Todas las fotografías de mi muestra “Estaciones” fueron tomadas con una cámara Rolleiflex de más de 80 años.
Usarla se convierte en todo un ritual que inicia incluso antes de cargar el rollo. Es que esta cámara utilizaba película 117, de 6 exposiciones de 6×6, que hoy no existe, similar al 120, de 12 exposiciones, que todavía podemos conseguir. Al ser el carrete de 120 un poco más ancho, debo cortarle un poco las aletas (que por suerte ahora son de plástico) para que quepa en el compartimiento de la cámara.
Ya dispuestos a hacer una toma, debo seleccionar velocidad y diafragma (medidos previamente con un fotómetro de mano ya que no tiene uno incorporado). Para enfocar con precisión cuenta con un “asistente de enfoque”, una lupa que debo sostener con la mano, ya que nunca arreglé la traba que la sostiene en posición. El encuadre es también parte del rito, ya que en el visor la imagen se ve invertida y hay que aprender a imaginar la composición final.
Ya con luz, foco y encuadre listos, el siguiente paso es cargar el obturador y entonce sí está todo listo para el momento mágico del disparo.
Pero el ritual recién termina cuando, luego de sacar la foto, avanzo la película hasta el siguiente fotograma (siempre mirando por la ventanita roja para detenerme cuando aparezca el siguiente número de exposición), para evitar una involuntaria superposición de imágenes.
Todos estos pasos le dan al acto de tomar una foto un “sabor” diferente al que pueden brindar los modernos equipos de última generación.
Aunque seguramente, incluso con éstos, cada uno debe tener su propio ritual…