Las nueve musas
Aticismo

Aticismo versus asiatismo: una antigua contienda estilística

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Mucho antes de las disputas entre conceptistas y culteranos, entre clásicos y románticos, entre puristas y vanguardistas, existió otra contienda estilística que tal vez haya sido la madre de todas las demás: la que se dio entre los partidarios del aticismo y los partidarios del asiatismo.

En este artículo procuraremos echar un poco de luz a la cuestión.

  1. El aticismo: el amor a la belleza sencilla, elegante y limpia

Con el nombre de aticismo, la filología clásica suele referirse al estilo de los escritores atenienses del Siglo de Oro. Este estilo, más allá de las particularidades de cada autor, se caracterizó por el amor a la belleza sencilla, elegante y limpia, lo que daba como resultado un estilo libre de toda ostentación. Sin embargo, Quintiliano nos aclaraba lo siguiente: «Están muy engañados los que piensan que el estilo ático se reduce únicamente a un estilo de hablar cortado, claro y expresivo, pero que observa cierta moderación en la elocuencia, sin alterar jamás tranquilidad del orador»[1]. El modelo de este estilo era Lisias, pero el mismo Quintiliano —sin duda por los motivos que se desprenden de la cita anterior— incluyó también a Isócrates, Esquines, Demóstenes, Platón y Pericles, cuya elocuencia se comparaba con los rayos y el ruido de los truenos.

Se ha dicho también del aticismo que es la sinceridad en el arte, y posiblemente así sea. Al menos, se trata de una sinceridad con la que el escritor puede llegar al perfecto equilibrio entre forma y contenido, entre expresión e idea. Y cuando esta sinceridad aflora, se cumple sin esfuerzo aquella conocida frase de Boileau que afirma: «Lo que bien se concibe bien se enuncia»[2].

Podríamos agregar, antes de concluir con este primer apartado, que escritores áticos ha habido siempre. En efecto, las características del aticismo pueden hallarse en todos los períodos de la historia, e incluso en cada uno de ellos han sido vistas como modelos dignos de imitarse. Uno de los más grandes representantes de este estilo —al menos, desde mitad del siglo XX en adelante— ha sido Jorge Luis Borges; sírvanos de ejemplo el primer párrafo de su cuento «Emma Zunz»:

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.[3]

  1. El asiatismo: la predilección por el lujo y la suntuosidad de las formas

En el penúltimo capítulo de sus Instituciones oratorias, Quintiliano comentaba lo siguiente: «De mucho tiempo atrás se ha hecho distinción entre el estilo asiático y el ático, siendo éste tenido por puro y sano y aquél por hinchado y sin substancia; reputado éste de no contener cosa superflua y aquél de no guardar moderación ni medianía»[4]. Pese a ser muy claro en sus distinciones, el famoso retórico combatía a los que buscaban el origen del estilo asiático en el hecho de que los habitantes de las ciudades de Asia en que primero se introdujo la lengua griega, al no dominarla bien, «comenzaron a decir por rodeos lo que no podían explicar con sus propios términos, y después continuaron con este modo de hablar»[5]. Muy por el contrario, Quintiliano entendía «que el carácter de los oradores y el de los oyentes fueron la verdadera causa de la diferencia de los estilos; porque los atenienses, aunque limados, pero de pocas palabras, no podían sufrir cosa alguna superflua o redundante; y los asiáticos, gente por otra parte de más orgullo y jactancia, se dejaron llevar de la vanagloria de un estilo más hinchado»[6].

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Dejando de lado el problema de su origen, podemos aseverar que este asiatismo griego pasó al latín en la Edad de Plata al mezclarse el lenguaje poético y el prosaico, tan celosamente diferenciados en la Edad de Oro, y se conservó en aquello que, con poca exactitud, se llamó latín africano. Y si bien este estilo desempeñó un gran papel tanto en la crítica de los grandes monumentos literarios de la época como en la investigación de la patria de sus respectivos autores, ha quedado demostrado que no era otro que el asiatismo o amaneramiento griego, pero esta vez con ropaje latino.

Tal como hemos dicho, con el comienzo de la Edad de Plata (que en Roma fue casi enteramente española), se inicia el asiatismo literario. El más grande poeta latino de este período fue el cordobés Lucano, a quien podemos distinguir por la afectación declamatoria, por los excesivos detalles pintorescos y por el tono solemne y enfático. De su poema la Farsalia, el ilustre Marcelino Menéndez Pelayo ha expresado lo siguiente:

¿Quién ha de negar que la Farsalia, además de haber sido para los modernos el tipo de la epopeya histórico-política, era un poema novísimo por el alarde y el abuso del detalle pintoresco, por la entonación solemne y enfática, por el pesimismo sentencioso y principalmente por la concepción de lo divino, tan diversa de la concepción homérica y virgiliana? Poema abstracto y triste el de Lucano, árido en medio de la afectada prodigalidad de color; poema sin dioses ni ciudad romana, pero henchido de misteriosos presentimientos románticos, y alumbrado de vez en cuando por la misteriosa luz de las supersticiones druídicas y orientales. Recuérdense los terribles cuadros de la hechicera de Tesalia y de la evocación del cuerpo muerto, o bien los prodigios del bosque sagrado de Marsella, y se comprenderá hasta qué punto es poeta moderno Lucano, y que no ha sido mera ingeniosidad de la crítica el suponer que, no ya solo el arte de Góngora, sino el arte de Víctor Hugo, se hallan en él en germen.[7]

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No nos ocuparemos aquí de cómo se desarrolló el estilo asiático en nuestra literatura, ni tampoco de investigar los distintos factores e influencias que determinaron su predilección por el lujo y la suntuosidad de las formas. Solo diremos que lo mismo en poesía que en prosa, lo mismo en el teatro que en la oratoria, más o menos reprimido o más o menos desatado, el asiatismo —al igual que el aticismo— ha existido siempre. A este estilo tenemos que agradecer algunos de los párrafos más inspirados de fray Luis de Granada, los más bellos versos del divino Herrera, algunos de los arranques más gallardos del duque de Rivas y algunos de los más admirables discursos de Castelar. Pero el fragmento con el que concluiremos este díptico no pertenece a ninguno de los autores mencionados, sino al cubano José Lezama Lima, ya que, probablemente, su escritura represente el grado sumo de asiatismo al que ha llegado la literatura en español del siglo XX:

No, no era la noche paridora de astros. Era la noche subterránea, la que exhala el betún de las entrañas trasudadas de Gea. Su imago reconstruía un cangrejo rojo y crema saliendo por un agujero humeante. ¿Se había despedido de Fronesis? ¿Se volvería a encontrar en el puente Rialto en el absorto producido por la misma canción? ¿Cerca estaría Foción en acecho? Esas preguntas pesaban como un tegumento de humo y hollín en cada una de sus pisadas. Sentía dos noches. Una, la que sus ojos miraban avanzando a su lado. Otra, la que trazaba cordeles y laberintos entre sus piernas. La primera noche seguía los dictados lunares, sus ojos eran también astros errantes. La otra noche se teñía con el humillo de la tierra, sus piernas gravitaban hacia las entrañas terrenales. Bajaba los párpados, le parecía ver sus ojos errantes describiendo órbitas elípticas en torno al humillo evaporado o el animal carbunclo.[8]


[1] Marco Fabio Quintiliano. Instituciones oratorias, 2 vol., Madrid, Librería de la Viuda de Hernando y Cía., 1887.

[2] Nicolás Boileau. Arte poética, Ciudad de México, El Colegio de México (Biblioteca novohispana) / Fundación para las Letras Mexicanas, 2016.

[3] Jorge Luis Borges. «Emma Zunz», en El aleph, Madrid, Alianza, 2003.

[4] Marco Fabio Quintiliano. Óp. cit.

[5] Ibíd.

[6] Ibíd.

[7] Marcelino Menéndez Pelayo. «Prólogo», en AA. VV. Antología de poetas líricos castellanos desde la formación del idioma hasta nuestros días, ordenada y prologada por Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, Espasa-Calpe, 1954.

[8] José Lezama Lima. Paradiso, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2000.

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Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi nació en 1973 en la provincia de Córdoba, Argentina.

Es docente de Lengua y Literatura, y hace varios años que se dedica a la asesoría literaria, la corrección de textos y la redacción de contenidos.

Ha dictado seminarios de crítica literaria a nivel universitario y coordinado talleres de escritura creativa y escritura académica en diversos centros culturales de su país.

Cuenta con seis libros de poesía publicados, los dos últimos de ellos en prosa:
• «Por todo sol, la sed» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2000);
• «La gratuidad de la amenaza» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2001);
• «Íngrimo e insular» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2005);
• «La ciudad con Laura» (Sediento Editores, México, 2012);
• «Elucubraciones de un "flâneur"» (Ediciones Camelot América, México, 2018).
• «Las horas que limando están el día: diario lírico de una pandemia» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Su primer ensayo, «Leer al surrealismo», fue publicado por Editorial Quadrata y la Biblioteca Nacional de la República Argentina en febrero de 2014.

Tiene hasta la fecha dos trabajos sobre gramática publicados:
• «Del nominativo al ablativo: una introducción a los casos gramaticales» (Editorial Académica Española, 2019).
• «Me queda la palabra: inquietudes de un asesor lingüístico» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Desde 2009 colabora en distintos medios con artículos de crítica cultural y literaria.

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