Adolf Meyer aconsejaba a los futuros terapeutas que no hurgaran allí donde no dolía… Uno de mis mentores nos decía que hay que preguntar por lo que las personas callan… Aunque otro, más cauto, nos decía que la primera premisa es no hacer daño y que con esa guía se puede llegar al fin del mundo en la sinuosa senda que es tratar de ayudar a los demás.
Martin Heidegger afirmaba que ser consciente de la muerte, no negarla, nos permite llevar una vida más auténtica, con conciencia de ser y responsabilidad hacia uno mismo. Mirar a la muerte a la cara nos permite captar nuestra inherente capacidad de cambio. Sin embargo, esta libertad genera angustia, una angustia que buscamos evitar o sepultar. Es esa conjura la que a veces deriva en síntomas, que si tornan muy intensos o frecuentes derivan a su vez en problemas más serios que interfieren con una vida susceptible de ser disfrutada.
Jaspers postulaba que en la vida a veces se dan situaciones límite. Una experiencia cercana a la muerte (ECM) es la experiencia más límite posible en la experiencia humana y puede precipitar ese salto de descuido del ser a cuidado del ser. Negar la muerte es negar nuestra propia esencia, restringir la conciencia y la experiencia.
Kierkegaard distinguía entre miedo y angustia. Uno tiene miedo a algo, pero la angustia es un miedo a la nada, a una nada a la que el individuo es ajeno. Con una persona a la que en el pasado ayude, con-construimos la narrativa de la angustia como el insoportable peso de la vida. Ahora comprendo que en realidad se trataba del insoportable peso de la muerte. Para muchos terapeutas, como ese miedo a nada es insoportable las personas lo van desplazando hacia algo. Ese desplazamiento es idiosincrásico, es tan personal que muchas veces resulta casi insondable. Para muchos de nosotros detrás de casi todos los miedos de las personas que nos piden ayuda está la angustia de muerte.
Los terapeutas también buscan caminos para librarse de hablar de la muerte y de atenderla. Piensan que lo hacen por no revolver las entrañas del otro, pero también lo hacen por no remover su propia angustia, contenida y desplazada. Hablar de la muerte, del miedo a la propia muerte, a la soledad, al final, a la muerte de las personas a las que queremos, permite el logro de una mayor autenticidad en psicoterapia y en la vida de la persona en general.
Volver a empezar (José Luis Garci, 1982) es una película española que narra la historia de un hombre exiliado en EEUU que regresa a su ciudad natal, Gijón, y se reencuentra con el gran amor de su juventud. Si uno logra atravesar la angustia que puede generar mirar a la muerte a la cara, es posible lograr un nuevo sentido de vida, más valiente y auténtico, más unido al mundo y a los demás.
Por expresarlo de un modo más coloquial, es mucho más “llevadero” tener miedo a hablar en público o a volar que tener miedo a la muerte, a morirse. Es, además, más adaptativo desde un prisma social. Todo ese desplazamiento o esa sublimación no es una estrategia planificada que uno se sienta a consensuar consigo mismo, ocurre a otro nivel. Me gusta conceptualizar la angustia como lo que Heidegger llamó extrañeza del mundo, no sentir el mundo como algo seguro.
Lo que nos ata, lo que nos esclaviza, nuestro excesos, nuestro despotismo o nuestra frivolidad ocasional, nuestras fobias y filias, nuestro insomnio, nuestra tristeza, nuestra vanidad, responden en algunos casos a una misión que en parte es un imposible. Calmar la angustia que nos produce el saber que nos vamos a morir. Sin embargo, desandar el laberinto, conocer como en un caso concreto se da esa dinámica, puede ayudar a que las personas lleven una vida más plena.