«Todo texto autobiográfico comporta de algún modo una impostura. La memoria es falible, tal como la moral que la sustenta. La memoria, ya se ha dicho, es menos un fiel depósito de datos que un reservorio de posibles reinvenciones».
La autobiografía como impostura: el problema de lo poético
Todo texto autobiográfico comporta de algún modo una impostura. Sucede que solemos entender lo verosímil como aquello verificable, pasible no solo de ser vinculado al realismo, sino también de ser entregado a él, para luego desaparecer —siempre por él— fagocitado. Sin embargo, la oposición verosímil/inverosímil se confunde muchas veces con la de realismo/fantasía, y este error es el que le impide disfrutar al lector medio de una obra literaria por lo que «en realidad» la constituye, es decir, por su «literariedad»[1].
Teniendo en cuenta este vicio tan común, podemos agregar que, siempre que haya poesía en un relato, este va a alejarse de lo verosímil o real, ya que la realidad, supeditada a la variable tiempo, es de por sí relato, es de por sí historia, y la poesía, por el contrario, está sometida a la variable espacio, lo que la transforma en un ente atemporal, en una instancia no diegética.
El poeta, al saber que no está atado a la dinámica cronológica de lo real, inventa mundos nuevos, sin más verificación que su discurso. Todo texto autobiográfico, dijimos, comporta de algún modo una impostura; pero si el texto en cuestión es poético, esa impostura será aún mayor que lo previsto.
La verosimilitud como problema discursivo
Podemos acordar que la verosimilitud no es otra cosa que un problema discursivo, al menos, en lo tocante a la dicotomía realismo/fantasía. En otras palabras, un relato fantástico o maravilloso no presenta disrupciones en el plano semántico, no vulnera el lenguaje ordinario, no altera la «referencialidad» comúnmente asociada a lo real, solo plantea otras convenciones. Así, admitimos que un dragón incendie una comarca porque nos introducimos en la lógica fantástica del relato, relato que, de seguro, nos invitará a aceptarla mediante su coherencia narrativa y su lenguaje, lenguaje siempre atento a una referencialidad irreprochable, por más que esta se desarrolle en el terreno de lo fantástico. Distinto es tomar por verosímil un enunciado como este:
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.[2]
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- García Lorca, Federico (Autor)
Hegel afirmaba que todo lo que es real es también razonable y que todo lo que es razonable es real,[3] por lo tanto, un discurso construido sobre presupuestos irracionales, como el fragmento que acabamos de mostrar, sería, de hecho, inaceptable.
Todo induce a creer que lo contrario del realismo no es el género fantástico, sino la poesía. La poesía es una excepción a la lógica discursiva de lo real o, mejor aún, una jerga capaz de desmantelar la supremacía del lenguaje utilitario. El discurso poético se define, entre otras cosas, por su carácter autotélico, por su mutabilidad semántica, mutabilidad producida esencialmente por el tropismo. Así, el nexo entre el yo lírico y la subjetividad autobiográfica estará señalado por el grado de literariedad que el texto autobiográfico proponga, por su poético tratamiento discursivo. Los diarios de Cheever, Anaïs Nin y Francisco Umbral serían un claro ejemplo de esto.
El componente autobiográfico en la narrativa del siglo XX
Ahora bien, existe una forma de autobiografía que busca ceñirse a los datos históricos, ser fiel a los hechos. Esa visión positivista, fruto de la evolución de la novela decimonónica, fue puesta en crisis por la novela vanguardista. La «disnarratividad», la superposición de registros y de géneros, su proyecto totalizador y su plena apuesta a la subjetividad en oposición a la racional objetividad de la novelística anterior convirtieron a este tipo de novela en un universo autónomo que eludía cualquier correspondencia con el campo de lo real empírico y lo sustituía por una realidad simbólica. «Hay otros mundos, pero están en éste»[4], decía Paul Éluard en un gesto de inopinado chamanismo, y al proferir esa sutil revelación, nos indicaba que tanto el mundo como el discurso que pensamos como únicos no son sino el resultado de una serie de convenciones que rigen nuestro horizonte cultural mediante posiciones de claro dogmatismo.
Lejos de lo catártico y confesional, la «nueva sensibilidad» de la novela vanguardista ensayó un formalismo abundante en alegorías, morosamente descriptivo y abocado a una nueva psicología imaginaria en la que los estados del alma ocupaban el lugar de las acciones. Hablamos de una «estilización» como deformación de lo real, como «desrealización», según términos de Ortega.[5] Esta subjetividad —a todas luces, autobiográfica— será víctima, ya en la posmodernidad, de una sistemática banalización, que llegará a casos extremos como el de exponer la intimidad a modo de espectáculo, confundiendo así introspección con mero narcisismo.
Una especie de literatura de lo privado, de lo íntimo, es lo que parecería prevalecer hoy en día; una literatura que desconfía de la literariedad y de las búsquedas formales, una literatura anecdótica y contingente que ha dejado de lado todo afán de trascendencia. El héroe posmoderno se ha vuelto, pues, superficial, y no aspira sino a lograr cierta complicidad con un lector —también superficial— que solo desea identificarse con las situaciones que experimentan los personajes del relato.
Todo texto autobiográfico comporta de algún modo una impostura. La memoria es falible, tal como la moral que la sustenta. La memoria, ya se ha dicho, es menos un fiel depósito de datos que un reservorio de posibles reinvenciones. El escritor modifica los hechos que narra al darles forma escrituraria y los devuelve a esta sospechosa realidad ya transformados, vestidos de falacia, tal como lo insinuaban Byron, Wilde y Pessoa en su momento. Y si puede hacerlo es porque tanto la realidad como el lenguaje que da cuenta de ella y la construye carecen definitivamente de propiedades inmutables.
- Esta Reedicon De La Deshumanizacon Del Arte Incluye, Adem¡S Del Ensayo Que Da TƒTulo Al Volumen, Una Serie De ArtƒCulos Que Ortega No Recogo En Ninguno De Sus Libros. En Ellos Se Comprueba La Persistencia Con Que Supo Extraer De La Experienca Del Arte Notas Relevantes Para El Curso De Sus Formulaciones Filos³Ficas. En Es
- Ortega y Gasset, José (Autor)
[1] La palabra literariedad no está registrada en el Diccionario de la Lengua Española (RAE y ASALE). No obstante, a partir de los trabajos de los formalistas rusos, la expresión es utilizada tanto en filología como en teoría literaria para referirse al conjunto de propiedades estéticas y lingüísticas que permiten reconocer a un texto como literario.
[2] Federico García Lorca. Poeta en Nueva York, Madrid, Cátedra, 2006.
[3] Véase G.W. F. Hegel. Fenomenología del espíritu, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2015.
[4] Luciano Rincón. Cartas cruzadas entre Paul Éluard y Teofrasto Bombasto de Hohenheim llamado Paracelso, Málaga, Los Libros de la Frontera, 1976.
[5] Véase José Ortega y Gasset. La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, Madrid, Espasa, Colección Austral, 2004.
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