Más allá del revolucionario e inopinado paso a la historia de nuestro amable zapatero, la carambola que referíamos viene asociada a los mass media
El ridículo y la escultura se entrecruzan a menudo.
Las esculturas parlantes de Roma son un claro ejemplo de ello.
Son éstas unas estatuas quizás poco agraciadas escultóricamente, restos de antiguas estatuas helenísticas y romanas que al menos desde el siglo XVI podemos hallar dispersas por las calles y plazas de la ciudad. Nada destacable tendrían, antigüedad aparte, de no haber sido dotadas de un significado por los propios ciudadanos del cinquecento.
El Pasquino, una mutilada escultura helenística ubicada en una esquina de la Piazza Parione y bautizada por el público con el nombre de un zapatero de la zona a quien debía recordarles, fue la primera de las seis esculturas en arrancarse a “hablar” en nombre de los “indignados”, que ya los había, cuando algún romano anónimo comenzó a dejar sobre la estatua, en la soledad de la noche, notas de carácter burlesco y satírico contra la autoridad papal. Se da aquí una curiosa carambola histórica en virtud de la cual un tranquilo zapatero acabaría dando nombre a los modernos y subversivos pasquines.

Pronto comenzó a extenderse el fenómeno afectando a otras cinco estatuas que, a modo de juguetes rotos, se hallaban dispersas por las calles de Roma. El Marforio, el Babuino, Madama Lucrezia, el Facchino y el Abate Luigi son los nombres, tomados todos burlescamente de personajes de la época, de estas hermosas estatuas parlantes. Estas esculturas desheredadas por la historia del arte, feas, rotas, que tomándole el pulso a la calle y superando sus complejos y su humilde condición señalaban, elevando la mirada a lo más alto, a aquellos inaccesibles y despiadados círculos donde giran en su inmutable devenir las esferas del poder.
Y hablando de círculos, si damos por cierta la cosmología de Aristóteles, que por alguna extraña razón fue lo que mejor entendí de filosofía en el instituto o quizás lo único, el mundo supralunar, formado por la luna y todo lo que existe más allá, es la región del cosmos regida por el orden y la armonía de lo regular. Allí el movimiento de los astros es circular, cíclico y eterno.
El mundo sublunar por el contrario, está sometido al cambio. Aquí los movimientos naturales son finitos y, debido a la naturaleza de los cuatro elementos que lo forman, descendentes como el agua y la tierra, o ascendentes como el aire y el fuego.
Siendo Roma, pese a su eterna belleza, parte del mundo sublunar, era de esperar que aquella figurada mirada hacia arriba de las estatuas acabara cambiando su sentido y se volviera descendente porque en este mundo sublunar en que nos hallamos, como dice el manido aforismo, todo lo que sube, baja.
En la Roma de nuestros días se siguen colgando pasquines en las estatuas, más como nostálgica anécdota que como efectivo medio para la sátira en lo público. El pasquín en su versión física pasa por malos momentos tras haber vivido su apogeo y esplendor encendiendo decimonónicos ardores revolucionarios o, ya en el siglo veinte, revolviendo conciencias y dictaduras a ritmo de ciclostil. En nuestros días ya no se usan las octavillas, ahora tenemos internet.
En la Roma del cinquecento el rumor anónimo plasmado en un pasquín era el recurso del oprimido y la estatua servía como vehículo para la crítica o para la maledicencia frente al poder. En cambio en la España actual, probablemente también en toda Europa, es el poder quien utiliza el pasquín frente al oprimido.
Asistimos demasiado a menudo a la interesada difusión de rumores y verdades a medias desde los medios afines al poder usando para ello a ruidosos opinadores mediáticos y a periodistas de profesionalidad tan dudosa como sus intenciones. Ellos son el esperpéntico remedo de aquellas estatuas que pervierte su función, abandona al ciudadano y pone cara al poderoso. En nuestro tiempo y en sentido figurado, es el Papa quien publica con nocturnidad el pasquín contra el ciudadano, ocultándose para ello tras su estatua. Esa servil estatua que traicionando su pertenencia a ese espacio público donde habita, pervierte su bello impulso inicial y cambia el sentido de su mirada hacia abajo, para asegurar que nada salido del mundo sublunar llegue nunca a alterar el inmutable movimiento de las distantes esferas supralunares.
No es tampoco ése el papel que en una cosmología tan bella como la aristotélica cabría esperar de las más altas esferas. Aristóteles nos remite en su modelo a reminiscencias musicales de perfección y virtud, en absoluto compatibles con lo abyecto.
El poder se legitima en función del ideal de verdad y siendo la verdad una magnitud cambiante, el poder debe, con sus errores, mostrar al menos una indudable tendencia a ella.
El ciudadano romano, como haríamos cualquiera de los pequeños, se parapetaba tras la estatua y recurría al rumor porque se sabía vulnerable frente a la amenaza del poderoso. Su delicada posición legitimaba una ocultación que, cuando es llevada a cabo por el poder, se convierte en impostura y en abuso porque se supone innecesaria al no existir amenaza para el poderoso.
O quizás es que el poder ya está en nosotros pero aún no hemos caído en ello.
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