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Secretos de familia

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Novela negra y ovejas negras en la América profunda

A mi hermano José

Las familias de rancio abolengo escriben con letras de oro los nombres de sus más ilustres antepasados situándolos en el interior de ramificados árboles genealógicos que se remontan a tiempos inmemoriales.

A la hora de darse autobombo las familias, que se parecen entre si como gotas de agua, suelen seguir al pie de la letra el lema de la Real Academia de la Lengua: primero comienzan por limpiar; después fijan por activa y por pasiva la mitología familiar; por último, dan esplendor y sacan brillo.

Toda esta operación de imagen se vendría abajo si no se silenciasen u ocultasen celosamente los nombres de las ovejas negras. Por eso, para encontrar algún rastro de familiares condenados al ostracismo, no tenía mucho sentido perder el tiempo consultando archivos de protocolo, bastaba con indagar en América, pues las ovejas negras eran sistemáticamente enviadas en barcos a tierras ultramarinas y sus vidas se encuentran inevitablemente reflejadas en la literatura negra, es decir, en las novelas negras. Así fue como me enteré de algunas ignoradas ramificaciones familiares existentes en los Estados Unidos de América.

 Ascensión y caída de un gánster en Chicago

La novela de Williams Riley Burnett, El pequeño Cesar, publicada por vez primera en 1929, el año en el que se hundió Wall Street, se inspira en las bandas que en esa época se repartían el control de los barrios de Chicago, cuando Chicago era la principal ciudad del crimen (1). Esta novela inaugura un nuevo género literario, las crook stories, es decir,  un nuevo tipo de relato policial en el que los protagonistas, que están fuera de la ley, hablan y actúan desde su propia mundo, y hacen de su propia moral una seña de identidad.

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Burnett relata en una introducción a su novela, editada de nuevo por The Dial Press en Nueva York en 1958, que se inspiró para escribir su historia en la banda de Sam Cardinelli, y en parte también en Al Capone, y que él creía equivocadamente que cualquier delincuente que asesina y atenta contra la vida humana se  ve obligado a sufrir remordimientos a lo largo de su vida, algo que John, uno de sus informantes ítalo-americanos, implicado en los negocios sucios de la mafia, le desmintió explícitamente: Al igual que el soldado que mata al enemigo en las guerras, los gánster no se arrepienten de sus actos, los juzgan desde su propia moral. Así fue como gradualmente y con desagrado, escribe Burnett en el citado prólogo, adquirí de John un modo completamente nuevo y fresco de mirar al mundo.

W.R. Burnett y su esposa Whitney

Los gánsters siempre se consideraron a si mismos seres seráficos. Se podría decir que en buena medida la fuerza de las novelas negras que escribió Burnett deriva de esta opción de ver el mundo desde el punto de vista de los outsiders. Pero se podría añadir algo más relacionado con el proceso de descubrimiento de los códigos sociológicos: esta opción literaria, propia de las crook stories, se encuentra en la base misma de una nueva sociología de las llamadas conductas desviadas. Thoresten Sellin, unos de los criminólogos que contribuyó a formular la teoría del conflicto cultural, publicó en este sentido en 1938 un libro pionero, Culture Conflict and Crime que había sido precedido por un influyente artículo publicado con ese mismo título en el American Journal of Sociology de Chicago. Sellin y otros sociólogos pioneros, como E. Sutherland, sensibles a las crook stories, sentaron las bases de una nueva criminología crítica en la que se inscriben estudios de conocidos sociólogos norteamericanos como Howard Becker, Edwin Lemert o Erwin Goffman.

La acción de El pequeño Cesar se inicia en un garito de la ciudad en el que se reunía la banda de Sam Vettori. Junto a Sam se encontraban  Ramón Otero, Tony Passalacqua y Rico, cuyo nombre de pila era César Bandello. Todos ellos, cuando no entraban en faena, mataban el tiempo jugando al poker. Los cuatro estaban esperando a la vez la llegada de otro miembro de la banda, Joe Massara, una especie de dandy que se sentía orgulloso por su semejanza con el difunto Rodolfo Valentino.

La banda es como una micro-sociedad cerrada, rodeada de otras bandas amigas y rivales, es como una pequeña sociedad secreta que actúa en silencio y al margen de las leyes recogidas en los códigos.

En el interior de la banda existe una fuerte carga emocional, – simpatías y antipatías, amores y odios -, sentimientos que adquieren un eco especial por la tensión que generan tanto la preparación como la realización de los golpes. El cemento que une a los miembros de la banda es un interés común por obtener ilegalmente dinero –cuanto más, mejor-,  y también los une una común determinación de escapar a la acción de la justicia.

La banda de Vettori contaba con un confidente, Scabby, que espiaba a las bandas rivales, y pasaba por ser un confidente de la policía, a la vez que contaba con amigos, asesores y protectores legales. Entre estos últimos destacaba Big Boy, el elegante abogado que vivía en una ostentosa mansión.



Rico, el principal pistolero de la banda, y a la vez el protagonista principal de esta historia, no valoraba precisamente bien a Joe Massara, lo consideraba un inútil, un tipo blando, un socio no demasiado fiable, entre otras cosas porque cuando uno es un hombre no se hace pagar por bailar con las mujeres. A diferencia de Joe, un Casanova frívolo, Rico, era un hombre austero, de unos 29 años, de costumbres morigeradas, y a la vez  era el mejor tirador de la “Pequeña Italia”, y aunque se le subía pronto la sangre a la cabeza, la verdad es que no resultaba difícil dominarlo. Otero sentía por él tal admiración que lo seguía por todas partes y hacía todo cuanto le mandaba. También Otero sabía manejar bien la pistola, tan bien como se podía esperar de un mejicano. Rico, siempre con el ala de su sombrero ladeada sobre los ojos, era duro como el granito, no bebía alcohol, era frío, rutinario, disciplinado, era, en fin, un puritano del crimen organizado. En la ficha policial se lo describía como un individuo misántropo, melancólico y peligroso.

Tras la llegada de Joe al garito Sam presentó a los miembros de la banda el plan del próximo golpe que previsiblemente les proporcionaría mucho dinero. Se trataba de actuar en la “Casa Alvarado”, un conocido cabaret que regentaba Francis Wood. Habían recibido la información de que tan solo una vez o dos los responsables de las finanzas llevaban el dinero recaudado al banco, y de que hasta entonces lo guardaban en una vieja caja fuerte que un simple recién nacido podría abrir sin dificultad. Tony se encargaría de encontrar un coche potente. Rico y Otero eran a su vez responsables de manejar las armas, mientras que Joe respaldaría a los atracadores desde el interior, vestido de etiqueta, como si fuese un cliente más del club.

El día fijado para el atraco fue un día de fiesta, nada menos que la noche de Fin de Año. El objetivo era aprovechar la confusión provocada por la celebración de Noche Vieja para actuar con la precisión de un reloj suizo. A las 12 en punto de la noche los miembros de la banda entraban en acción. A esa hora, dijo Vettori, comenzarán a sonar las trompetas y, como todo el mundo estará borracho, no vendrá nadie a interrumpirnos.

Para los miembros de la banda a las doce y cinco comenzará la fiesta. La primera medida a adoptar era vaciar el dinero de la caja registradora del cabaret para concentrarse después en la caja fuerte, y salir finalmente corriendo hacia el coche con el dinero mientras continuaba el tumulto de la celebración. Ante todo era preciso evitar que se produjese un homicidio. Vettori advertía especialmente a Rico para que evitase disparar, pues el asesor jurídico podía arreglar todo pero no podía resucitar a un muerto: Métete bien esto en la cabeza, le dijo. Eres demasiado ligero en apretar el gatillo. Si alguien de la sala muriese, ninguno de nosotros sabría nada, pero…

novela negraLlegó el día convenido. Sobre el lago Michigan soplaba un viento helado y racheado. Las calles estaban desiertas y al acercarse el coche de la banda a la “Casa Alvarado” comenzaron a escuchar acordes de música de jazz.

El Cadillac conducido por Tony, acompañado de Rico y Otero, estaba a punto de llegar a su destino. Los atracadores avanzaron por la alfombra que había desde la acera hasta la puerta y se encontraron en el vestíbulo con Joe Mazzara que se encontraba bromeando con el encargado. Llevaba un grueso abrigo y un sombrero de hongo, y les hizo una seña afirmativa con la cabeza, de modo que sus compinches entraron en el hall con gran celeridad.

Al frente de ellos iba Rico apuntando a las personas que allí se encontraban con su pistola automática. Detrás de él Otero exhibía pegada a su cadera una metralleta. Por último Tony llevaba una mano hundida en un bolsillo del abrigo. En el interior del cabaret, al otro lado de las grandes puertas en arco, la orquesta tocaba estrepitosamente, las trompetas trepidaban y la gente gritaba. Mientras la multitud disfrutaba inocentemente de la fiesta los  gánsters hacían con pulcritud su trabajo. Vaciaron efectivamente la caja registradora. Rico obligó al director a abrir la caja fuerte, y cuando estaban a punto de abandonar el escenario de un atraco convertido en un juego de niños, la puerta del salón se abrió y aparecieron tres hombres y dos mujeres que se quedaron petrificados. Joe fue quien dio la voz de alarma pues reconoció a uno de los tres hombres, a Courtney, un policía.



Todo ocurrió en fragmentos de segundo. La mujer de Courtney se desvaneció y su cabeza golpeó el suelo. Courtney, indignado, intentó sacar la pistola del bolsillo pero Rico fue más rápido y disparó primero. El policía se tambaleó y cayó con los brazos extendidos. Estaba muerto. Se habían cumplido los peores augurios, pero los atracadores salieron a la carrera con el botín. Muy pronto el Cadillac conducido por Tony los alejaba volando sobre el asfalto de la escena del crimen. El botín ascendía a casi diez mil dólares. ¡Diez mil dólares del año 1929, precisamente cuando la Gran Depresión estaba a punto de estallar!

William Riley Burnett desarrolla la trama del golpe en las primeras treinta páginas de la novela. A partir de ahora el asesinato de Courtney, el capitán de la policía, va a generar en cadena cambios importantes en la estructura de la banda, pues la policía, irritada, les viene pisando los talones. Rico, lejos de venirse abajo, se crece y cuestiona el liderazgo de Vettori, impone un reparto igualitario del dinero robado entre los cinco miembros de la banda, en fin, muy pronto reta directamente a Sam Vettori, y toma la iniciativa para convertirse en el nuevo jefe indiscutible del grupo.

Hampa doradaA lo largo de la novela aparece toda una red de personajes secundarios como “mamá” Magdalena que regentaba una frutería, un negocio honrado que en realidad encubría su verdadero negocio, el de mantener a buen recaudo los depósitos monetarios de los atracadores. Rico, por ejemplo era uno de sus principales clientes. La confianza que Rico depositaba en ella permitía a la gestora de los fondos hablar al pistolero de tu a tu: Eres frío, Rico; no te gusta el vino ni te agradan las mujeres. No vales nada. Y Rico, en lugar de enfadarse se sonría y le respondía: Las mujeres me atraen de vez en cuando, pero no hasta el punto de regalarles brillantes.

Aparecen otros personajes, como la “Bella Rubia”, compañera de Rico, aparecen dueños de restaurantes italianos especializados en cocinar espaguetis, encargados de hoteles y de negocios sucios, prostitutas, capos de la mafia que imponían su ley en otros barrios, pero también curas irlandeses, como el reverendo Mac Conagham, empeñados en apacentar a las ovejas negras por el buen camino, sin olvidar al protector legal Big Boy, hábil en todos los asuntos relativos a la justicia, pero incapaz de hacer milagros.

Cuando los gánsters matan a un policía la ciudad hierve. Los representantes de la ley y el orden peinan las calles y ponen todo patas arriba. En este caso el comisario Jim Flaherty lanzaba sus anzuelos a derecha e izquierda esperando que alguien mordiese el cebo. La presión sobre los representantes del crimen organizado subía y subía y la sufrían sobre todo los más pusilánimes. Eso fue lo que ocurrió con Tony Passa.

Su verdadero nombre era Antonio Passalacqua. A Tony el miedo no le dejaba conciliar el sueño. Se sentía angustiado, perseguido, asediado, sentía remordimientos, sentimientos de culpa, necesitaba sincerarse con alguien… necesitaba confesar. Tony presentaba todos los síntomas del arrepentido que está dispuesto a cantar para luchar contra el desasosiego, para poder recuperar al fin la tranquilidad. Rico lo sabía y no dudo en matarlo cerca de la escalinata de la catedral de San Doménico. Paradójicamente Rico asciende en la banda para mejor controlarla aunque ello suponga tener que colocar a cada uno de los miembros que lo obedecen bajo sospecha.

El autor de la novela expresa las razones de su ascenso social para ejercer su hegemonía sobre la banda: Lo que lo distinguía de sus otros compañeros era la incapacidad que tenía para vivir solamente en el momento presente. Parecía un individuo que estuviera haciendo un largo viaje en tren hacia la tierra prometida. El momento presente era para él una simple e insignificante estación ferroviaria del trayecto; su mirada estaba constantemente fija en el término del viaje. Tal es la mentalidad de todo hombre que desea triunfar. Pero la tensión que de ello resultaba tenía sus inconvenientes; estaba sujeto a depresiones periódicas. Y en otro lugar añade: Su gran fuerza radicaba en su unidad de propósito, en su energía, en la disciplina que se imponía a si mismo. En la “Pequeña Italia” pocos eran los que sabían apreciar cualidades de esta índole.

El desplazamiento de Sam Vettori por Rico en la jefatura de la banda implicaba un cambio en el mundo de la ciudad sin ley que debía ser refrendado por el conjunto de las bandas de la ciudad. El ritual de reconocimiento del nuevo jefe se materializó en un banquete en una de las grandes salas del “Palermo” al que asistieron la flor y nata de las fuerzas vivas que mantenían sus sucias manos sobre la ciudad. Allí estaba Pepi “El Asesino” vestido con un traje azul y un sombrero de hongo, Joe Sansone, pistolero profesional, el siciliano Kid Bean, Octavio Veroni, primo de Sam, y otros gerifaltes que echaban pestes contra la policía. Rico apareció acompañado de la “Bella Rubia” y fue saludado con una gran ovación.

La disposición de los asientos en la mesa parecía casi una réplica de la corte de Stalin en el Kremlin: Rico ocupó su puesto en la cabecera de la mesa. Big Boy se sentó a su derecha, y la “Bella Rubia” a la izquierda. Los demás se colocaron con arreglo a la categoría de cada uno. A Blackie Avezzano le correspondió el último lugar. La velada de homenaje al nuevo rey del hampa resultó casi perfecta. Sin embargo Rico observó que su subordinado Joe Massara no había asistido al banquete. Lo más probable es que estuviera empezando a volverse cobarde, y eso no le agradaba.



Rico asumió pronto las funciones propias de su nueva posición social que en esencia consistían en negociar y apretar las tuercas de los socios que controlaban los bajos fondos de los distintos barrios de la ciudad, así como programar los golpes para hacer dinero. Exigía con determinación su porcentaje en los beneficios a la vez que se codeaba con Big Boy  y se sorprendía del lujo que reinaba en la mansión dorada del abogado.

Poco a poco Rico transformaba a la vez su propia imagen. Se interesaba por vestir bien. Le gustaba el lujo y los signos de distinción, los trajes de etiqueta, la vajilla cara, los mejores cigarros. Todo parecía ir viento en popa hasta que se produjo la detención de Joe Massara. En la rueda de reconocimiento la mujer que acompañaba al policía Courtney lo reconoció, y tras duros interrogatorios Joe, un gánster de salón, se vino abajo y cantó.

Los titulares de la prensa sensacionalista de Chicago no dejaban el menor resquicio de duda: El “Señorito” Joe confiesa. Jefe de banda denunciado por asesinato. Y también: César Bandello, conocido por el sobrenombre de Rico, y jefe de la banda de Sam Vettori, ha sido acusado como el asesino directo  del detective Courtney. La suerte se había transformado en desgracia, la irresistible ascensión viraba ahora en caída libre. Era preciso huir, y Rico optó por abandonar la ciudad. A partir de ahora era un forajido declarado por la policía y los tribunales en busca y captura por quien se ofrecía una pingüe recompensa de siete mil dólares.

Rico consiguió huir de Chicago en pleno día en un coche disfrazado con un mono usado y la cara llena de grasa, como si se tratase de un mecánico de coches. Cuando llegó a los suburbios de la ciudad de Hammond ya había oscurecido. Allí tomó el tranvía y a través de un callejón accedió a la puerta trasera del local de Sansotta, un pequeño italiano con la cara llena de cicatrices, como Al Capone.

A Capone lo apodaban Scarface, y ese fue el título de un guión de cine escrito también por William Riley Burnett. Una de las primeras cosas que le dijo Rico a Sansota fue textualmente el siguiente lamento: Las cosas me iban viento en popa cuando uno de la banda fue detenido y lo echó todo a rodar. ¡No me digas que no es desgracia! A partir de ahora Rico iba a tener tiempo para meditar su desgracia: Una noche tras otra permanecía despierto mirando los reflejos que la lámpara de su cuarto producía en los cristales de la ventana. Tenía el ánimo lleno de rencor y reconstruía sin cesar todos los incidentes que habían provocado su caída. Ahora, cuando ya era demasiado tarde, veía todos los errores que había cometido. En primer lugar tenía que haber matado a Joe, porque cuando un individuo comienza a dar señales de cobardía, no es posible fiarse de él. Si, se había comportado de un modo demasiado complaciente. Rico se sentía hundido, era un fracasado, un perdedor.

En el garito de Sansota era conocido por el sobrenombre de Luis “El Desdeñoso”. Una y otra vez se lamía las heridas sufridas, pero también dejaba volar la imaginación: A veces se iba temprano a su cuarto y permanecía a oscuras con sus pensamientos. Se veían en la suntuosa casa de Big Boy; volvía a contemplar los cuadros de aquellos personajes de otra época, en sus marcos dorados; y la costosa vajilla, y la biblioteca llena de libros. También recordaba aquella noche en la que los secuaces del “Pequeño Arnie” habían intentado matarle, y como a su regreso al “Palermo”, la gente se había subido a las mesas gritando:¡”Rico, Rico”! Era muy dura de soportar la idea de que esto era ya casi mítico.

Un día, tras cuatro meses de estancia en Hammond, protegido por Sansotta, Joseph Pavlovsky, uno de los hombres de Arnie, lo reconoció en un pequeño restaurante italiano. Rico sabía que trataría de ganarse la recompensa y decidió huir a Toledo en un camión cargado de estupefacientes. El camionero le pidió cincuenta dólares por el viaje.

No nos detendremos en narrar como entró en contacto en Toledo con el hijo de Chiggi, dedicado al contrabando de licores, ni como se convirtió una vez más en el jefe de la banda. Rico era nada menos que César Bandello y no le gustaba la ociosidad, no encontraba ningún placer en emborracharse, en tomar estupefacientes o en dedicarse a los juegos de azar. A Rico le gustaba el poder y el dinero.

Una de sus decisiones importantes que hizo subir como la espuma el prestigio de su banda fue que ordenó traer dos metralletas de Chicago, de modo que el respeto de la antigua banda de Chiggi  por parte de las otras bandas era total. Los negocios iban una vez más viento en popa, y su fama crecía sin cesar, pero un día, en un callejón, muy cerca de la avenida principal de la ciudad un hombre alto con sombrero de hongo, un pistolero profesional, le disparó a poca distancia en medio de la oscuridad. De pronto vio una lengua de fuego y en el mismo instante algo le golpeó en el pecho, como una maza.

Eddie Rico, un eficiente jefe de sección en tierra de huracanes

Hubo un tiempo en el que casi todas las cosas interesantes ocurrían durante las noches. Eso fue en otra época, cuando la nocturnidad era la sombra del delito y de las transgresiones. Pero poco a poco la gente honrada y madrugadora fue ganando la partida a la oscuridad de los noctámbulos, de modo que los periódicos recién salidos de las redacciones de prensa, el café con leche del desayuno, y el ruido de las persianas que se subían en cremallera para abrir las pequeñas tiendas fueron haciendo de la animación de la noche tan solo una cicatriz gastada de tiempos olvidados.

Al alba los guardias urbanos vigilaban los pasos de peatones por los que transitaban los niños hacia el colegio, acompañados de la mano por sus madres o por sus abuelos. Las emisoras de radio abrían sus boletines de noticias, y en el metro, antes de comenzar la jornada, ya se mascaban los pensamientos de los usuarios que se dirigían al trabajo hundidos en la profundidad del silencio. Amanecía un nuevo día, pero nadie lo festejaba.

Cuando el día se hizo para el trabajo y la noche para descansar los gánsters y los mafiosos cambiaron de profesión, o mejor dicho hicieron de sus profesiones negocios eficientes. Aparentemente dejaron de ser un peligro para convertirse en personas honorables, pero siguieron ganando dinero. A partir de entonces yo no sería posible encontrar, como en los viejos tiempos, a un cerrajero especializado en abrir todo tipo de cajas fuertes con un broche de diamantes en la bragueta. ¡Porca miseria!: Hasta el sol empezó entonces a ser de plexiglás.

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Georges Simenon firmó su novela, Los hermanos Rico, en Shadow Roch Farm, Lakeville, Connecticut, el 22 de julio de 1952 (2). En ella trata de los gansters y de las mafias pero apenas se escuchan disparos de revolver, y afortunadamente han desaparecido por completo tanto el tableteo de las ametralladoras como las detonaciones de las armas de fuego automáticas. Los acontecimientos ya no se sucedían en un mar tormentoso y violento, sino en un mundo aparentemente en calma en el que nunca pasaba nada y todo parecía estar en orden. La sangre roja había sido sustituida por el terciopelo azul, y los sótanos lúgubres por horizontes marinos arrullados por cimbreantes palmeras.

El protagonista de la obra sobre Los hermanos Rico es un regordete y honorable comerciante de frutas establecido en Florida, en la costa Este. Se llama Eddie Rico, tiene treinta y ocho años y se levanta temprano, cuando comienzan a cantar los mirlos en el jardín de su casa de Siesta Beach, y cuando el cielo comienza a ponerse casi dorado. A las ocho de la madrugada su esposa Alice le traía el café a la cama y le decía: Son las ocho Eddie.

Vivían con la cocinera y con sus tres hijas en una hermosa casa llamada Brisa del mar en el barrio más elegante de Santa Clara, entre el lagoon y el mar, a dos pasos del Country Club y de la playa. La casa estaba rodeada de una docena de cocoteros, y desde el césped surgía una palmera real de tronco liso y plateado. Christine y Amelia, sus dos hijas mayores, tenían doce y nueve años respectivamente, y la más pequeña, Lilian, a la que todo el mundo llamaba Babe, tenía tres años, y todavía no hablaba. Las razones de su mutismo provocaban vivos debates entre los especialistas en psicología evolutiva.

Georges Simenon

Para Eddie el día empezaba de acuerdo con sus ritos. A la hora de siempre ya estaba a punto. Alice se ponía el vestido. Él bajaba primero, salía de la casa, cruzaba el jardín, luego ya en la acera sacaba el correo del buzón. El viejo coronel de al lado, con pijama a rayas, hacía lo mismo, y se saludaban vagamente, aunque nunca se hubiesen hablado. (…) Todos los que iban a Siesta Beach estaban de acuerdo en proclamar que era un paraíso. (…) Todo era claro y limpio. Todo chorreaba luz. Incluso había momentos en los que se tenía la impresión de vivir en un decorado de cartel turístico.

Eddie Rico había nacido en Brooklyn y era el mayor de tres hermanos. El segundo de sus hermanos se llamaba Gino, tenía treinta y seis años, y una gran facilidad para apretar el gatillo de su revolver y realizar ejecuciones por encargo, sin que ello le provocase el menor malestar. Gino era pura y simplemente un asesino. Se había hecho un asesino, pero por vocación, a sangre fría, como si tuviese que ejecutar una venganza, o, mejor dicho,  como si apretar el gatillo de su automática ante un blanco viviente le proporcionara secretas voluptuosidades. El hermano pequeño se llamaba Tony, y tenía treinta y tres años. A Tony, desde que era niño, le apasionaba la mecánica, los motores, y era un gran conductor de automóviles.



El padre de los hermanos Rico, Cesare Rico, había nacido en Sicilia, cerca de Taormina, y había emigrado a Nueva York en donde tras ejercer oficios muy humildes se casó a los treinta años con Julia Massera, también de origen italiano, una mujer poderosa, enérgica, que muy probablemente convenció a su marido para que entrase en la organización. Abrieron en Brooklyn una tienda de barrio en la que vendían verduras, frutas y un poco de ultramarinos.

En una persecución entre bandas alguien mató de un tiro en la cabeza a Cesare Rico, a la vez que su mujer escondía en el sótano de la tienda al joven a quien venían persiguiendo. Eddie tenía entonces cuatro años y su madre estaba esperando a un nuevo hijo: Tony. El perseguido de origen polaco se llamaba Sid Kubik, y cuando tras escapar de las persecuciones regresó a Brooklyn era ya casi uno de los grandes jefes: Era el que centralizaba las apuestas de las carreras no sólo en Brooklyn, sino también en la parte baja de Manhattan, y en el Greenwich Village, y Eddie empezó a trabajar para él.

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De todos los hermanos Eddie fue el más aplicado, hasta el punto de que cuando era todavía muy joven era conocido en el barrio como El contable. También fue quien conoció un mayor ascenso social, y ello no tanto porque su negocio de frutas fuese viento en popa, sino además, y sobre todo, porque Eddie pertenecía a los capos de la organización lo que le reportaba cuantiosos beneficios económicos. Poseía una de las casas más bonitas de Siesta Beach. Tenía una esposa a la que podía presentar a cualquiera sin ningún temor a que lo dejase en mal lugar. Sus dos hijas mayores frecuentaban la mejor escuela privada. Para la mayoría de los habitantes de Santa Clara y de los alrededores era un comerciante próspero que siempre había hecho honor a su firma. Atrás quedaban los tiempos de una vida pobre en Brooklyn. Cuando era niño no había ninguna clase de cuarto de baño en toda la casa, se lavaban en la cocina una vez por semana, los sábados. Tal vez si había luchado tanto fue por tener un cuarto de baño de verdad. ¡Tener un cuarto de baño y cambiarse de ropa todos los días! Ahora era socio numerario del Siesta Beach Country Club, una de las asociaciones más selectas y de mayor prestigio de Santa Clara.

Eddie conoció por tanto los viejos tiempos de la mafia, los tiempos en los que los emigrantes italianos tuvieron que abrirse camino a codazos en ciudades hostiles y darse a respetar. Entonces la organización no era lo que era hoy. Por así decirlo no existía. Aún se hablaba de los grandes barones, los que se habían impuesto durante la prohibición. A veces éstos se ponían de acuerdo entre si para alguna empresa, repartirse una región, reunir sus tropas, pero todo eso terminaba casi siempre con hecatombes. Y aparte de ellos había cientos de reyezuelos. Algunos solo dominaban un barrio, o simplemente dos o tres calles. Y los había que no se ocupaban más que de un único garito.

Eddie tuvo compañeros de colegio que entraron en la espiral de hacerse jefecillos, querían ser a toda costa los amos de un territorio, y se abrían paso a golpe de pistola. No solo tenían que eliminar a los que les estorbaban, sino que también estaban obligados a matar para mantener su reputación. En esa época las batallas se libraban sobre todo entre los clanes, entre los jefes. Como no había organización, tampoco existía jerarquía ni especialización. Pero los tiempos habían cambiado, y al ruido y la violencia sucedió un tiempo de silencio cargado de eficacia. Eddie nunca quiso ser un jefe, no era un hombre de acción, por eso nunca trabajó sólo, ni nunca fue detenido. No estaba ni tan siquiera fichado.

Comenzó su carrera en los negocios trabajando, casi niño, en la recogida de apuestas clandestinas para un corredor que le daba como comisión al final del día dos o tres dólares, hasta que empezó a trabajar para Falera en una agencia de apuestas clandestinas situada en la trastienda de una peluquería, pero todo el mundo sabía que Falera era la parte más visible de una organización piramidal en la que estaba bien situado Sid Kubik, aunque por encima de él existía otro escalón del que Eddie no sabía casi nada.

Eddie Rico

Eddie, nos dice Simenon, siempre había seguido la regla. (…) Durante años enteros fue él, Eddie Rico al que se enviaba a todas partes donde se abría una nueva agencia. Se convirtió en un verdadero experto. Había trabajado en Chicago, en la Luisiana, y en el curso de varias semanas ayudó a poner en orden los asuntos de Saint Louis y de Misuri. Era tranquilo, formal, nunca reclamó mas que su parte.

Eddie no sólo entró a formar parte de una organización mafiosa que se parecía más a una multinacional que a una banda de forajidos, sino que contribuyó con éxito a perfeccionar sus métodos de implantación y de recaudación.



Su ambición era tener un territorio propio y lo tuvo. Sid Kubik y las altas esferas aceptaron que se quedase con la gestión de las pequeñas localidades que recorren el golfo de Florida. Fue Eddie quien tuvo la idea, como fachada, de comprar por casi nada el negocio de las frutas y verduras que en aquella época no daba beneficios, y también fue él quien tuvo la paciencia de esperar a tener la reputación de un honrado comerciante, de un buen padre de familia, de un hombre respetable que iba a la iglesia todos los domingos, y que contribuía generosamente a las obras benéficas. Fue entonces cuando abordó al sheriff para proponerle un trato ventajoso tanto para la organización como para el mantenimiento de la ley y el orden. Si le dejaban las manos libres se establecería una vigilancia, se impondría una disciplina, cesarían los conflictos, no volverían a verse menores haciendo la calle o en los bares. En resumen, no habría más escándalos. Eddie había cumplido su trato. Durante los últimos diez años no hubo disparos en la zona, ni campañas de prensa acusando a jueces, fiscales y policías de no atajar los desórdenes.

Eddie nunca iba armado, le horrorizaba la violencia y la sangre. Por precaución conservaba únicamente una pistola guardada en la mesilla de noche de su dormitorio. Ni su mujer, ni la familia de su mujer, ni sus vecinos y clientes sabían que tras la West Coast Fruit Emporium, de su propiedad, que ya contaba con tres sucursales, se encontraban los negocios de la organización, una especie de compañía de seguros que acumulaba año tras año cuantiosos beneficios y en la que Eddie actuaba como un encargado eficiente.

Las cosas iban rodadas hasta que un día Eddie recibió visitas y llamadas conminatorias desde arriba, desde Miami, para que buscase a su hermano Tony que había desaparecido como por ensalmo tras el asunto Carmine, un capo que recibió seis balazos en un ajuste de cuentas con otro capo de la mafia, Vince Vettori. Gino y Tony estaban implicados en el asunto Carmine. Tony había desaparecido y se rumoreaba que deseaba cambiar de vida tras haberse enamorado de Nora, una joven honrada que conoció en Atlantic City. Cabía también la posibilidad de que se convirtiese en el testigo secreto del fiscal acusador en el juicio sobre el asunto Carmine, empeñado en actuar contra la cúpula de la organización.

La misión encomendada de forma velada a Eddie era que encontrase a su hermano y advirtiese a la organización de su paradero. Por primera vez en la vida Eddie Rico se veía obligado a optar entre los intereses contrapuestos de sus dos familias: la familia biológica formada por él, su madre y sus hermanos, y la organización que le había permitido ser a la vez un hombre rico e importante. Era una elección difícil pero Eddie no estaba dispuesto a tirar por la borda una carrera profesional construida con constancia y esfuerzo. Al menos, le dice Tony cuando se encuentran, ten la valentía de mirar la verdad cara a cara. Te convocaron y te hablaron como unos jefes hablan a unos empleados de confianza, a una especie de jefe de sección o de encargado. Tu muchas veces me recuerdas a un jefe de sección.


(1) William Riley BURNETT, El pequeño Cesar, Ed. Noguer, Barcelona, s.a. (Traducción: José Mª Cañas)

(2) Georges SIMENON, Los hermanos Rico, El País serie negra, Madrid, 2004 (Traducción: Carlos Pujol).


 

Fernando Álvarez-Uría Rico

Fernando Álvarez-Uría Rico

Fernando Álvarez-Uría Rico es Doctor en Sociología por la Universidad de París VIII, y Catedrático de Sociología en el Departamento de Sociología IV de la Universidad Complutense de Madrid.

Fue socio fundador y miembro del consejo de redacción de la Revista Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, en donde coordinó diversos números monográficos.

Ha sido Profesor Visitante en el Goldsmiths´ College de la Universidad de Londres, y en la Maison des Sciences de l’Homme (MSH) de París. Ha impartido cursos y conferencias en numerosas universidades españolas y extranjeras.

Sus principales investigaciones están centradas en la sociología histórica, la teoría sociológica, la sociología del conocimiento, y la sociología de las instituciones de resocialización.

Es autor de numerosos libros y artículos, así como de traducciones y ediciones de libros. Entre sus publicaciones destaca Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX(1983), así como algunos libros publicados en colaboración con Julia Varela, tales como Las redes de la psicología (1994), Sujetos frágiles (1989), Arqueología de la escuela (1991), Genealogía y sociología. Materiales para repensar la Modernidad (1997) y más recientemente Materiales de sociología del arte (2008).

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