Con acierto titula Jordi Doce su prólogo del poemario de José Luis Zerón Huguet La oscuridad del tránsito. Porque el Espacio transitorio que nos ofrece el autor en clave poética es, efectivamente, oscuro. No tanto porque su escritura sea críptica, sino por la contundente angustia que transmite la voz poética. Es poesía del desasosiego.

Si bien el libro se nos presenta como poemario, el autor no trabaja la materia poética alrededor de una temática específica que contemple a distancia para acercarse a ella emocional e intelectualmente. Lo que hace del conjunto de poemas un poemario es el común denominador con que el sujeto poético manifiesta su extravío, su desazón abismal, casi siempre en torno a su propia vivencia, un doloroso recorrido vital —el tránsito— que experimenta tormentosamente y busca en la escritura orientación y liberación.
Dividido en cuatro apartados: La canción del tránsito, Extravíos, Adhesiones y Réquiem, José Luis Zerón nos ofrece una poesía vivida intensamente, diríase que nos invita a acompañar su voz en el desgarramiento descarnado que conoce de primera mano. Y lo hace desde el mismo centro del dolor, no desde su superación absoluta, desde su tormento, si bien hasta cierto punto mitigado. Así la voz poética se esfuerza en dejar atrás un pasado personal y exhorta a una segunda persona del plural a hacer lo propio para evitar a este «vosotros» una experiencia indeseable y lacerante: «¡Adelante, siempre adelante! / No miréis atrás, / […] / el pasado que añoramos emite señales de abismo. / Os conduciré, sin esperanza y con un ardiente fervor, hacia lo que está vivo. […]». Sin embargo, a pesar de los indicios del infernal pasado, deja entrever la luz en el devenir: «[…] / A vosotros, como a mí, os atormenta la idea del regreso, / pero seguiremos adelante, / daremos un nombre a las tierras nuevas / y no retrocederemos como niños perdidos a lo que ya no es. / […] Os enseñaré a conocer lo efímero, / a disfrutar el ya y el ahora, / […]». Y sabe que no se trata de olvidar, no de negar un bagaje, sino de incorporar, de digerir lo vivido, y hace extensiva la experiencia histórica a la vivencia íntima: «[…] / No podemos negar la herencia recibida, /nunca podremos negarla. / […] // nos acosa el murmullo de las víctimas de todos los holocaustos.» (La canción del tránsito, Me llamo Lot).
La invitación a vivir el presente es recurrente, pero no se nos presenta como el clásico carpe diem, no como una llamada a los placeres de este mundo ante la brevedad de la vida, sino como una amonestación, una herramienta de autoayuda para sobrevivir a una situación de vértigo y de peligro: «Echa el ancla en el légamo de lo que está siendo, / Póstrate ante la beldad gorgoteante de un manantial. / […] / no abdiques del asombro / ni te desampares en la claridad de una tormenta / […] / Reniega del odio y di árbol / y di hojarasca en el asfalto ensangrentado / y di maizal en los callejones sin salida / y di lumbre en las grietas caliginosas de la razón / y di no, nunca, eso jamás […]» (La canción del tránsito, Palabras para el transeúnte).

Y, sabiendo por experiencia propia de lo que habla, la voz poética nos advierte de que «El viaje será largo, […]», lo repite como un mantra y no rehúye adentrarse en lo desconocido, pero hay luz al final: «[…] // En el tránsito hacia la mies / atisbamos la sima / y fundamos la espera / en una tierra exhausta / administrada por los predicadores / del Apocalipsis. […] // Largo es el camino hacia la mies. // […]». Pero concluye: «[…] // Sigamos avanzando. / Entraremos en las ciudades áureas / y llegaremos a tiempo a la cosecha. […]». Y sabe también que las palabras redimen: «[…] // Alcanzaremos la lejanía sin nombre, / allí donde las palabras / cantan y están escritos / los nombres perdidos / que lo contienen todo. […].» (La canción del tránsito. Tierra ignota).
La canción del tránsito deja constancia del impulso luchador del sujeto poético, del decidido desafío a la contrariedad y al abatimiento, una conciencia que se percibe a sí misma como caminante, como transeúnte, entre un punto de origen que quiere dejar atrás y un horizonte que se promete de algún modo esperanzador: «[…] / El rumbo donará sus recompensas. / Sólo a quien avanza obstinado / se le ofrecerán los girasoles.» (La canción del tránsito. Paisaje con Orión ciego buscando el sol). Así los versos de esta primera parte están salpicados de palabras que remiten al campo semántico del itinerario, que es el que da título al poemario: tránsito, transitorio, trashumante, errante, viaje, camino, rumbo…

Sin embargo, la senda por la que se transita puede dar lugar a desorientación y a extravíos, título del segundo capítulo. La voz poética se hace ahora analítica; investiga sobre las causas del malestar. La percepción del dolor ajeno llena de pesimismo a la conciencia poética. Se plasma en la observación de Los otros, y en la comprobación de la existencia de dos mundos paralelos, que nunca llegarán a comunicarse. Y entonces la gratificación que suponíamos al final del camino desaparece o se hace apenas perceptible: «[…] / Ellos, los otros, los que habitan un perpetuo descenso, / elevan inútilmente sus plegarias hacia distancias ilusorias. / No podemos darles cobijo en nuestro falso bienestar. // […] // Lo cierto es que ni ellos, / los que han perdido su paisaje y habitan en los umbrales, / ni nosotros, los que nos extraviamos en nuestro propio jardín, / sabemos cuál es nuestro papel en este mundo. / Somos víctimas del no sé qué y del no sé quién. / Solamente nos unen las promesas del mediodía.» (Extravíos, Los otros 1) o bien: «[…] // La ciudad está en fiestas, / pero no hay alimentos / ni lumbre / ni techo / para los excluidos. // Nosotros no escuchamos su silencio, / hace tiempo que no sabemos escuchar. // […]» (Extravíos, Los otros 2). Y en esta rememoración lacerante de la desolación causada por los horrores de los conflictos armados y sus consecuencias se incluye el genocidio de Srebrenica en julio de 1995 reflejado en la descripción de los horrores vividos por una niña o los sufrimientos de los niños asesinados en Hula (Siria).
José Luis Zerón se sirve de la contemplación de la pintura y/o de la fotografía para entender el alma y la emoción humana. Si en la primera parte dedica algún poema al Paisaje con Orión ciego buscando el sol, de Poussin, y al Campo de trigo con una alondra (Van Gogh), ahora se centra en El grito, de Edvard Munch, o en El golpe maestro, de Richard Dadd, y la intención pictórica de los cuadros o lo que la mirada del poeta ve en ellos determina el carácter más o menos pesimista de su poesía. En Extravíos los poemas se vuelven analíticos, buscan detectar los síntomas del malestar de la voz poética así como sus causas. La autoobservación la lleva a concluir: «[…] // Mi opresor es mi propio ojo // No puedo rescatarme del grito. / Se retuerce el grito en tránsito / […] // No hay espacio / sólo hundimiento / solo un pozo antiquísimo / una inconcebible ciudad en llamas / y un dolor de estar siendo / anegado en el confuso /magma de la oscuridad. // […]» (Extravíos. El grito). Y en un desdoblamiento de su persona leemos, hablándose a sí misma: «[…] // Sientes una presencia familiar y amenazadora / […] / No puedes mirar en derredor para pedir / clemencia a la madrugada, que es frágil / y no ofrece amparo. / No hay alianza con el miedo en los claustros de la noche. / […] // Jamás habrá paz para los vencidos / y tú has sido vencido por aquellos que maldicen. / Eres un trashumante en la zona cero de un conflicto / […]» Y concluye en el registro pesimista al que tiende con frecuencia esta segunda parte: «[…] / siempre estará junto a ti el precipicio / y un cielo cieno / ofreciéndote falsas ofertas de alivio.» (Extravíos. Duermevela).

Las connotaciones del léxico recurrente en Zerón son sintomáticas: luz, claridad, clarear, día, alba, fulgente, blanco, destellos, iluminaciones, luminoso, o sus contrarios: claroscuro, atardecer, crepúsculo, umbrío, sombrío, oscuro, sombraje, opaco, noche, tinieblas, sombras… De modo semejante a Werther, dado a ver en la naturaleza signos de esperanza o pesimismo, en función de su estado de ánimo interior, también la voz poética de Espacio transitorio fluctúa entre una y otro, dejándose arrastrar al fatalismo: «[…] / Todos somos, quiero decirte, / la misma víctima / y el mismo verdugo. / […]. / Disfrutemos de espaldas al destino. / Haremos como si estuviéramos vivos.» (Adhesiones. Alba de otoño). Sin embargo, el poema siguiente es un homenaje a la luz, de la que enumera sus aspectos positivos y beneficiosos, para resumir: «[…] / Ella, la luz, / algo muy intenso y muy delicado / que huye y siempre regresa / para habitar heridas y alejar desgracias, / para desvelar lo imposible, lo grandioso, lo inútil.» (Adhesiones. Ella, la luz). Sin embargo no hay rendición, no hay sometimiento a la oscuridad, sino resistencia: «[…] Es hermosa la luz / de las calles ofreciéndonos cobijo a nosotros, / náufragos del porqué, / todavía con fuerza y con zapatos / y con un brillo de celebración en los ojos/ y restos de polen antiguo / en nuestras ropas. // Podremos hacer frente a la gélida noche / que se avecina.» (Adhesiones. Polen antiguo).

El poemario se cierra con dos poemas, antes del definitivo último, Réquiem. Y en ellos deja la voz poética, ahora más que nunca alter ego del autor, un legado a dos hijos: Letanía para la hija y Palabras para el hijo. Con honrada coherencia con el tono desesperanzado pero no de absoluto pesimismo de lo leído anteriormente, el poeta se dirige directamente a ellos abriendo para ellos lo que, a pesar de todo, es posible: «[…] te mereces todo lo bueno que la vida aún / no ha podido darte. / Te mereces en la vida sólo vida que germina /y que jamás de jamases la desgracia te violente.» (Letanía para la hija) y «[…] / Hijo, te pido perdón por lo que no me arrepiento, / perdón te pido por someterte a este feroz aprendizaje / de vivir orientado hacia lo imprevisible.»[1] (Palabras para el hijo). Y en este aún y en este imprevisible hay esperanza.
[1] La negrita es mía
José Luis Zerón Huguet
Espacio transitorio
Huerga & Fierro editores, 2018, 90 págs.
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