificar su ubicación en el espacio real, pero la imagen fijada en él no cambiará. Dicho de otro modo, una vez plasmado, el contenido estético de la obra de arte no se modifica. Como dice Luigi Pirandello, al abrir La Divina Comedia, de Dante Alighieri, «encontraremos a Francesca viva confesando a Dante su dulce pecado; y si cien mil veces seguidas volvemos a releer aquel pasaje, cien mil veces seguidas Francesca repetirá sus palabras; no repitiéndolas mecánicamente, pero diciéndolas cada vez como si fuera la primera, con tal viva pasión que Dante, cada vez, desfallecerá»[4]. El objeto estético, entonces, es irreal, ficticio, no ofrece cosas reales, sino imágenes, apariencias, representaciones.
  • Insularidad. El objeto estético permanece como una isla de irrealidad en medio de la realidad; se trata de una isla fija, estable; la realidad que lo circunda, en cambio, es alterable y mutable. Esta insularidad del objeto estético puede ser caracterizada, a su vez, de dos maneras:
  • Caracterización externa. La obra es una objetividad de irreal, cuya irrealidad se manifiesta en la realidad, pero sin confundirse con ella, porque, si fuera así, el mensaje estético perdería su razón de ser. Es por eso por lo que la obra artística debe crear un cierto clima, una cierta atmósfera, que facilite la observación de su irrealidad dentro del ámbito de la realidad. Ese clima es exterior a ella misma y la separa del mundo real (el marco de un cuadro o la boca del escenario, por ejemplo, son cercos que separan la obra artística de la realidad).
  • Caracterización interna. En el mundo real prima la confusión, de modo tal que cada cosa que constituye la realidad se da confundida o relacionada con otra, ésta con una tercera, ésta con una cuarta, y así hasta el infinito (una casa nos remite a una calle, una calle a una ciudad, una ciudad a una provincia, una provincia a un país, etc.). No obstante, este proceso de confusión o relación se entorpece en lo que concierne a la obra de arte, por la sencilla razón de que una obra de arte no remite a otra cosa sino a sí misma o, en su defecto, a la tradición de la que ella misma es testimonio. De este modo, la insularidad rompe con la confusión propia de lo real, imponiendo lo distinto a lo indiferenciado.

III. Las artes, el espacio, el tiempo

 Tal como se ha visto, la historia indica que existen siete artes. De lo que puede inferirse que la palabra arte, en singular, alude fundamentalmente a una abstracción, y que, en realidad, de lo que podemos en sí dar cuenta es de las distintas artes particulares y concretas, a partir de las cuales es factible establecer un concepto general de arte.

Gotthold E Lessing
Gotthold E Lessing

Ahora bien, varias veces se intentó establecer una clasificación de las artes desde puntos de vista diferentes: instrumental, en la Antigüedad griega, con Aristóteles; jerárquica, en el Renacimiento; estético, en el siglo XVIII, con Gotthold E. Lessing; metafísico, en el siglo XX, con Henri Bergson, etc. De todas ellas —al menos, para los objetivos de este artículo—, resulta por demás explicativa la clasificación de las artes que atiende a las coordenadas de espacio y tiempo.

En términos generales, las artes del espacio son las que confieren al objeto estético una presencia absoluta, es decir, las que lo manifiestan en simultaneidad (la pintura, la escultura y la arquitectura). Se las llama también artes plásticas porque trabajan con materiales que permiten ser moldeados. Las artes del tiempo, por el contrario, son las que confieren al objeto estético una presencia relativa, ya que, justamente, necesitan tiempo para que el objeto pueda ser reconstruido por la mente de quien lo está percibiendo. En otras palabras, las artes del tiempo manifiestan el objeto estético en sucesión (la literatura y la música).

En el siglo XVII, Lessing escribió un tratado de estética, ‘Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía’, en el que precisamente se ocupa de estudiar la diferencia entre las artes plásticas y la poesía. En el capítulo XVII, al referirse a cómo se llega a adquirir la noción de los objetos que se instalan en el espacio y cómo la de aquellos que lo hacen en el tiempo, Lessing reflexiona:

¿Cómo llegamos a adquirir la noción de una cosa en el espacio? Primero observamos sus partes separadamente, enseguida las relaciones entre estas partes y, por fin, el todo. Nuestros sentidos ejecutan estas diversas operaciones con una rapidez tan sorprendente que nos parece que no son más que una operación; y esta rapidez es en absoluto necesaria para poder formarnos la noción global, que no es más que el resultado de las nociones parciales y de la relación que rige las diferentes partes. Supongamos ahora que el poeta nos conduzca, con el mejor orden, en la contemplación de una parte a otra de su objeto; supongamos también que sepa hacernos ver claramente las relaciones entre estas partes; ¿cuánto tiempo necesitará para todo esto? Lo que la vista abarca de un solo golpe, el poeta nos lo detalla pieza por pieza, y a menudo sucede que al llegar al último trazo hemos olvidado el primero. Y, sin embargo, debemos servirnos de estas piezas para componer el todo; para la vista, las partes están presentes constantemente, y cuando quiera puede recorrerlas una y mil veces; por el contrario, para el oído los detalles se pierden, si no permanecen en la memoria.[5]

Algunas páginas más adelante, en el capítulo XVIII, Lessing deja asentado el principio que afirma que el tiempo es el dominio del poeta, y el espacio, el dominio del pintor.

 IV.- El caso específico de la literatura

Raúl Héctor Castagnino
Raúl Héctor Castagnino

 La literatura es un arte temporal porque su instrumento expresivo es la lengua (o, mejor aún, su representación gráfica: la palabra escrita), y ésta constituye un fenómeno que se da en el tiempo, en la sucesión. En su ensayo El concepto «literatura», al ocuparse de las diferencias entre pintura y literatura, Raúl H. Castagnino se vale de un ejemplo que juzgo muy ilustrativo. Frente a un mismo espectáculo de la naturaleza, pintor y literato trasladan de modo distinto el espectáculo en cuestión a la creación artística. Uno y otro tienen delante el espectáculo natural en su totalidad; su mirada abarca el conjunto, el todo y sus partes. Ejecutada la creación estética, el receptor de la obra pictórica podrá abarcar de una sola mirada la totalidad del paisaje. En cambio, el lector de la descripción paisajística deberá recrear en su mente, siguiendo la sucesión de signos, el paisaje literario, con la evocación sucesiva de los elementos de la naturaleza convertidos en signos y ofrecidos por el escritor en un orden. El carácter lineal de la lengua obliga al literato a ofrecer una cosa a la vez y una detrás de otra, más allá de que en su conciencia convivan todas juntas.[6]

Los escritores del siglo XX —principalmente los novelistas— han vivido como una limitación la inevitable temporalidad que les exigía el carácter sucesivo de la lengua, y han experimentado de diversos modos con la intención de superar esa limitación. Así pues, Julio Cortázar construye el capítulo 34 de Rayuela recurriendo a un artificio tipográfico: narrar una acción en las líneas impares (las primeras líneas de Lo prohibido, de Benito Pérez Galdós, libro que, al parecer, estaba leyendo la Maga) y otra en las pares (los pensamientos de Oliveira al leer esas líneas de Galdós). Desde luego, este artificio sólo «crea» la ilusión de simultaneidad en la composición visual de la página, ya que, en efecto, se necesitará leer primero las líneas impares y luego las pares para entender todo lo escrito.[7]

También la lírica nos ofrece un ejemplo interesante. En el canto IV de ‘Altazor‘, el poeta chileno Vicente Huidobro se esfuerza por sugerir imágenes simultáneas, descomponiendo las palabras y sometiendo sus partes a combinaciones capaces de suscitar, al mismo tiempo, las imágenes que las palabras descompuestas hubiesen evocado de manera sucesiva:

Al horitaña de la montazonte
La violondrina y el goloncel
Descolgada esta mañana de la lunala
Se acerca a todo galope
Ya viene viene la golondrina
Ya viene viene la golonfina
Ya viene la golontrina
Ya viene la goloncima
Viene la golonchína
Viene la golonclima
Ya viene la golonrima
Ya viene la golonrisa
La golonniña
La golongira
La golonlira
La golonbrisa
La golonchilla
Ya viene la golondía
Y la noche encoge sus uñas como el leopardo
Ya viene la golontrina
Que tiene un nido en cada uno de los dos calores
Como yo lo tengo en los cuatro horizontes
Viene la golonrisa
Y las olas se levantan en la punta de los pies[8]

DanzaPara terminar, resta decir que existe un tercer grupo de artes que reclama la concurrencia simultánea de las dos coordenadas. Por un lado, estas artes suponen la presencia de un espacio en el cual desarrollarse; por el otro, requieren un tiempo para poder ser percibidas en su totalidad. Son los casos de la danza, del cine y del teatro. El hecho de que el género dramático sea propio del arte literario, y la literatura, un arte temporal, parecería contradecir la inclusión del teatro en este grupo. No obstante, el teatro es arte temporal únicamente en su punto de partida —cuando sólo es texto dramático—, ya que, para plasmarse como teatro, la obra dramática necesita de un escenario y de la presencia de actores, decorados, vestuario, utilería, iluminación, etc., hecho que, sin duda, convierte al teatro en un arte espacio-temporal. Así pues, la limitación que impone a la narrativa y a la lírica el carácter sucesivo de la lengua también la impone al género dramático, con la consiguiente imposibilidad de expresar lo simultáneo a un mismo tiempo; pero esto no se da ya en la obra representada en escena, pues ésta posee un elemento espacial que permite ofrecer, a través de imágenes visuales, dos o más acciones simultáneas.

[1] Ancilar (del latín ancillāris, ‘relativo a la esclava, sierva o criada’) es el término que se utiliza figurativamente para definir a aquel arte que se pone «al servicio» de una causa social, política, religiosa, etc.

[2] La palabra estético (del griego aisthesis, ‘sensación, facultad de percibir’) significa precisamente bello.

[3] Con todo, vale la pena advertir que muchos artistas —especialmente durante los primeros dos tercios del siglo XX— rechazaron la visión de la obra de arte limitada a la búsqueda de la belleza. Este rechazo, fruto de la inserción cada vez más activa del creador en el cuerpo social, consistía en producir obras que no sólo testimoniaran la sociedad en la que el artista vivía, sino que también éstas se convirtieran en un vehículo para la transformación de dicha sociedad.

[4] Luigi Pirandello. «Introducción» en ‘Seis personajes en busca de autor’, Barros Merino, Buenos Aires, 1972.

[5] Gotthold Lessing. Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía, Editorial Iberia, Barcelona, 1957.

[6] Véase Raúl H. Castagnino. El concepto de «literatura». Centro Editor de America Latina, Buenos Aires, 1967.

[7] Véase Julio Cortázar. Rayuela, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1963.

[8] Vicente Huidobro. Altazor en Obras completas Tomo I, Zig-Zag, Santiago de Chile, 1964.

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Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi nació en 1973 en la provincia de Córdoba, Argentina.

Es docente de Lengua y Literatura, y hace varios años que se dedica a la asesoría literaria, la corrección de textos y la redacción de contenidos.

Ha dictado seminarios de crítica literaria a nivel universitario y coordinado talleres de escritura creativa y escritura académica en diversos centros culturales de su país.

Cuenta con seis libros de poesía publicados, los dos últimos de ellos en prosa:
• «Por todo sol, la sed» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2000);
• «La gratuidad de la amenaza» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2001);
• «Íngrimo e insular» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2005);
• «La ciudad con Laura» (Sediento Editores, México, 2012);
• «Elucubraciones de un "flâneur"» (Ediciones Camelot América, México, 2018).
• «Las horas que limando están el día: diario lírico de una pandemia» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Su primer ensayo, «Leer al surrealismo», fue publicado por Editorial Quadrata y la Biblioteca Nacional de la República Argentina en febrero de 2014.

Tiene hasta la fecha dos trabajos sobre gramática publicados:
• «Del nominativo al ablativo: una introducción a los casos gramaticales» (Editorial Académica Española, 2019).
• «Me queda la palabra: inquietudes de un asesor lingüístico» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Desde 2009 colabora en distintos medios con artículos de crítica cultural y literaria.

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