“Observad. Mirad, porque a fe mía es cosa curiosa. Allí tenéis un hombre que estaba resignado a su suerte, que marchaba al patíbulo, que iba a morir como un cobarde, es verdad, pero, después de todo, iba a morir sin blasfemar y sin resistirse. ¿Y sabéis lo que le daba alguna fuerza? ¿Sabéis lo que le consolaba? ¿Sabéis lo que le hacía sufrir el suplicio con resignación?: que otro participaba de su angustia, que otro iba a morir como él, que otro iba a morir antes que él”
Esta reflexión sobre el comportamiento humano la plantea Alejandro Dumas en boca de Edmundo Dantés, que ya convertido en conde de Montecristo, contempla desde el balcón una ejecución prevista en principio para dos bandidos italianos, pero interrumpida por la llegada del perdón para uno de ellos.
La reacción del otro es volverse contra el indultado, contra el mismo mundo que le impone lo que él considera una injusticia.
Montecristo explica a sus compañeros la escena que están observando con un símil terrible, pero cierto: “Llevad dos carneros o dos bueyes al matadero, y haced comprender a uno de ellos que su compañero no morirá. El carnero balará de gozo y el buey mugirá de placer. Pero el hombre, el hombre que Dios ha creado a su imagen, el hombre a quien Dios impuso por primera, por única, por suprema ley el amor al prójimo, el hombre a quien Dios ha dado una voz para expresar su pensamiento, ¿cuál será su primer grito al saber que su compañero se ha salvado? Una blasfemia”.
El sentimiento de la envidia, que se considera uno de los siete pecados capitales, es a menudo poco comprendido y por tanto difícilmente identificable en el análisis de las propias faltas. Tendemos a reconocer la envidia como un mal universal pero del que estamos exentos, a pesar de que mucha gente rige sus vidas por ese motor casi nadie reconoce abiertamente que está aquejado de este mal, y de ese modo la envidia constituye el mejor ejemplo de aquellas situaciones en las que resulta más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.
Para comprender en qué consiste exactamente tan despreciable virtud contamos con la narración bíblica del juicio de Salomón en Reyes 3:16-18. Ante el rey se presentan dos mujeres pretendiendo ser la madre de un único niño. Siendo imposible averiguar quién de las dos dice la verdad, Salomón pide que le traigan una espada.
“-Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a la una y la otra mitad a la otra.
Entonces la mujer de quien era el hijo vivo habló al rey porque sus entrañas se conmovieron por su hijo, y le dijo:
-¡Ah, señor mío!¡Dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis!”
La súplica de esta mujer descubre a Salomón que se trata de la verdadera madre porque prefiere renunciar al hijo con tal de conservarle la vida, pero la otra mujer descubre en una frase la esencia pura del sentimiento que describimos:“-¡Ni a mí ni a tí, partidlo!”, porque aquella mujer no quería al niño para nada: quería tan sólo que no lo tuviera la otra, luego el ser, el objeto envidiado, no era el niño sino la otra mujer.
Podemos pues definir la envidia como el sentimiento de ofensa propia por el bien ajeno, la tristeza del bien de otro para Santo Tomás de Aquino. Dante la define como el amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos. Unamuno la consideraba como la íntima gangrena española. Para Cela “la envidia es, a veces, la muleta tras la cual se guarecen los necios”. Lope de Vega llegó a estampar en la portada de su libro “El peregrino en su patria” la leyenda “Quieras o no quieras, Envidia, Lope es o único o muy raro” como estocada dirigida a Cervantes, para quien la envidia era raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes. En este duelo de envidia entre Cervantes y Lope interviene Quevedo con unos versos que han pasado a la Historia de la Literatura como hábil definición de la gangrena española:
“la envidia su verdugo y su tormento
hace del nombre que cantando cobras,
y con tu gloria su martirio crece”
Los seres envidiados nos ofenden con su belleza, sus cualidades, sus circunstancias o sus posesiones, y aquí se hace evidente que la envidia atenta contra el precepto de amar al prójimo, tal como aclara Dumas en el pasaje de El conde de Montecristo al que antes hacíamos referencia. Para el ser humano sentirse inferior a otro por cualquier motivo es siempre causa de infelicidad. Incluso cuando las intenciones nos parecen buenas, la envidia se esconde tras ellas.
Imaginemos que uno de los sueños más recurrentes para usted consiste en ganar una fortuna que le permita llevar la vida que desea, y resolver también la vida de un amigo que sea para usted más hermano que otra cosa. El bienestar de su amigo es condición sine qua non para considerar su sueño realizado, y eso le hace sentir tremendamente generoso. No hay duda de que usted ama a su amigo, tanto que no podría disfrutar de su fortuna si la misma no le fuera también útil a él, y sin embargo… desde el momento en que usted se constituye en sus sueños proveedor de la felicidad de su amigo, ya se está colocando a sí mismo en un plano superior: él recibiría de usted un bien que le obligaría a estarle agradecido para siempre; usted sería el benefactor.
El nivel de generosidad que usted presumía tener descenderá a sus ojos de golpe si consideramos que el ser humano tiende siempre a darse importancia de un modo u otro; aunque lleguemos a desear el bien de los amigos nunca querremos que éstos estén mejor que nosotros mismos, y por ese motivo en su sueño usted es el poseedor de la fortuna, y no él. Si profundizamos a otros niveles sobre esta buena intención, quizá descubramos algo en su amigo que excita en usted el sentimiento de la envidia, aunque solo sea que hallarse un escalón por debajo de usted ayuda a alimentar su ego.
Visto que no podemos confiar en las buenas intenciones para considerarnos a salvo de sentir envidia, contemplaremos ahora el caso de un matrimonio que lleve años conviviendo sin sentir nada el uno por el otro; han mantenido largo tiempo esa situación sin que ninguno de los dos fuera acaso plenamente consciente; pero de pronto aparece un tercero, otra persona que amenaza con destruir el matrimonio e iniciar una vida con cualquiera de los esposos.
Esa tercera persona agrede con su presencia el concepto de estima que tenemos por nosotros mismos, y de repente la idea de que el compañero la prefiera nos resulta intolerable. No queremos al esposo para nada, pero tampoco queremos que lo tenga otra persona. El tercero en cuestión resulta un competidor al que es necesario apartar para que prevalezca la posesión independientemente de los sentimientos y de la forma de vida que hayan llevado hasta el momento. El caso es que el tercero no tenga lo que sentimos que nos pertenece, a semejanza del niño que tiene en su cuarto un oso de peluche olvidado, pero que reacciona violentamente cuando otro niño pretende usarlo para jugar.
El psicoanálisis contempla la envidia como el sentimiento experimentado por aquel que desea intensamente algo poseído por otro, y especifica que el sentimiento es uno de los más destructivos para quien lo padece, sobre todo por el impulso de quitar el bien o dañarlo. De hecho, el envidioso no busca la propia mejoría, sino la destrucción del otro. El afán de destrucción de lo envidiado va siempre parejo con el sentimiento.
La persona envidiosa es terriblemente desdichada porque la envidia, a diferencia de los celos, no está motivada por el amor. La envidia nace de lo peor que se encuentra en el interior del ser humano, y es insaciable. Quien padezca de envidia jamás quedará saciado en su sentimiento; por grande que sea el daño infringido, nunca será suficiente. Fernando Díaz-Plaja dedica a la envidia el capítulo más brillante de su obra “El español y los siete pecados capitales”, en el que dos menesterosos son favorecidos por un gran señor presto a otorgarles cuantos bienes pidan, con una condición: deben aceptar que el otro reciba el doble de lo que a cada uno de ellos se le otorgue. De ese modo llega el momento en que no pueden soportar que el otro sea más feliz, y el sentimiento de la envidia se ayuda de la picaresca tan propia de los españoles: uno de los menesterosos pide que le saquen un ojo para que su compañero pierda los dos y así comienza a pedir desgracias con el objetivo de que su compañero reciba el doble.
- Díaz-Plaja, Fernando (Autor)
Desde el punto de vista cristiano, la envidia va siempre unida a la soberbia. El hombre valora el bien que posee no por la naturaleza de éste, sino porque es suyo; y cuando constata que otro es poseedor de ese mismo bien lo desprecia porque ya no es único, sino que está también en el otro. El envidioso está convencido de que solo es justo que ese bien le pertenezca a él en exclusiva, no quiere compartirlo, y la base de ese sentimiento se encuentra en la soberbia: únicamente se reconoce como meritorio del bien a sí mismo. Ya dice la Biblia en Proverbios 14:30 que “El corazón apacible es vida de la carne, mas la envidia es carcoma de los huesos”, Y Santiago 3:16 que “Donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa”. De hecho el primer crimen de la Historia bíblica se produce en los tiempos del Génesis, y es motivado por la envidia de Caín al ver que la ofrenda de su hermano causa en Dios más complacencia.
Queda el consuelo de que no es pecado tener la tentación de sentir envidia, aunque sí lo es el ceder a esa tentación. Los sentimientos no son en sí mismos buenos ni malos: son únicamente sentimientos. Lo bueno o malo es lo que hacemos con ellos. Tenemos libertad para dejarnos o no arrastrar por la tentación, para caer o no caer en la falta de la envidia, pero no así para formar parte de los seres envidiados: esa es una espada que pende sobre cada uno de nosotros, y nos convierte en un Damocles en potencia.
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