Ejercer la crítica literaria —ejercerla con sentido ético de la profesión— obliga a menudo a quienes nos dedicamos a ella a declinar la invitación a escribir la reseña de un libro cuando la lectura no satisface un cierto criterio de calidad.
La prudencia, la cautela ante el daño (im)previsible que nuestro juicio pudiera deparar al autor y a la editorial por lo que pudiera tratarse de un desliz o de un error ocasional nos anima a la discreción y antes preferimos abstenernos. Sin embargo, precisamente en nombre de esta ética, que debe conducir la imparcialidad de nuestro juicio, por el respeto que debemos a la literatura y a su público, no podemos perder de vista que estamos obligados a sopesar muy bien cuándo debemos refrenarnos o, por el contrario, enfrentarnos a nuestra responsabilidad y decir lo que sería imperdonable callar.
Debo anticipar que, si bien La canción del bardo es la única novela que conozco de la autora, he seguido con mucha atención, desde que nació hace unos dos años, la trayectoria de Playa de Ákaba, el sello que la ha publicado.
Acepté gustosa el encargo de la reseña que me propuso la propia autora y hubiera desistido de escribirla si no fuera por el hecho de que son demasiados los factores negativos que concurren como para silenciarlos. La canción del bardo, según nos informa la sinopsis de la contraportada, nace con la vocación de ser la primera entrega de lo que se propone convertirse en una trilogía de título Rebelde.
Ambientada en Irlanda y en el frente francés de la Primera Guerra Mundial, el texto se propone narrar “la lucha por la libertad, y por encima de todo reivindicar el derecho a la libertad individual. Idealismos, partidismos, luchas [sic, falta coma] quedan en un segundo término para penetrar y ahondar en el ser humano, sus impulsos, pasiones y motivaciones”. Pero justamente este ahondamiento en el ser humano no sucede, pocos rasgos remiten al carácter rebelde que anticipa el título de la futura trilogía.
La arquitectura de la novela falla por falta de cohesión de su protagonista, el nacionalista irlandés Olcán Finnegan, insurrecto activo en el Levantamiento de Pascua en contra de Inglaterra al principio de la novela, que se enrola en el ejército inglés para evitar una condena de por vida.
La construcción del personaje no resulta convincente, su carácter no está trabajado psicológicamente a fondo. La novela, que sigue muy de cerca la pauta de otras irlandesas que entrelazan los mismos temas: nacionalismo irlandés, Gran Guerra e historia amorosa, como la de Tom Phelan, The Canal Bridge, o la de Sebastian Barry, A Long Long Way, tiende a separar los tres escenarios: primero el nacionalista, a continuación el frente bélico y al final el amoroso, y descuida la construcción de un personaje coherente de principio a fin.
La novela tiene algunas escenas bien narradas, sobre todo las relativas a la lucha de trincheras, pero los episodios de calidad son sospechosamente excepcionales; sobre todo en la tercera y última parte de la novela, la que corresponde a la historia amorosa, encontramos momentos rayanos en el kitsch (la amada Violet tiene casualmente los ojos color violeta, o bien: “Entonces Violet tropezó, y yo la recogí en un abrazo antes de caer y ambos quedamos con los rostros tan juntos.” O rasgos de telenovela, como cuando Nolan, amigo de Olcán, que le había arrebatado a traición su amada Tara a éste, le relata a Olcán que él la ha abandonado porque la chica no es digna del amor de ningún hombre serio diciéndole: “El caso es que no quise enfadarme. Realmente me gustaba mucho Tara y me sigue gustando, pero días después la sorprendí con, un hombre” [sic, por la coma detrás de “con”].
La calidad de la escritura es en demasiadas ocasiones lamentable, tanto más cuanto que el héroe de Fingal, al que la autora adorna de la cualidad de escritor sensible, escribe a Violet poemas tales como: “Niña de plata, ojos de mar en el cielo,/Tienes alma de estrella,/Y purpurina de hada desprendes al andar./Dame tu mano, dámela,/Pues eres cuanto necesito/Y solo deseo junto a ti respirar”. Textos supuestamente poéticos de este jaez son frecuentes en la novela.
Esta falta de calidad se hace extensible a todos los aspectos del libro: cada una de sus páginas está plagada de innumerables errores, la mayoría de acentuación y de puntuación, pero también sintácticos, léxicos, de registro, hipérbaton que no vienen al caso y de oraciones inconclusas. El colofón lo constituyen algunas frases cortas en presunto e irrisorio alemán, que la autora pone en boca de los soldados enemigos y que tiene el valor de traducir a pie de página bienintencionadamente para información de los lectores.
La misma ausencia de conciencia lingüística se refleja en la elección de la traducción de canciones irlandesas que Fingal utiliza en algún pasaje y que hubieran requerido de un esfuerzo más sensible de documentación (canción de Avondale, págs. 23-24).
Por supuesto la autora no es culpable del desastre; ella es absolutamente inocente: ¿cómo, si no, se explicaría que me hubiese propuesto la reseña? ¡A buen seguro se siente orgullosa de su novela! Sin embargo la carrera literaria que la solapa de la portada le atribuye me obliga a mí a reconducir su atención. Pero si la inconsciencia de la autora me parece indudable no me sucede lo mismo con la editorial, que nació con vocación de seriedad, que respalda un equipo y que se ha ido destruyendo a sí misma en pocos meses.
Tanto la incalculable cantidad de errores —y no me refiero a errores tipográficos— como la incuestionable gravedad de ellos hacen a Playa de Ákaba enormemente –y casi únicamente- responsable de que un texto en estas condiciones pueda salir publicado y se ofrezca a un público lector sin ningún pudor.
Tampoco es éste el único que ha publicado en el que brilla por su ausencia la supervisión lectora editorial. ¿Y qué no decir del escándalo que supone el hecho de que se haya otorgado el I Premio Narrativa Playa de Ákaba a la novela? Con razón dijo un día Juan Marsé que una cosa eran los premios literarios y otra muy distinta la literatura. Es algo que ya sabemos desde hace tiempo, pero nunca, en toda mi experiencia literaria profesional, me había visto confrontada con una provocación tan ostensible.
Desde hace ya demasiado tiempo lo que viene publicando Playa de Ákaba, que había comenzado su andadura con buen pie, no es garantía de mínimos, la desigual calidad de lo que ofrece pudiera tener alguna explicación en un intento desesperado de mantenerse económicamente a flote en tiempos críticos, pero lo que es imperdonable y no tiene justificación es el descuido absoluto de la corrección formal, a la que está obligado todo profesional digno.
Úna Fingal La canción del bardo Playa de Ákaba, 2015, 167 pp.
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