Sobre una loma destacan los restos de unos enormes edificios de formas caprichosas y extrañas. Entre los muros caídos, sobre las piedras desperdigadas por la mano del destino, dos cabras brincan a la busca de sustento.
Ya no hay rastro de la humanidad, pero las cabras, que siempre comieron de todo, han sobrevivido. Una de ellas, la más decidida, levanta la cabeza. El agua de la lluvia escurre insistentemente por su frente cuando descubre una grieta en uno de los muros. Sin dudarlo un instante, entra en el edificio, seguida por su compañera.
Bajo un techo milagrosamente conservado, las dos cabras se encuentran en un espacio amplio que debió albergar alguna clase de almacén. Quizás formó parte de una ciudad de las artes.
El lugar es una verdadera mina para los hambrientos animales, que llevan horas sin probar bocado. Saltan sobre los montones de basura buscando algo comestible. Le echan el diente a lo que pueden. El suelo está repleto de instrumentos inútiles una vez que la humanidad se ha extinguido. Hay ropa vieja, latas llenas de películas cinematográficas y cachivaches de todo tipo.
La primera cabra comienza a masticar un abrigo de lana. Por su expresión puede concluirse que la prenda le agrada. La otra prueba un ventilador, y comprueba que no es comestible. Lo deja inmediatamente y muerde una lata abierta de la que cuelgan, como si fuesen hilos de pasta, las interminables cintas de una bobina cinematográfica. En la tapa de la lata, tirada junto a un mueble desvencijado, puede leerse el título de la película: Los miserables.
La cabra mastica los fotogramas con indiferencia. La otra la observa con mucha curiosidad.
—¿Que tal está eso? —le pregunta.
—Bah, me gustó mucho más la novela —contesta la cabra con gesto resignado.
Esta es una anécdota conocida que refleja una opinión bastante generalizada, tanto entre la población común como entre los especialistas, según la cual, las grandes novelas no suelen dar lugar a grandes películas. Pero antes de dar por cierta esa opinión cabría preguntarse si debemos confiar ciegamente en el gusto de las cabras para establecer relaciones transversales de supremacía entre diferentes manifestaciones artísticas.
Como se sabe, la cabra tira al monte, por lo que sus juicios deberían mirarse con precaución, pero tengo que confesar que la cabra que les habla no sabe para donde tirar, dado que se siente igualmente atraída por una butaca, situada frente a una gran pantalla luminosa dentro de un espacio oscuro, como por una cama cómoda y una buena almohada, acompañadas de una novela de tapa blanda, impresa con buena letra. Los dos recipientes o sistemas para contar una historia me parecen igualmente atractivos. Como en cualquiera comida, lo principal no es el plato, si no lo que en él se sirve.
Lo que no tiene duda es que no se cocina igual para hacer un caldo que para freír patatas. Cada comida tiene su tiempo de cocción y su temperatura. Seguro que una de las razones que llevaron a generalizar la idea de que una buena novela no favorece la creación de una buena película, tiene que ver, precisamente, con los tiempos de cocción.
Los miserables de Victor Hugo tiene, en la edición que yo tragué con mucho gusto, mil trescientas cuarenta y siete páginas, mientras que un guión cinematográfico varía entre las ochenta y las ciento veinte. No hay que ser un gran especialista para comprender que aquel que intente hacer un largometraje basándose en los Miserables tendrá que eliminar de su narración el noventa por ciento de lo que el autor consideró necesario para contar la historia. La empresa parece harto compleja, por no decir temeraria.
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El ejemplo pretende llevar al extremo una característica bastante extendida entre las consideradas grandes novelas del siglo diecinueve. Pensemos en Guerra y paz, El rojo y el negro, Historia de dos ciudades, etc. Todas ellas son grandes en varios sentidos, entre ellos el de su extensión. Pero esta característica respecto a la duración del texto no cambió mucho con la llegada del siglo veinte.
La montaña mágica, Contrapunto, A sangre fría, León el africano, La fiesta del chivo, y muchas otras, siguen siendo novelas que como mínimo cuadriplican en extensión a un guión cinematográfico común. La gran novela siguió siendo larga, mientras la narración cinematográfica se consolidaba y establecía sus principales características, entre ellas la duración.
Las películas de largometraje suelen durar entre noventa y ciento cincuenta minutos. Desde los años dorados del cine negro, donde las películas encontraron su lugar en las costumbres del público y por tanto en la industria cultural mundial, hubo, en mi opinión, una ligera tendencia a aumentar su duración, pero sin pasar cierto límite, que no es impuesto por las modas, si no por motivos más bien objetivos y que las alejan de la extensión de una gran novela. Esta diferenciación procede más de la forma de tragar la historia que de la forma de cocinarla.
Aunque la escritura de un guión cinematográfico prescinde de muchas descripciones que la imagen y el sonido harán innecesarias, adelgazando por tanto la duración del texto respeto a la de un homólogo literario, la diferencia fundamental entre un texto y otro residirá en las veces que los comensales se sientan para consumirlo. Efectivamente, el guión cinematográfico, una vez convertido en imágenes audiovisuales por una larga alquimia, que ahora no viene al caso, está fabricado para ser consumido de una vez. Nos sentamos, vemos la película y nos marchamos, como si estuviésemos en cualquier restaurante. No obstante, la mayoría de la gente que conozco necesita sentarse a leer un montón de veces antes de conseguir acabar con una novela.
Todas estas evidencias llevan a suponer que la discrepancia entre novelas y largometrajes procede en gran parte de su duración.
Efectivamente, una gran novela, una novela larga, debería ser convertida en una serie de televisión y no en un largometraje. En ese caso no habría discrepancias por la naturaleza serial del proceso de consumo de ambas. Tanto la novela como la serie están fabricadas para que el cliente se siente varias veces antes de poder consumirlas completamente, extendiendo en el tiempo el placer de tragárselas. Pero aun así, el problema vuelve a surgir en relación con la duración del producto. Una novela, por larga que sea, suele ser finita, mientras que una serie de televisión, si tiene audiencia, tiende a repetirse indefinidamente en paquetes de trece episodios, y no porque las gentes de la televisión sufran alguna paranoia supersticiosa, si no porque un trimestre, la unidad en la que se estructuran las parrillas de las cadenas, incluye más o menos ese número de martes o de domingos.
Cuando en una argumentación aparecen los números casi siempre conectan el mundo de las ideas con otro mundo más empírico, más aristotélico quizás, el mundo en el que el dinero tiende un puente de plata para conectar la imaginación del creador con la del consumidor. Efectivamente, volviendo al ejemplo anterior, uno puede ir invitado a un restaurante, pero alguien tendrá que pagar la cuenta. Los camareros cobran, los cocineros también. La alquimia de la que hablamos antes, convierte la materia en alimento pero el proceso literario y el audiovisual divergen mucho.
Un escritor fabrica su artefacto haciendo uso de un código más o menos universal dentro de una comunidad lingüística y el lector no tiene más que reproducir el texto en su imaginación para reconstruirlo. El creador audiovisual, en cambio, precisa de ciertos procesos de fabricación que implican la participación de mucho personal. La cocina es inmensa, el proceso de cocción dura meses.
En la mayoría de los casos la propia creación se mezcla entre tantas cabezas que resulta complejo determinar quién es el autor del artefacto.
La insistencia en presentar los trabajos cinematográficos como “una película de” no es más que una consecuencia indirecta de esta multiplicidad y de la necesidad de producir bajo el paraguas de una marca.
En definitiva el dinero es un factor fundamental en la fabricación de un producto audiovisual, mientras que en la fabricación literaria resulta más bien irrelevante. Llegados al punto de la distribución las diferencias entre los dos géneros son menores. Hoy en día tanto en el audiovisual cómo en el mundo literario la industria tiende a vender marcas. Pero para poder distribuir, primero hay que fabricar y la traducción de una novela en película puede encontrarse con un problema que la sabiduría popular expresó en un dicho: Es más fácil decirlo que hacerlo.
Efectivamente a un escritor le cuesta lo mismo escribir “pareja” que “multitud”, “bicicleta” tanto como “portaaviones”. No tiene ningún problema en utilizar su imaginación para entrar o salir, para ver desde lejos o para penetrar en los poros de la piel de sus protagonistas. La guerra en una novela solo produce lágrimas en los ojos del lector, pero en una película utiliza litros de sudor de los trabajadores durante el rodaje, y ya antes, provoca sudores fríos en las frentes de los productores.
¿Cuál es la consecuencia de esta diferencia entre novelas y productos audiovisuales? A veces la imposibilidad de reproducir mecánicamente en el espacio lo que la novela describe provoca una transformación del mundo descrito.
Tal transformación puede no obrar en contra de la historia, pero esto sólo ocurre en el mejor de los casos. En muchos otros, las situaciones en las que se encuentran los personajes varían, de modo que su evolución o su manera de enfrentarse a las circunstancias pierde lógica, y el lector de la obra literaria previa se siente defraudado. En este punto no debe olvidarse el hecho de que, a menudo, la elección de una novela como base argumental para fabricar un producto audiovisual busca principalmente la translación de una clientela previa.
Por lo tanto, la idea de defraudar a los lectores de la novela, será un problema para la propagación de la popularidad del producto, y hay que pensar que hoy en día poca gente prueba una comida a ciegas. Siempre nos llega algo antes de que nos sentemos a comer.
Pero no todas las dificultades para transformar una novela en producto audiovisual surgen por motivos económicos o temporales. Hay otras discrepancias que están basadas en sus propias esencias.
Como hablamos antes, la literatura se basa en una alquimia en la que el lector reproduce el texto en su imaginación. El autor sólo aporta las ideas, y como explicó hace mucho tiempo Platón, la idea de una mesa incluye a todas las mesas, de la misma forma, la idea de una mujer hermosa sirve para que la imaginación de cada cliente dibuje una mujer diferente siguiendo sus preferencias. El producto audiovisual, como su antepasado el teatro, convierte parte de ese trabajo alquímico en trabajo mecánico, asociando las ideas a objetos físicos y a personas. Como es sabido, la mecánica es enemiga de la poesía.
Uno puede imaginar a Jean Valjean y ponerle el rostro de su padre, uno puede imaginar la Cosette con los rasgos más atractivos, sin necesidad de que tengan una forma concreta. Aun así seguirán siendo, en la imaginación del lector, una idea que representa la perfección. Pero en el momento en que el personaje toma forma, siendo interpretado por un actor o una actriz en concreto, la imaginación queda limitada y parte de la poesía desaparece, para convertirse en materia. Si un actor o una actriz no representan adecuadamente al personaje según la opinión de cierto espectador, este se sentirá defraudado, y en este terreno volvemos a estar encadenados a los gustos.
Cada cabra tiene sus propias manías y no es tan fácil contentarlas a todas al mismo tiempo, cuando se pasa de las palabras a los hechos.
Como consecuencia de estas diferencias de naturaleza entre la sucesión de conceptos de un texto y la sucesión de imágenes audiovisuales de una película, y dado que los dos géneros intentan contar la historia de unos personajes, destaca la facilidad que la novela tiene para incluir discursos teóricos en la historia y para adentrarse en el pensamiento de los personajes. Eso le permite al escritor sumergirse en la psicología de su personaje, recuperar recuerdos, describir sus deseos más profundos, sin deteriorar el ritmo narrativo. En la narración audiovisual, en cambio, es necesario caracterizar a los personajes principalmente por sus actos, más que por monólogos psicológicos.
Hasta aquí las discrepancias, pero si dejamos la academia y entramos en el liceo descubrimos una buena noticia. Aristóteles, que fue el primero en estudiar sistemáticamente las estructuras narrativas de las que se nutre la literatura, no hace diferencias entre Homero y Eurípides. Tanto le da hablar en su Poética de la Odisea como de Edipo rey para ilustrar conceptos como argumento, catarsis, peripecia, o reconocimiento. Seguramente Aristóteles hace más distingos entre comedias y tragedias, que entre poética literaria y poética dramática. ¿Que consecuencia podemos sacar de este hecho? Que la materia de la que están formadas las novelas y los textos dramáticos es único.
Si volvemos a la industria cultural, que en el fondo no deja de ser una enorme bestia, y como cualquier otro animal precisa forraje, comprendemos que hay que proveerla de alguna manera.
De esta breve argumentación se deduce que el bicho puede comer literatura, faltaría más, pero también se deduce que su ingestión, sin estar contraindicada, podría producir en algunos casos digestiones pesadas.
Héctor Carré
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